"En un diminuto restaurant barroco / están de hace poco Lococo y Rizzuto /
Con hambre de lobo piden al minuto/ Lococo, cocoa; Rizzuto, risoto"
(Escrito a vuelo de pluma, en segundos y alrededor de 1950, en el diario La Nación, por Manuel Mujica Láinez)
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Pero Manuel Bernabé Mujica Láinez (1910–1984), recordado por estas y otras humoradas, su humor, su sarcasmo, ciertas anécdotas –algunas, impublicables–, o bien por su sombrero alpino de tweed, su monóculo, su bastón, sus anillos, mostraba así apenas una de sus caras…
La otra –o las tantas otras– está fundida en sus orígenes de sangre y en su inolvidable literatura… demasiado olvidada: una imperdonable injusticia ante el alud de best sellers oportunistas o novelas menores híper promocionadas por el Gran Dios Marketing. Como me dijo Conrado Nalé Roxlo, allá por los años 60 y en la biblioteca de Argentores, cuando le pedí un cigarrillo: "¡Cómo no, mi amigo! En este país, un cigarrillo y una faja de honor de la SADE no se le niegan a nadie!".
Orígenes: lo que no eligió; el dedo del azar. Nacido en 1910, centenario de la Revolución de Mayo –primer serendipity, casualidad feliz–, fue hijo de Manuel Mujica Farías y Lucía Láinez Varela. Su abuelo paterno descendía de Juan de Garay, que le grabó a fuego el amor por Buenos Aires. Su abuelo materno, Bernabé Láinez Cané, le donó los genes de la literatura. Y de pronto, apenas a los seis años… Manucho –su eterno sobrenombre: en adelante lo llamaremos así en esta nota– ¡escribió una obra de teatro!
Más tarde, pero todavía niño, pudo morir. Andaba en triciclo por la terraza de su casa –donde hoy está el Automóvil Club Argentino–, chocó contra una olla de agua hirviente, y más de la mitad de su cuerpo quedó gravemente lacerado.
La convalecencia fue dolorosamente providencial (si se me permite el oxímoron): mimado por sus cuatro tías y otras damas de la casa, oyó de ellas fabulosas historias nativas y orientales que, al menos en parte, le dibujaron los palotes de la literatura…
A los 13 años y en Europa –viaje ritual de la clase alta–, estudió en la École Descartes (París), en Londres con un tutor clave: mister White, y al volver, en 1928, terminó el secundario en el Colegio Nacional de San Isidro.
Por presión familiar empezó Derecho, pero abandonó las aulas casi tan rápido como las conoció, y en 1932, a sus 22 años, entró al diario La Nación. Sección: Sociales. Los naturales vaivenes de la high society porteña: nacimientos, bautismos, comuniones, casamientos, defunciones. El río de la vida –de ésas vidas– en letras de molde…
Año 1936: boda con Ana de Alvear Ortiz Basualdo. Tres hijos: Ana, Diego y Manuel. Y primer libro: Glosas castellanas, ensayos con foco en el Quijote. Opera prima, sí, pero no de un desconocido. Para entonces, Manucho ya era notorio como crítico de arte y cronista de viajes. Entre ellos, el muy original relato de su viaje en el dirigible alemán Graf Zeppelin: fue uno de los dos argentinos que embarcaron…
Año 1939: comienzo de la Segunda Gran Guerra y aparición de la primera novela de Manucho: Don Galaz de Buenos Aires, con resonancias de la picaresca española. Seguirá, una década más tarde, Aquí vivieron, saga de una quinta de San Isidro desde su primer ladrillo hasta su demolición, y con parecida estructura, las historias de Misteriosa Buenos Aires. ¿Su estilo? Vaya un ejemplo del primer cuento, El hambre, instalado en 1536:
"Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. La negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias…". Etcétera.
Apenas una muestra. Porque Manucho fue infinitamente más. Escribía con todas las palabras del diccionario, con la tersura de las grandes plumas del siglo XIX, con las minuciosas descripciones, con la destreza de mezclar sucesos y personajes reales con seres ficticios, y lo corpóreo con lo fantasmal. En menos y más justas palabras: un formidable prosista. En más pero igualmente justas, "un estilo fluido y culto, de sabor algo arcaico, detallista y preciosista, que rehúye la palabra demasiado común sin buscar, empero, la desconocida para el lector".
Entre sus novelas históricas, El unicornio, El Laberinto, y El escarabajo son alhajas irrepetibles…, pero ninguna como Bomarzo: el relato del príncipe Pier Francesco Orsini, jorobado, que narra –ya muerto– una historia del Renacimiento italiano entre las siniestras esculturas del Parque de los Monstruos.
¿Tal vez su mejor novela? Es posible. Por algo Julio Cortázar, que lo admiraba acaso más que muchas plumas nativas y que publicó Rayuela al mismo tiempo, propuso que se editaran juntas como Ramarzo o Boyuela…
Ahora, recuerdo de un bochornoso episodio nacional. Bomarzo fue transformado en ópera con música de Alberto Ginastera, se estrenó –con éxito– en Washington, enero de 1967, pero el obtuso general y dictadorzuelo Juan Carlos Onganía, que ya había criticado en el Colón el clásico tutú de las bailarinas por "su exagerada exhibición de piernas" (¡!), la prohibió "por el argumento de la pieza y su puesta en escena, reñidos con elementales principios morales en materia de pudor sexual". (¡Auxilio!)
En estas playas recién fue posible verla en 1972…
Manucho, vaya a saber uno por qué, fue ignorado por la ola del llamado "boom latinoamericano". Que albergó a grandes talentos, pero también a mediocres glorificados por algunas revistas de esa época. Y él pagó con la misma moneda: los ignoró, y llegó a decir:
–El peor de todos es Vargas Llosa.
Queda abierto el libro que quejas…
Tampoco abundó en amigos del mismo oficio. Acaso el más cercano fue Borges. Los unía, sobre todo, el antiperonismo. Manucho confesó:
–Me dediqué a traducir sonetos de Shakespeare… para olvidarme de Perón.
Una de sus pasiones más profundas fue el misterio. Creía en la reencarnación, en el Destino, en el poder mágico de los objetos, "porque no mienten". Y a partir de esa fe se rodeó, en su última casa, El Paraíso, en Cruz Chica, Córdoba, de retratos de antepasados, el escritorio que ocupó San Martín en San Lorenzo, el telegrama de prohibición de Bomarzo… junto a la felicitación de la Cancillería por su estreno en Washington, la máquina de escribir Woodstock que le regaló Bartolomé Mitre, y vivió y murió convencido de que en la casona cordobesa, "que costó siete millones de pesos, tiene siete hectáreas, siete dependencias, siete chimeneas y un lago" (¡el poder del número siete!), convivía con un fantasma: "Mister Littlemore, el inglés de traje gris asesinado en el comedor por el amante de su esposa". Pero consolaba a sus huéspedes: "Si lo ven, no se preocupen: es nostálgico e inofensivo".
Su dormitorio, donde murió de edema pulmonar el 21 de abril de 1984, a los 73 años, sorprendía por su ascetismo: una cama monacal, la canasta de su gato (Balzac), los libros de cabecera, algunos objetos religiosos, y dieciocho figas bahianas el baño, "contra el mal de ojo".
Su mujer, Ana de Alvear, lo sobrevivió una década: murió en 1994.
Descubrir –o redescubrir– su obra no es fácil, o casi imposible. Los empeñosos rastreadores pueden buscar los cuatro tomos de sus obras completas, editadas por Sudamericana en 1981.
Logrado eso, no perderse sus cuentos (por ejemplo, El hombrecito del azulejo). O Cecil, la vida de Manucho contada por su amado perro de raza whipet, llamado Cecil… O El viaje de los siete demonios, o… En total, quince novelas, cinco libros de cuentos, tres ensayos, dos largas crónicas periodísticas, cuatro biografías.
Lo imposible de recuperar es su otra obra: las anécdotas, rematadas por una lengua, a veces, venenosa. Deliberadamente omito aquellas –muy conocidas e repetidas ad infinitum– vinculadas a su inclinación sexual, y otras irreproducibles por razones obvias. Pero sí quiero dejar una como muestra.
Aquí va.
Manucho y un abogado salen de almorzar en un restaurante luego de una sobremesa abundante en vino. En la puerta, a punto de entrar, se topan con un personaje famoso por su fealdad, y conocido por Manucho. Al verlo, el abogado hace un gesto, más que de sorpresa, de estupor. Y la lengua del caballero Manuel Bernabé Mujica Láinez baja el telón:
–No, doctor, no es el vino: el señor es así…
(Post scriptum. La Fundación Filba, sin fines de lucro y dedicada a promover la literatura "en todas sus formas y entre todo tipo de lectores", hará en abril su festival de literatura en La Cumbre, Córdoba, y una de sus sedes será El Paraíso, la casi mítica casa de Manucho, donde escribió cerca del cuarenta por ciento de su obra. Esa casa–museo, a pesar de los muchos saqueos, aun guarda cuadros, libros y objetos que de algún modo resucitan a su dueño. Su hija Ana viene advirtiendo hace años que mantener ese tesoro cuesta una suma ínfima: alrededor de 40 mil pesos. Eso, o el cierre definitivo. Y en tanto no pueda ser custodiada por imposibilidad de pagar los sueldos de los cuidadores, librada al vandalismo: que ya ha sucedido, y puede seguir en esa línea criminal. Sucesivos gobiernos han prometido una solución, pero jamás ha llegado un peso desde sus arcas, tan generosas a veces para gastos homéricos de destino dudoso. Va siendo hora de salvar al Paraíso. De no mandarlo al infierno del abandono. De la nada. Estúpidamente.)
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