"Amo el olor a canela", dice Agustina Bazterrica y acerca su rostro al pocillo que sostiene con las dos manos. Huele su café con los ojos cerrados y sonríe. En la espuma hay un dibujo, la hoja de un árbol. Estamos en un bar naturista del microcentro que lleva por nombre Negro, cueva de café. Minutos antes, posaba para algunas fotografías en la Plaza San Martín, donde el sol desaparecía detrás de las copas de los árboles y los oficinistas caminaban cansados hacia los vehículos que los llevan a sus casas.
Cadáver exquisito (Alfaguara) es el nombre de su último libro con el que ganó, hace algunos meses, el Premio Clarín de Novela 2017. La distopía que narra tiene que ver con la alimentación. Tras un virus que ha dejado al mundo sin animales, lo que ahora se come es carne humana. Esa transición hacia eso que no es otra cosa que canibalismo tardó pero finalmente se instaló, incuestionable. Marcos Tejo, el protagonista, es el encargado del frigorífico Krieg donde se crían y se faenan "cabezas", una artimaña más del lenguaje oficial para no decir lo obvio: son personas, son humanos. Las escenas que se describen allí caminan sobre el borde del precipicio del espanto. Hay sangre, mucha sangre pero también hay una necesidad de fuga que el personaje principal necesitará concretar. Aunque no exista la posibilidad, porque la existencia en un mundo como ése se ha vuelto irrespirable.
Pero si el argumento es fuerte, impresionable y original, la novela logra sortear el obstáculo de estancarse allí, en lo ya logrado, y construye una buena historia, verosímil y magnética, que lleva al lector a un mundo no tan lejano en el cual la brecha entre ricos y pobres está más ancha que nunca.
Feminista, sensible y agradable, Agustina Bazterrica porta una humildad que se contrapone a la firmeza de su narración, a la densidad soberbia del universo que pinta como a latigazos. Nació en 1974 en Buenos Aires y se licenció en Artes por la UBA. Tiene un libro de cuentos, Antes del encuentro feroz (Alción, 2016), y una novela titulada Matar a la niña (Textos Intrusos, 2013). Lleva adelante el ciclo de lecturas "Siga al conejo blanco". Esta charla con Infobae Cultura es un viaje al interior de su pensamiento narrativo.
— ¿Te acordás de cuál fue tu primer contacto con la literatura?
— El primer libro que leí sola fue Alicia en el País de las Maravillas. Me propuse leer todas las noches una página y terminarlo. La influencia fue tal que elegí como nombre para el ciclo que organizo con Pamela Terlizzi Siga al conejo blanco. Y hace poco, mi hermana me regaló un librazo de Alicia en el País de las Maravillas todo comentado. Antes no había tantos libros para chicos, pero mi mamá me leía toda la colección Robin Hood. Los libros que me acuerdo son Corazón, Papaíto Piernas Largas, Artemito y la Princesa, Una niña anticuada. Durante una época bastante larga vivimos en la casa de mis abuelos. Nací ahí y viví hasta los nueve años más o menos. Mi abuelo era médico y un enorme lector. Tenía una de esas bibliotecas que ocupan todo un cuarto y yo dormía al lado de esa biblioteca. Uno de mis sueños es vivir en una casa con una de esas bibliotecas.
— ¿Y en la escuela?
— Siempre leí pero las escuelas a las que fui no se caracterizaron por incentivar lecturas. Pero sí tengo un vivo recuerdo de estar en el recreo del colegio de monjas alemanas al que fui, el Mallinckrodt en la calle Juncal. Todas mujeres: alumnas y profesoras. No la pasé muy bien, sobre todo por el mensaje de doble moral de "ama a tu prójimo" pero si podés después criticalo, matalo, mandale la Inquisición. Ahí me acuerdo de estar en el recreo leyendo. Después empecé a leer de manera más analítica cuando terminé el colegio y fui al taller de Liliana Díaz Mindurry. Empecé escribiendo poesía. Yo ya escribía en mi diario poemas; malísimos algunos y otros de repente me sacaba y tiraba un "quiero mear a Dios". Entonces cuando se lo di a Liliana para ver si me aceptaba en el taller, me dijo que sí, que fuera. Y con ella empecé a leer de manera más analítica, a leer a los grandes clásicos y analizarlos. Fui como veinte años. En el medio estudié la carrera de Artes en la UBA y me especialicé en Plásticas. Hubo una época bastante bizarra en la que, como trabajaba en el Teatro Colón haciendo visitas guiadas, me agarró la demencia de estudiar canto lírico. Entré al conservatorio y duré poco. Liliana me dijo: "o escribís o cantás, definite". Dudé y entonces me dijo: "Flaca, voy a tu casa y te mato si dejás de escribir". Al principio tenía esta disyuntiva de que era mi vocación pero en algún lugar me revelaba. Cuando empecé con la facu, iba al taller de Liliana al mismo tiempo, y cuando me recibí, empecé a ir al taller de Nicolás Hochman. Con él empecé a valorar a mis contemporáneos. Yo era medio fóbica a la hora de conectarme con el campo de la literatura, entonces empecé a ir a ciclos, escuchar a otros autores, a leerlos. Gracias a eso es que armé mi propio ciclo.
— ¿Por qué elegiste estudiar Artes y no Letras?
— Porque tenía el prejuicio de que si estudiás Letras la creatividad al momento de escribir cae por el peso de las grandes historias. Esta cosa de decir: nunca voy a llegar a ser un Borges, nunca voy a llegar ser un Kafka. Además, porque soy muy visual, porque amo el arte en todas sus formas. Y me pareció que iba a ser una carrera que iba a disfrutar más Y no me equivoqué, no sólo porque me amplió la cabeza estudiar sino también porque me dio un gran bagaje de imágenes.
— ¿Cómo surge Cadáver Exquisito? ¿Fue a partir de tu transición al vegetarianismo o el argumento venía de antes?
— Sí, fue por ese lado. La novela está dedicada a mi hermano, Gonzalo Bazterrica, que es chef y tiene un restaurante a puertas cerradas. Nos quedábamos hablando horas de la alimentación consciente. Él además forma parte del movimiento slow food, es uno de los representantes acá en Argentina. En resumidas cuentas, la alimentación consciente sería aquello que dijo Hipócrates: "Que la comida sea tu alimento y el alimento, tu medicina". La comida te puede enfermar o te puede curar. El famoso caso de cuando estás enfermo, que te dan el pollo con el puré de calabazas. La calabaza, si la hervís, pierde los nutrientes, además tiene pesticidas. Y el pollo, si no está criado en el campo, tiene hormonas y tiene antibióticos. Entonces, vos estás consumiendo todo eso. Si lo consumís una vez no pasa nada, pero si vivís consumiendo pizza, por ejemplo, va a llegar un punto en que tu cuerpo va a necesitar nutrientes y ahí empiezan a aparecer las enfermedades. Yo creo, y a todos los que leí también, que muchas enfermedades se podrían evitar con una buena alimentación. En todo ese proceso en que empecé a leer, a mirar documentales, a cambiar de a poco mi alimentación, dejé de comer carne. Y cuando dejé de comer carne me pasó que empecé a verla como pedazos de cadáveres. Después me enteré de que Leonardo Da Vinci les decía comedores de cadáveres a los carnívoros. Porque uno naturaliza tanto el consumo de la carne que, primero, no lo relaciona con un ser sintiente, y segundo, tampoco lo relaciona con que se está comiendo un cadáver que se va a pudrir adentro de tu cuerpo y te van a quedar toxinas.
— ¿Y hubo un momento clave en el que se te ocurrió el argumento de la novela?
— Sí, estaba yendo al taller de Nicolás Hochman y pasé por una carnicería de la Avenida Córdoba y lo que vi fue como una revelación. Lo que pasa en la alimentación consciente y en este proceso de dejar de comer carne es que empieza a haber revelaciones. Dije: "¡ahí hay cadáveres, loco, y nadie hace nada!" ¿Y por qué no puede haber cadáveres de humanos si somos carne? Somos animales, somos carne. Y me dije que tenía que escribir una novela en la cual la gente siga viviendo a pesar de que se faenen humanos. Y así nació la novela.
— ¿Y en cuanto a la forma de narrar? Las escenas que describís en el frigorífico, por ejemplo, responden a una decisión estética que tiene que ver con lo impresionable…
— La primera imagen que me vino a la cabeza fue la de narrarla desde uno de los humanos comestibles, y después me dije que no porque es inverosímil, porque están criados así desde muy pequeños, no tienen el pensamiento formado, no tienen lenguaje. Tenía que ser alguien que esté metido dentro de la industria de la carne y ahí enseguida apareció el protagonista. Yo escribo de una manera muy intuitiva y corporal, y me acuerdo de que cuando empecé a escribir el primer capítulo me dije que sí, que esa era la voz, ese era el tipo. Y la escribí de una manera muy narrativa, muy visual y muy ágil y eso fue consciente porque sabía que si la escribía de una manera muy compleja iba a ser imposible de leer. Quería la estructura del best seller en el sentido de la agilidad y del entendimiento rápido pero con contenido y con crítica.
— Hay una relación muy clara entre el qué se come y cómo se vive, ¿no?
— Somos lo que comemos y eso nos constituye, a nivel celular y a nivel lucidez. Porque lo que mi hermano me contaba era que cuando empezó a comer comida orgánica empezó a tener otra lucidez totalmente diferente porque, claro, no tenés tantas toxinas en el cuerpo. Entonces, lo que pensé es que como el lenguaje nos constituye, nos conforma y cada palabra que usás te indica una manera de posicionarte en el mundo, el lenguaje también oculta y revela. El otro día estaba viendo una charla de Liliana Bodoc en la que decía que el lenguaje poético te hace llegar a lugares donde otros lenguajes, como el racional, no te permiten. El lenguaje oficial normalmente lo que hace es ocultar y cercenar las palabras. En la novela la palabra Transición que describe todo ese proceso en el que se pasa de faenar animales a faenar humanos no puede abarcar la complejidad de ese proceso. Me parecía importante que hubiese palabras prohibidas y que el personaje principal se focalizara en eso. Si bien no escribí la novela pensando en distopías, a pesar de que lo es, pensé en escribir una buena historia y que era algo muy visceral lo que me estaba pasando. Es inevitable que me remita a las grandes distopías como 1984 o Un mundo feliz y cuando estaba terminando la novela descubrí a Atwood porque vi la serie y me compré El cuento de la criada y me pareció fascinante. Y bueno, en todas esas novelas se prohíbe el lenguaje, se prohíben los libros o se inventan palabras, entonces me parecía importante que estuviese eso en la novela, que la atravesara.
— También hay en la novela una búsqueda por desnaturalizar lo dado…
— Me parecía importante poder transmitir cómo naturalizamos tantos horrores. No somos conscientes porque probablemente el que se coma el bife no sabe cómo matan a la vaca y quizás tampoco le interesa saberlo. De la misma manera, creo que todo esto forma parte del sistema en el que estamos inmersos, que es el capitalismo salvaje. Eso está en la novela. Todos somos hijos del capitalismo salvaje, a todos nos atraviesa, y al protagonista de la novela también. Me parecía importante transmitir que esta perversidad propia del capitalismo se traslada no sólo a la alimentación sino también en el trato cotidiano, porque nos canibalizamos simbólicamente. Mi razonamiento fue: si nosotros naturalizamos el consumo de la carne y no nos importa un comino que eso haya venido de un ser que murió y que sufrió, porque además fue criado en un ambiente totalmente hacinado, no es que están felices las vacas, los cerdos y los pollos y después los matan… si podemos hacer esa escisión, hacemos lo mismo con otros seres humanos, con otros pares. En el momento en que vos objetivás a una persona y no te importa que es un par tuyo, que tiene su contexto, su historia, sus posibilidades o sus carencias… bueno, la podés discriminar, la podés matar, porque no te interesa. El razonamiento es ése: vivimos en este planeta que es único y somos devoradores de la otredad. Nos ponemos en un lugar muy soberbio como especie. Los animales tienen que servirnos, decimos. Depredamos todo, porque no es que vivimos en armonía con la naturaleza. Y en todo este razonamiento no me interesó bajar línea con el vegetarianismo, porque creo que el fanatismo es otra forma de violencia.
— Y la historia sucede en Argentina, un lugar donde la resistencia a la carne parece difícil.
— Me pareció interesante que se escribiera acá, donde el asado es religión. En el libro Comí, Caparrós dice que cuando te comés una papa frita estás comiendo el trabajo de unos sanjuaninos que se vinieron a cultivar la papa; cuando te comés el bife, te estás comiendo toda la industria del dolor. Cuando dejé de comer carne, que es una decisión totalmente íntima y personal que no afecta a nadie, porque es lo que te metés en tu cuerpo, y por otro lado es algo social, una de las compuertas que se abrió fue que la gente enseguida se espeja y se justifica, o te agrede o te hace chistes que es lo mismo. Me pasó muchas veces de ir a asados, llevarme mi comida y que se la coman los carnívoros; o que en casamientos, al decir que soy vegetariana, me sirvieran lasaña con jamón y queso. Está tan atravesado todo esto que no hay una conciencia de que ese jamón viene de un cerdo, y que es carne también. Yo creo que el vegetariano y el vegano molestan porque incomodan, interpelan al otro. Debe haber vegetarianos que se ponen en una posición de grandeza moral pero para mí no tiene que ver con eso, sino con un proceso interno que no sé en qué puede terminar.
— ¿Cómo imaginás que ese proceso personal pueda transformarse en social y se propague, quizás no el vegetarianismo, pero sí una cultura de alimentación consciente?
— Primero, está empezando a haber más conciencia a nivel general. Esto lo podemos trasladar a otro tema que para mí tiene la misma gravedad que es la trata de personas. Estamos hablando de lo mismo: es fagocitar a otro que está en cautiverio. Se está hablando más aunque no sé cuánto se hace porque hay muchas instituciones y personajes poderosos que están metidos. Pero está habiendo una mayor consciencia de que lo que estamos comiendo en líneas generales está adulterado, no está bueno para la salud y se relaciona con enfermedades. De la misma manera que estamos teniendo más conciencia de lo que es el feminismo y de los derechos de las mujeres y de la diversidad. Por supuesto que en todo cambio de paradigma siempre va a haber resistencias, gente que se abuse, gente que se ponga en un lugar muy fanático y violento, pero esos cambios de paradigmas son muy, muy lentos. Ni vos ni yo vamos a ver cambios muy contundentes.
— Es que pensando la historia como una línea muy extensa, cuando en muchos años miren nuestra época, seguramente la consideren como una época de masacre contra los animales. ¿Es parte del progresismo, no?
— Sí, es parte porque además, otra cosa que la gente en general no sabe: la cría de ganado genera un montón de problemas ambientales. Un porcentaje altísimo de la comida que se produce es para el ganado. ¿Entendés la locura? Y se cultiva un montón de soja, y la soja le saca los nutrientes a la tierra. Estamos destrozando el planeta para comer carne. Deberíamos reducir el consumo de carne, además de que a todos les haría mejor a nivel salud. El nivel de creencia que tenemos tiene que ver también con que la industria de la carne y de la leche la sostienen. La creencia es que la carne te hace bien y la leche también. No, la leche te hace para la mierda, porque tiene hormonas, le meten antibióticos a las vacas. Y a nivel nutricional, es una locura estar tomando la leche que es para un ternero cuando el humano no tiene las enzimas a esta edad para procesar la leche. El cambio social es complicado pero de a poco hay gente que está tomando más consciencia. Y el personal va con su proceso lento, porque vos ves, acá yo puedo tomar el café con leche de almendras pero en ningún lugar te lo sirven. Se hace lo que se puede con lo que se tiene.
— Esta novela es una forma de militancia, ¿o no?
— Creo que los buenos libros siempre están interpelando de alguna manera. O a través del lenguaje, por cómo está escrito, o abriendo compuertas mentales. Ojalá el mío lo logre.
— Y en ese sentido, una última pregunta: ¿creés que la literatura tiene una función en la sociedad? ¿Cuál es?
— Creo que el buen arte, no sólo la literatura, te hace reflexionar, te lleva a universos paralelos. Me pasa que si no leo y no escribo me empiezo a enfermar. Para mí es que es un magma, un alimento espiritual que necesito. No soy religiosa, no creo en Dios, creo en una energía superior, pero para mí la literatura es sagrada, es como ir a la iglesia, es mi momento. Creo que a mucha gente le pasa eso. También están los productos que entretienen, que no me animaría a llamarlos literatura, pero que está bien que existan. Lo que me interesa a mí es el libro que me moviliza, que me hace replantearme como persona, reubicarme.
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