El hombre que vive cerca del río

El periodista Gabriel Levinas es autor del libro "La ley bajo los escombros", sobre el atentado a la AMIA y de "Al calor del monte", donde narra historias de los habitantes del monte formoseño. "El hombre que vive cerca del río" es un cuento que escribió durante un reciente viaje a Cuba

Le advertí a los gritos que no saltara, que esa no era nuestra piscina. El miedo de quienes observamos desde el jardín su zambullida desde lo alto del edificio era tan notorio que espesó un poco el aire haciendo más lenta la caída. Aún así fue veloz.

Mientras su delgado cuerpo iba tocando la superficie, el agua desaparecía de la piscina. Cuando sus pies golpearon los azulejos, sólo quedaban unos pocos centímetros de agua, que se escurría hacía la rejilla.

Quedó parada temblando de frío y miedo. Su vestido de jersey mojado se pegó a su cuerpo. Parecía desnuda. Su figura se tiñó del color cerúleo que se reflejaba del suelo.

No sabía si estaba viva o era la fuerza de su enojo y su vergüenza lo que estábamos viendo, como un reflejo retrasado provocado por la adrenalina y la intensidad del evento.

Comenzó a gritarme con furia ¡Por que mierda te metes en mi vida! ¡Por qué carajo no me dejas tranquila!.

La luz entró por la ventana y me pegó en la cara. Me desperté y comprobé con alivio que era un mal sueño. Ella seguiría durmiendo en su casa en Buenos Aires o en la de algún miembro de su red de citas para gente que busca sexo por internet.

Cuando los sueños se hacen insoportables me despierto.

Pasaban los minutos y la angustia no se iba. El significado de esa imagen me perturbaba. Mi cabeza reproducía una y otra vez el salto en busca de hipótesis. Descarté una a una las interpretaciones y me quedé con la certeza de que el sueño era una advertencia turbia y consistente: Mariana, en algún momento se va a suicidar.

Pensé varias veces en Charly García, en el salto desde el noveno piso de un hotel moviendo sus piernas con la precisión de un matemático para alcanzar la parte profunda de la piscina y salir airoso.

Mariana no tenía ese coraje, solo una tristeza infinita y la sensación de que ya se había ahogado antes de saltar. Ni siquiera intuía su talento creativo oculto tras la formalidad cotidiana de su trabajo burocrático. Si hubiese sospechado su capacidad todo esto no pasaba.

Las comunicaciones en La Habana son inexistentes. No tenía a nadie con quien analizar los pasos a seguir frente a lo que se me presentaba con la certeza de una premonición.

Tomé un mazo de cartas de tarot egipcio y tras consultar tres veces seguidas me salió la muerte.

Las voces de la calle se mezclaban con el sonido de un saxo barítono que interpretaba "Son para ti".

Los cubanos hablan a los gritos, cualquier conversación se puede escuchar a treinta metros de distancia. El contraste era formidable , me sentí el único idiota apesadumbrado en toda la ciudad vieja. La gente no paraba de escuchar música y de bailar, al mismo tiempo se ocupaban de cientos de actividades. Todo eso me pareció incomprensible.

Me duché lo más rápido que pude. El pequeño chorro de agua que salía de la manguera enganchada a una horquilla en la pared retrasaba mi propósito. Me vestí con la ropa del día anterior, no había tiempo para sacar ropa limpia de la valija.

Bajé las escaleras con prisa y cuando salí del edificio recordé que había dejado encendido el quemador del viejo calefón de chapa marrón. Subí los escalones de a dos y volví a la pequeña cocina para cerrar la llave del gas.

De vuelta en la vereda giré hacia la derecha. A escasos metros siete mujeres vestidas de blanco parloteaban sentadas sobre un surtido de sillas de hierro y de madera. La más gorda se reía tirando grandes bocanadas de humo. Esperaban que el Santero terminara de preparar los trabajos que debía entregar antes del anochecer.

Me paré junto a la reja blanca del frente. Pude ver una pequeña sala llena de plantas, bandejas con hojas de tabaco verde, velas, figuras religiosas de madera ataviadas con collares de colores, trapos, caracoles y piedras. Platos de porcelana con figuras de santos y apóstoles mezclados con retratos familiares, sin guardar algún orden entendible.

Después de insistirle con amabilidad a un ayudante me dijo que en un rato el santero iba a escucharme.

Apareció un hombre bajo, calvo, de mirada transparente y ojos claros de un color indefinido, lo que hacía su mirada aun más transparente. Su sonrisa, apenas esbozada, le daba un aire benévolo e inspiraba confianza.

Mientras el encuentro pasaba de las presentaciones a la consulta, pude ver a una joven mujer combinar las tareas domésticas con los deberes del santero con la eficiencia de una jefa de producción. Nos sentamos frente a un altar lleno de imágenes que mezclaban fetiches africanos con el cristianismo, y en medio de ese trajín fervoroso le narré el sueño que tuve y mis inquietudes frente a la posibilidad de que Mariana quisiera quitarse la vida.

Pidió a su ayudante algunos implementos y a mí los nombres de mis ancestros y el nombre completo de Mariana. Tiró unos pedazos de coco y observó cómo caían. Luego hizo lo mismo sobre un mimbre con caracoles, piedras y huesos.Tuve que intervenir a su pedido en la mezcla de los elementos. Creí entender que su lectura se basaba en el principio de sincronicidad, como el I Ching, aunque las variantes eran mucho mayores.

Dependía si los caracoles caían al derecho o al revés pero también como se combinaban con las piedras y los huesos. Todo eso era anotado por el santero meticulosamente. Apareció la primera sentencia: Mariana corría un riesgo inminente, se estaba acercando a una persona que le podía hacer muy mal, que iba a dañarla. Había que resolver eso antes de seguir con lo del sueño. Mariana estaba en riesgo.

El santero de ojos claros me pidió la imagen del hombre y otra de Mariana. Le dije que con Mariana no tenía problema, guardaba varias fotos en mi teléfono, pero del personaje en cuestión ni siquiera sabía de su existencia, mucho menos podría desde Cuba conseguir su imagen.

Tendremos que resolverlo de otro modo dijo. Pidió una hoja y un lápiz de cera, cerró los ojos y se concentró mientras consultaba en yoruba a alguna deidad. Dibujó el contorno de una cabeza y comenzó a aparecer en el papel un pelado con nariz grande y ojos oscuros, penetrantes. -¡Vive cerca del río, a pocas cuadras de un río y esconde su pasado!- exclamó -¡Con eso podemos empezar el trabajo!-

El trabajo consistíó en cocinar un pescado del tamaño de un pejerrey mediano, con toda clase de condimentos y con todas sus vísceras. Metió en la parte de la cabeza el nombre completo de Mariana y en la parte de la cola un pequeño dibujo de la cara del hombre pelado que vivía cerca del río.

La ofrenda se depositó con su plato sobre la boca de un potiche turquesa, lleno de piedras, durante toda la noche . La foto de Mariana y el dibujo grande del hombre que vive cerca del río juntos bajo el plato. A la mañana siguiente cortó la ofrenda en dos y envolvió por separado cada parte en distintos paquetes, uno con la foto y otro con el dibujo.

Había que tirar la porción de Mariana al mar y la del pelado que vive cerca del río en un río, y rezar antes de tirar cada paquete. Llamó por celular a un bicitaxi y le dio las instrucciones para el día siguiente.

Me explicó el santero que yo personalmente debía entregar los paquetes al agua. Me pareció razonable. Al otro día me presenté a las ocho de la mañana y los paquetes me aguardaban sobre una mesa bajita. El taxi no había llegado, tardó más de veinte minutos en llegar. El conductor estaba al tanto de lo que había que hacer y el precio había sido acordado con el santero: tres cuc , unos tres dólares.

El mar estaba a cuatro cuadras. El malecón estaba atestado de estudiantes de la escuela de la aduana con sus polleras verdes y camisas caqui. Me senté con disimulo sobre la baranda de piedra y pronuncié las palabras acordadas. Expresé los sentimientos como sugirió el santero, tiré el paquete y volví al bicitaxi.

El río estaba más lejos de lo que esperábamos, tuvimos que atravesar la Habana vieja hasta llegar a la antigua estación de trenes, pasando antes por el Museo de la Revolución. Giramos por una empinada calle que todavía conserva las vías entre los adoquines hasta el puerto ribereño al que no podíamos entrar. El conductor consultó con otro colega que circulaba en sentido contrario, tuvimos que salir de la ciudad y tomar una ruta hasta dar con un puente angosto por el que pasaba un río empetrolado.

Bajé nuevamente, esta vez sin pudor. Tiré el segundo paquete con algo de mala suerte ya que en la caída chocó contra un cable de acero y parte del contenido quedó allí. El resto y el dibujo llegaron a destino.

Le pregunté al conductor si había fallado al tirarlo de ese modo y él, pragmático, me preguntó si parte del paquete llegó al agua. Sí, le respondí. Suficiente, dijo. Y acotó, a Yemayá le alcanza, para eso es diosa.

La vuelta fue más penosa. Debimos parar a comprar un refresco porque el joven estaba agotado, al llegar le agregué diez pesos a la tarifa.

Aún había que encarar el posible suicidio. El santero me derivó a su madrina, una especialista en encontrar las causas profundas de los problemas psicológicos. Según la santera la angustia y la depresión que ahora parecían aliviadas, no era más que una falsa imagen que no solo Mariana le estaba dando a los demás si no a si misma. El aparente éxito en sus asuntos ligados a la actividad estatal, febril y constante, estaban actuando como una pantalla hacia afuera mientras una olla de presión iba creciendo por dentro. Ella podía ser sorprendida por su real situación si ésta afloraba de golpe.

Según Lázara -ese era su nombre-, un par de espíritus familiares desatendidos oprimían a Mariana sin mala intención. Ellos sólo querían de tanto en tanto ver la luz . Lázara me explicó que nombrarlos cada tanto y pedir la luz para ellos les da ánimo y los neutraliza; una pequeña dosis de atención les da felicidad.

Pero antes hay que limpiar la casa donde habita Mariana y también limpiarla a ella. Y nombrar a los ancestros cada tanto. Con eso Mariana iba a andar bien y resolvería sola sus asuntos. Pero ahora necesitaba nuestra ayuda. ¡tome un papel y anote! Me ordenó mientras buscaba en al cajón de la mesa un bolígrafo.

Me incorporé de la hamaca en la que estaba sentado. Todo el tiempo me daba la sensación de que se iba a ir para atrás. Ella me tranquilizaba, – échese tranquilo, no va a caer- .Me incorporé, como dije y me puse atento para ir escribiendo las instrucciones.

Su amiga debe poner un vaso de agua en un lugar medio alto y junto a él encender una vela. Y decir: Pido a las siete potencias africanas y a San Rafael Arcángel , Inglé, para que haga todo lo que sea necesario para que mi mente pueda seguir adelante.

En varias oportunidades alguna persona se acercaba a la reja. Lázara interrumpía la conversación , giraba sobre su silla y sacaba un fajo de billetes separados entre sí con papelitos escritos con nombres y números, buscaba el adecuado , se paraba y entregaba los billetes a la persona detrás de la reja y volvíamos a lo nuestro. Deduje que estaba pagando premios de la lotería que se juega en Cuba usando los resultados que salen de los sorteos de la lotería de Miami.

Siete días después se cambia el agua -continuó la santera- y al octavo día se reza un padre nuestro.

Debe también bañarse tres días seguidos con cascarilla y perfume después de ducharse y pasarse antes un fieltro que contenga maíz tostado, arroz, migas de pan y harina de maíz.

Me dio dos bolsitas con el contenido de la mezcla y me recomendó bañarme de igual modo para no cargar con la energía negativa que saldrá de ella.

Cuando termine de usar los fieltros debe tirarlos fuera de su casa.

También debe usar un collar de guatalá. ¡Ustéd también pongase uno! El marido de Lázara, salió rápido a buscar dos collares de Guatalá. Lázara Bendijo las pequeñas piedras blancas y sumergió el collar en agua varias veces.

Por último me dió una bolsa llena de cascarilla para poner en el agua de los baños.

Me puse el collar de guatalá y cargué los preparados de Lazara hasta el departamento. A la madrugada partí a Buenos Aires.

En el vuelo tuve que consolar a una mujer a quien se le había muerto el marido durante las vacaciones y tenía que repatriar el cuerpo. No paré de pensar cómo explicarle a Mariana sin que se altere, que tenía que hacer los baños recetados y usar el collar de guatalá. No era fácil, ella se sentía esplendorosa y yo le caía con esta historia absurda. ¿Cómo sonar convincente ante quien se siente bien y tranquila? Tenía que generar la necesidad de que se bañe con cosas raras durante tres días, orar a las potencias africanas, encender velas y ponerse un collar.

Mi obligación era intentarlo, agotar los medios para que mis sospechas no se confirmaran trágicamente. No podía imaginar lo que pasaría conmigo si Mariana saltase al vacío. Cierto que ella era una mujer independiente y yo no vivía con ella, no tenía una relación de pareja para ir explicando de a poco las cosas o inventarle otra historia para que ella haga el tratamiento sugerido.

Decidí decirlo directamente, narrarle las cosas como fueron sucediendo.
¡Cómo me caes con estas cosas,! ¿Qué querés que haga? Estas demente, todo esto parece una psicopateada de las tuyas, no me jodas mas.

Y me cortó el teléfono.

Fue una torpeza no hablarlo en persona, con una copa de por medio, en un lugar distendido.

Mi angustia fue creciendo hasta que en un momento pensé: puede que Mariana tenga razón, que todo esto sea una suma de procesos mentales que se potenciaron a partir de un sueño cuyo significado puede ser otro y yo, motivado por vaya a saber qué razón oculta, terminé cayendo en manos de falsos santeros que se aprovecharon de mi angustia.

Cada vez más la reacción de Mariana me pareció razonable y me fui tranquilizando. Me fui al living, encendí un habano y me tome un ron Santiago de 11 años de añejamiento y empecé a reírme de mí mismo, de todo lo que pasé para llegar hasta ese río empetrolado para tirar un pedazo de pescado . Dios, ¡qué pelotudo! Terminé el cigarro, me fui a la cama y me quedé dormido mirando una película.

Dos días más tarde sonó el teléfono. Un amigo me avisó que Mariana se había tirado desde lo alto de su edificio. Me quedé helado, el teléfono se me escurrió entre las manos y se partió en el piso de la cocina. Volví hasta mi dormitorio y me tiré en la cama. Quería dormir, desaparecer, no pensar.
A la mañana siguiente me desperté, me duché y fui hasta el lugar donde había caído el cuerpo de Mariana.

El taxi me dejó a media cuadra, caminé lento entre los árboles y divisé la azotea.

Cuando llegué cerca de la puerta del edificio estaba Cacho, el encargado, baldeando la vereda. Cacho me reconoció y le pregunté como había sido el suicido de ayer de Mariana.

-Yo estaba baldeando la vereda así, como hoy- dijo ,-de repente siento un ruido suave pero notorio. Me di vuelta y era Mariana en la vereda. Yo seguí baldeando- acotó.

¿Cómo? ¿Cómo que siguió baldeando?

Si, no es inusual, desde hace tiempo que Mariana se suicida todas las mañanas a esta misma hora camino a su nuevo trabajo. Me parece que en el Estado según escuché. Y siguió empujando el agua de la vereda con su escoba hasta que se perdía en la alcantarilla .