Amar es tropezar. ¿Cómo que no? No existe el amor lineal, el amor seguro, envuelto y cerrado sobre sí mismo. El amor es —dice Slavoj Žižek— "una especie de desequilibrio cósmico". Y poseído por esos tropiezos fue que Leopoldo Lugones se suicidó en una pensión del delta del Paraná llamada El Tropezón. No recurrió a la violencia arrebatada de un balazo en la sien ni a la dramática escena de tajearse las venas. Tristemente enamorado, el 18 de febrero de 1938, hace exactamente ochenta años, tomó cianuro con whisky y su cerebro se apagó para siempre.
La historia política y literaria de Lugones fue un camino zigzagueante que terminó recto y adherido al establishment. Las influencias del simbolismo francés y luego del modernismo hicieron que su poesía fuera inquietante. Lo mismo ocurrió con el ocultismo en sus ensayos. Terminó escribiendo manuales y biografías por encargo del Estado. En cuanto a su praxis política, empezó cerca del socialismo pero terminó del lado del fascismo —su amigo Alfredo Palacios lo calificó de chauvinista— apoyando el golpe militar de Uriburu contra Hipólito Yrigoyen e intelectualizando el autoritarismo, aclamando "la hora de la espada".
¿Y en el amor? Algo de su naturaleza cambiante parece colarse por ahí también porque, en un momento, ese romance duradero y sólido que construyó con Juana Agudelo estalló en pedazos. "Todo lo sólido se desvanece en el aire", escribieron Karl Marx y Friedrich Engels, y Marshall Berman la usó para titular su libro, y aunque los tres hablaban de otra cosa, del capitalismo y sus vínculos estructurales, ¿acaso la institución del matrimonio para toda la vida no forma parte de ese mandato sistémico? Tal vez sí, pero esa es otra historia.
Lugones tenía 22 años cuando se casó con su joven prometida en Córdoba. Le dedicaba sus libros, hacía gala de su fidelidad, se mostraban junto a su esposa en todos los eventos de la elite. Demasiadas rosas para un solo ramo. Hasta que un día —porque las cosas suceden así, de repente, un día— todo se fue al tacho.
Un día de 1926, como casi todos los días de sus últimos años, Lugones estaba en la Biblioteca Nacional de Maestros —la dirigió desde 1915 hasta su muerte—, en su despacho forrado por una gruesa capa de libros y documentación, cuando una chica de no más de 25 años golpeó la puerta. Él tenía 52.
Emilia Santiago Cadelago era su nombre. Hija única de un ingeniero naval y una madre educada en un colegio de monjas, acababa de recibirse de profesora de filosofía, asistía cada vez que podía a las clases que Lugones daba en la Facultad de FIlosofía y Letras y era, además, una de sus lectoras más atentas. Cuando lo vio sentado sobre su acolchonado sillón de cuero, los bigotes en punta, los anteojos redondeados, la mirada firme, le pidió un libro. Estaba buscando Lunario sentimental, su tercer libro de poemas, publicado en 1909, que en ese momento estaba agotado. Lo necesitaba, le dijo, para un trabajo. Se volvieron a ver en cuestión de días.
El amor fue clandestino y, por consiguiente, intenso. Se veían en un departamento de Retiro, encuentros furtivos, bien escondidos, y se escribían mucho. El intercambio epistolar es apasionante de un modo tal que las cartas que Lugones le escribía —manuscritos certeros y desbordados, llenos de pasión, incontrolables— las enviaba con manchas de sangre y de semen.
Quien mejor cuenta la historia es María Inés Cárdenas de Monner Sans en su libro. Se conocieron en 1932 en la Universidad y Emilia le confesó su romance con Lugones. A su muerte, casi cincuenta años después de la de él, le cedió todas las cartas que guardaba. Las publicó en 1999, bajo el título Cuando Lugones conoció el amor: cartas y poemas inéditos a su amada. "Tu reino es como el de la estrella inaccesible y presente", le escribió en una carta fechada el 24 de octubre de 1932, ya separados porque, sí, las buenas historias tienen finales.
Y el amor se acaba. Separación o muerte, pero siempre se acaba. Nunca es para siempre. Cuando su hijo se enteró de la infidelidad de su padre, intercedió. Leopoldo "Polo" Lugones había nacido en 1897, era hijo único y para ese entonces se aproximaba a los 30. Había sido nombrado por el mismo Uriburu —presidente de facto— como Comisario Inspector de la Policía y fue quien introdujo la picana eléctrica como método de tortura. Su hija, Susana "Pirí" Lugones, fue detenida y desaparecida en diciembre de 1978 por el terrorismo de Estado de la última dictadura. "Soy la nieta del poeta y la hija del torturador", solía presentarse "Pirí" quien —así son los reveses de la historia— fue torturada con el "invento"de su padre.
Lo cierto es que para aquellos días, "Polo" no podía tolerar tal deshonra contra su madre y el descubrimiento de este romance clandestino lo transformó en algo que ya era: un extorsionador. Primero habló con la familia de Emilia Santiago Cadelago y luego con su propio padre. Les dijo lo mismo: o se dejaban de ver o lo haría pasar por loco hasta que lo encerraran en un manicomio para siempre. Las instituciones estatales estaban de su lado; no mentía.
La familia de Emilia la llevó lejos, a Montevideo. Leopoldo Lugones pasó sus últimos años muy triste, demasiado triste para un escritor con tanta vitalidad. Luego de los seis años que duró el romance, se encerró a escribir —¿qué otra salida para un escritor que escribir?— pero no pudo. Llegó un momento en que no aguantó más. Dijo basta; por favor, basta.
"Heroísmo de amar hasta la muerte", escribió en Romancero —según Carmen Alardín, donde están sus versos más argentinos—, un libro intenso, lleno de modernismo, publicado en 1924. "Heroísmo de amar hasta la muerte", es un verso del poema Elegía crepuscular donde habla del amor romántico, ese amor que todo lo puede, no tanto por el ser amado, sino por el amante: hay que ser un héroe para sostener el amor incluso hasta los últimos segundos, esos donde la muerte está al borde del zarpazo y la orden del más allá —si es que acaso hay uno— ya fue dada.
En otro poema del mismo libro, esta idea se expande. "Al llegar la hora esperada / en que de amarla me muera". Así comienza La palmera. Morir de amor, carencia o abundancia. Parecía todo estar predestinado.
Para Jorge Luis Borges, Lugones fue mucho más que un gran autor. "Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco", se lee en Leopoldo Lugones la biografía que escribió con Betina Edelberg en 1955.
En una pensión del recreo del delta, en la confluencia entre el Paraná de las Palmas y el Canal de la Serna, el 18 de febrero de 1938, Lugones pidió una habitación. La número nueve le dieron, al final de la galería. Pidió también que lo llamaran a las diez de la noche para comer. ¿Habrá sido una coartada o realmente habrá pensado que quizás, tal vez, cuando la angustia mermara podía degustar algún plato ribereño, mirar el horizonte y planear una vida mejor? No, desde luego que no, eso era imposible. El desamor aún le dolía.
Antes de suicidarse dejó una carta sobre la mesa. Decía, primero, que no podría concluir la biografía de Julio Argentino Roca. Luego, y a modo de recado póstumo, pidió: "Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos."
Lo encontraron en la cama, retorcido, el rostro violeta. Whisky y cianuro. Como un caballero —agonizando de traje, siempre pulcro—, el poeta nacional Leopoldo Lugones, respiró por última vez. Primero la muerte cerebral, luego los latidos que cesan, después la muerte que aparece con su manto negro. Al final nada, el silencio.
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