En 1948, la revista Idilio, pionera local de la prensa del corazón, lanza un proyecto que hoy, aún con talk shows y redes sociales, sigue sonando de vanguardia: interpretar un sueño de un lector por semana.
El staff convocado para llevarlo a cabo suena tan provocador como la propuesta: dos cientistas sociales (el sociólogo Gino Germani y el psicólogo social Enrique Butelman, fundador de la editorial Paidós), y una fotógrafa germano-argentina formada en la Bauhaus (Grete Stern).
El procedimiento era simple: los lectores (en su gran mayoría mujeres) enviaban su contribución a partir de un cuestionario elaborado por Germani y Butelman, el comité elegía un sueño entre todos los recibidos, Germani lo interpretaba y Grete Stern lo ilustraba con un fotomontaje. A la sombra de un título encantador -"El psicoanálisis le ayudará"-, la experiencia, que duró tres años, produjo una de las rarezas más interesantes que haya deparado la industria cultural argentina del siglo pasado.
Una punta de ese iceberg pudo verse en 2013 en Los sueños. 1948-1951, la muestra en la que el Malba rescataba los 46 fotomontajes que Stern hizo para Idilio. Fuera de contexto -las páginas, la prosa y el arte de Idilio, los textos de Germani-, las imágenes eran potentes aunque quizá demasiado pulidas: afinaban sus filiaciones artísticas (el Dalí director de arte de Cuéntame tu vida, el surrealismo contra natura de la máquina de coser sobre la mesa de disección) pero respiraban mal, como si el recorte al que las sometía el museo las sofocara un poco, confinándolas en un nicho retro que no las traicionaba del todo pero tampoco les hacía justicia.
Los sueños, el regocijante libro que publica Caja Negra, es un poco la revancha de Germani. Saldando en parte la deuda contraída por la muestra del Malba, el acento aquí está puesto en los textos; es decir: en la interpretación que el sociólogo hacía de los relatos de sueños de las lectoras de la revista. No es el único mérito de los editores Syd Krochmalny y Marina Mariasch, que también exhuman la singularidad del proyecto general cuando reponen algo del tejido original en el que vieron la luz esos ejercicios salvajes de psicoanálisis: no sólo los fotomontajes de Stern (que vemos por primera vez junto a los textos que ilustran), sino también reproducciones de la página tal como aparecía publicada y fotos y muestras de otras secciones de la revista (entre ellas, una suerte de editorial titulado "Hay que saber decir no", donde un galán de jopo estruja los hombros de una rubia que lo mira de reojo, y una foto de tapa -diciembre del 48- en la que una mujer con la boca deformada por el esfuerzo se sienta encima de una valija de la que emerge una etiqueta que dice "Mar del Plata", mientras a sus espaldas un Gary Cooper argento supervisa el proceso con una semisonrisa satisfecha, como celebrando la interpretación germaniana que ofrece la página contigua: "El sueño le indicó qué era lo que ella realmente deseaba: aceptar la nueva vida que un hombre le ofrecía", todos materiales típicos de un género que hacía del estereotipo su bandera tanto como su campo de pruebas.
Si festejamos la restitución no es porque restaure el aura del original; más bien porque hace visible la heterogeneidad de materiales, registros, disciplinas y voces que contribuyeron a producir uno de los freaks más curiosos nacidos del encuentro entre las ciencias humanas de punta de la época y la comunicación de masas. Si la muestra del Malba daba época, el efecto del libro es de una contemporaneidad sorprendente. Allá la artista era Stern, sus fotomontajes eran obras indiscutibles y las condiciones que las habían hecho posibles brillaban por su ausencia. Aquí, si hay obra, es una obra inestable, deshilachada, de autoría incierta, y su "valor" es indisociable de su hibridez. Aunque es cierto que en "Los sueños" sigue faltando algo, y algo nada banal: los relatos de sueños tal como llegaban al politburó freudiano de la revista. Las voces de esas mujeres de clase media que, acaso por primera vez, confesaban y compartían en público lo más íntimo que tenían, sus delirios nocturnos, siguen sin oírse.
O tal vez se oigan igual que el deseo: transfiguradas, reescritas, ventriloqueadas por la prosa interpretativa de Germani, que es también, a su vez, la ejecución simplificada, vulgarizada, mediatizada, del método hermenéutico de Freud. No hay original, o si hay original se ha perdido, y si no se ha perdido no sería pertinente, puesto que lo que importa aquí es más bien el modo en que esos incunables (los relatos de sueños de las lectoras, las sagradas escrituras de Freud) se abren paso incluso entre lo que debería amordazarlos. La apuesta conceptual- ideológica de Krochmalny-Mariasch es obvia: antes que distinguir y artistizar componentes, se trata de presentar estos sueños como artefactos psico-socio-mediáticos, avatares de un "género artístico que opera sobre subjetividades situadas en estructuras y procesos de comunicación".
Con todo, "Los sueños" gira alrededor de una decisión fuerte: el énfasis en lo textual. Los héroes del libro son las pequeñas (nunca más de una página) piezas de onirología popular de Germani, el hombre que poco más tarde, en 1957, estaría dirigiendo la flamante carrera de sociología. (La misma, dicho sea de paso, de la que egresaría alguna vez Rodolfo Fogwill, el sociólogo que donaría parte de su prosa a redactar los chistes de los chicles Bazooka.) Son textos compuestos, tan híbridos como el proyecto de articular psicoanálisis, arte y comunicación de masas en una revista como Idilio. Además de "leer" cada sueño en particular, tienen intenciones pedagógicas; el sueño da pie para difundir el saber psi, proporcionar rudimentos conceptuales y metodológicos ("inconsciente", "conflicto", "contenido latente/contenido manifiesto", "condensación", "símbolo") y, sobre todo, ordenar y clasificar esa materia informe y enigmática, a la vez opaca y perturbadora. Es ahí, en el afán clasificatorio, donde Germani parece usurpar el lugar del enciclopedista chino que citaba Borges en "El idioma analítico de John Wilkins". Empieza con una sensatez convencional: hay "sueños universales" y "sueños personales", "sueños directos" y "sueños oblicuos", "sueños de persecución", "de caída", "de obstáculos". Pero pronto
se deja tentar por el empirismo: hay "sueños de formas", "de elementos dinámicos", "geométricos". De ahí a desbarrancar en el particularismo delirante hay un paso: hay "sueños de pincel", "con actores", "de bicicleta", "de pavo real".
¿Gozaba el sociólogo Germani haciendo fracasar así una herramienta crucial de su disciplina? Probablemente: esa clase de fruición secreta (y las inesperadas consecuencias teóricas a que podía dar lugar) explica tanto o más que el dinero muchas de las aventuras extravagantes que las mentes más lúcidas de la alta cultura aceptaron vivir en la selva de la comunicación de masas. Pero hay otro goce, igualmente perverso, que "Los sueños" deja entrever: el kitsch retórico fenomenal, a la vez riguroso y excesivo, didáctico y sentimental, que Germani pone a punto en sus ensayos de interpretación onírica. Porque el software que Germani usa para postular su "lectura desviada" de Freud no es la sociología; es uno menos prestigioso, más afín a lo que la revista Idilio ofrecía a sus lectoras: el software del melodrama. A la hora de monitorear el estado de cosas sentimental de sus lectoras-pacientes, Germani habla más con la lengua de Luis Saslavsky o Carlos Hugo Christensen que con la de Max Weber, y es de ahí, de la ideología equívoca misma de esas "ficciones femeninas", mucho más que del arcano del psicoanálisis, de donde extrae gemas de un dogma psicomoral como: "Los vínculos emocionales que ligan a dos personas no deben nunca fundarse sobre la dependencia exclusiva de una de ellas"; o: "La belleza sólo puede radicar en la libre y sincera manifestación del propio ser".
¿Quién habla en esos epigramas cándidos y aleccionadores, tan henchidos de salud que parecen a punto de pudrirse y reventar? ¿El lado B de Germani? ¿La revista Idilio misma? La pregunta es tan esquiva como la de la autoría (que la edición de Caja Negra pone blanco sobre negro en la heterodoxia de sus créditos de tapa): ¿de quién son "Los sueños"? ¿De las que los soñaron (que nunca aparecen)? ¿De Germani, que los interpretó? ¿De Grete Stern, cuyas "ilustraciones" son en rigor lo que Germani interpreta? ¿De Idilio, que los publicó? ¿De Cesare Civita, dueño de la editorial que publicaba Idilio, que los contrató? Quién habla: la pregunta del millón (quién habla en el sujeto, pero también en el arte, las ciencias humanas, la comunicación de masas), Germani sabía, sin embargo, cómo contestarla. "Habla el inconsciente", dice en "Los sueños". Pero va más allá y lo hace hablar literalmente, como cuando, lidiando con un "sueño de admiración", le hace decir: "Mira, he aquí al hombre que dices querer; no ves en él a un hombre sino a un ser carente de carne, a un puro espíritu, a través del cual sólo vislumbras los libros que le han dado esa sabiduría que, en verdad, es lo único que tú quieres en él, y lo único que admiras. Así será tu vida si llegaras a casarte con él. Nunca lo amarás como se debe amar de verdad, con todo el espíritu y con todo el cuerpo". Sí, es el inconsciente el que habla a través del sueño. Sólo que Germani dice algo más, algo que ya no viene de Freud ni de Weber sino de Manuel Puig (cuya infancia puede entreleerse en estas páginas): que habla con la voz solemne, engolada, hipercorrecta de un narrador de radioteatro.
Fuente: Télam
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