No sin cierto desprecio y sin exactitud, de un tiempo para acá, se ha extendido la idea de que al teatro porteño le sobran livings y familias disfuncionales, que a cualquiera que quiera jugar a hacer teatro le alcanza con poner un sillón en medio de la escena y desarrollar unos pocos conflictos. Nada más errado. Ni es tan fácil hacer buenas historias ni la familia es una novedad. Por el contrario, la familia como tema principal en el teatro ha existido siempre. En todas las épocas y en todas las estéticas, la familia, con sus vínculos, sus opresiones que coartan muchas veces la libertad de sus integrantes, con la incomunicación y la soledad a pesar de vivir juntos, ha sido el puntapié de innumerables obras. Antígona, Edipo, La vida es sueño, La casa de Bernarda Alba, Hamlet y un largo etcétera de las obras consideradas más importantes del teatro universal, aseguran que la familia es un tópico fundamental e ineludible. Ni qué hablar si pensamos que el conflicto principal que tienen Romeo y Julieta para vivir libremente su amor es la enemistad entre Capuleto y Montesco más que ningún otro impedimento.
Con la llegada del realismo (con Chejov a la cabeza), es cierto que los dramas se concentraron en gente común. Ya no había reinados en juego ni la ambición estaba asociada al poder. No. Las reglas del juego cambiaron y con ellas aparecieron nuevas formas. Pero los temas siguieron siendo los mismos. Claro, no son muchos, dirán por ahí, los tópicos universales: el odio, el amor, la muerte… y no demasiado más. Y la familia puede contener en su propio seno todas esas emociones y amplificarlas.
Infobae Cultura seleccionó cinco buenas propuestas en cartel que tienen a la familia en el centro de la escena.
La omisión de la familia Coleman
La historia de esta familia se ha contado ya muchas veces, es pintoresca como ninguna y su recorrido con el éxito a cuestas es un enigma. No porque no sea una gran obra sino porque el fenómeno que significa acá y en todas partes del mundo es descomunal: dos mil funciones, 250 mil espectadores, 22 países recorridos y 14 temporadas. Es que La omisión de la familia Coleman parece haber llegado en el momento justo a ese encuentro con el público con esa fuerza sorpresiva, huracanada.
La omisión es, por definición, la abstención. Lo contrario a la acción que es casi el sinónimo del teatro mismo. En escena suceden, a lo largo de toda pieza, una cierta cantidad de acciones realizadas por los actores. Aquí reina la inacción que se erige como la piedra basal para construir esta obra. Una mujer que elude el cuidado por sus hijos; unos hijos que se crían como pueden; una abuela que cumple muchos más roles de los que debería y una patología desatada y a la vista de todos pero reprimida y silenciada, omitida.
Tal vez su origen, ese que no sospechó en absoluto la suerte que tendría, con esa atractiva historia de la sala al final de un pasillo con vecinos que odiaban ese afán irrefrenable por hacer teatro que tuvo –y tiene- Claudio Tolcachir y el elenco; tal vez por esas verdades que ponían a la luz esos actores; tal vez porque ese living Coleman era casi un living en serio; tal vez porque la crisis del 2001 había pasado sí pero había dejado huellas en cada uno; tal vez porque más que nunca una familia ilustraba al mundo. Muchas dudas pero pocas certezas. Y de ese modo el arte se muestra en su esplendor. Cuando puede hablar sin querer de su presente.
El loco y la camisa
La obra de Nelson Valente es otro de los fenómenos teatrales porteños. Su origen es similar: humilde, sin presupuesto ni demasiadas aspiraciones pero con la fortaleza que tiene algo que necesita ser contado. Así lo entendió el público que empatizó con esa historia de inmediato y que acompaña (aquí y en muchas partes del mundo) a esta familia desde hace 10 temporadas.
Nacida en Banfield –sí, lejos de la ruidosa Ciudad de Buenos Aires- como iniciativa de un grupo de artistas que alojaron los conflictos de una familia disfuncional (y aquí también vale el término sin dudas) en un departamento arriba de la sala Banfield Teatro Ensamble, primero como ensayos y luego, por su potencia y su verdad, encontró ahí su espacio escénico perfecto. Sin embargo, y a pesar de que durante dos años las funciones fueron ahí, en ese espacio inusual y solo para 26 espectadores, la obra no encontró fronteras, viajó, ganó premios, y alejó cualquier idea de que mostraba la argentinidad… No, El loco y la camisa es universal.
Un padre violento, opresor y maltrador, una madre que se come cada una de esas formas de violencia, una hija que quiere más de este mundo y que encuentra un camino sencillo y opaco para cambiar su destino casándose con un chico de mejor posición económica (aquí el Sur y el Norte representan claramente el ascenso social pero que reemplazado por los diferentes localismos se convierte en cuestión universal) y un hijo, Beto, el loco de la familia pero con la fatal virtud de ver la verdad y no poder callarla, contienen todos los estados: la soledad, el desamparo, la violencia y la incomunicación.
El inestimable hermano
Los primeros 45 minutos serán un reservorio de odio contenido. Es que este hermano para nada estimable, Bernardo, interpretado brillantemente por Daniel Hendler, es un ser esquivo y difícil de catalogar pero con algo seguro: una lista espesa de reclamos y un presente invadido por la nostalgia.
Inés y Bernardo se encuentran en la casa de su infancia para preparar el cumpleaños del hermano del medio que no llega. Sus padres han muerto pero los recuerdos están vivos y acechan. En el tiempo muerto de la espera, Bernardo que no soporta el silencio, ensaya un monólogo sórdido repleto de asuntos pendientes. Inés escucha, en silencio, recibe como golpes cada una de las palabras que su hermano pronuncia. Absorbe los recuerdos, las angustias, el legado nada liviano de esos padres que ya no están pero pesan. Parece un ser paciente pero no… A lo largo de la pieza, la patología manifiesta de este hermano se irá tornando cada vez más grave y la ausencia discursiva de Inés explotará cuando menos se espera y de la forma más tenebrosa. De fondo, para que el clima sea realmente opresivo y siniestro, una casa se viste de cumpleaños.
Todo lo que nadie ve
Tiene que reinar el verdadero silencio para que se escuche el caminar de las hormigas entre las paredes de una casa. Y ni qué hablar para poder oír el trabajo que ellas hacen en la madera. Es que sí, en esta obra, pequeña pero cargada de aciertos, los silencios oprimen, gritan.
Una madre y un hijo que han quedado solos luego de la muerte del padre. Son lo único que tienen y por eso temen perderlo. Ese temor llevará al hijo a mantener encerrada a la madre, por amor, por dolor, por miedo, por verla débil. El cautiverio cada vez más difícil de sostener si bien alivia el temor de que algo le suceda los confina a un aislamiento tortuoso. Dos personas que se necesitan más que al aire. Y entonces la pregunta sobre si una de las formas del amor acaso puede ser la necesidad aparece, se instala y ya no hay vuelta atrás.
Las actuaciones profundas, cargadas de sentimientos encontrados serán una de las claves para que la pieza llegue con fuerza a la platea que seguro se sentirá reflejada en alguno de los pasajes. El texto bello combina pasajes teatrales de obras tan célebres como tristes –La gaviota, El zoo de cristal, Hamlet…- que los dos recitan para pasar las horas con los diálogos que amorosamente pero con cierto grado de angustia hijo y madre se dicen en su vida cotidiana.
La primera obra que escribe Javier Rodríguez Cano y que dirige con minuciosidad asegura que los pequeños tormentos de seres anónimos pueden arrojar unas cuantas verdades sobre los vínculos.
Un rato con él
Es, sin dudas, una gran oportunidad para ver en escena a esta dupla explosiva que significa Julio Chávez y Adrián Suar. Además se trata de una buena obra nacional (en este caso es el propio Chávez que junto a Camila Mansilla escribieron esta historia) situación poco frecuente para la calle Corrientes que en general sube a escena obras de éxito probado en alguna parte del mundo. Si a estos dos puntos le sumamos una escenografía deslumbrante a cargo de Jorge Ferrari y una gran producción en uno de los teatros más lindos de Buenos Aires, el combo cierra.
Dos hermanos que hace tiempo no se ven, un padre que al morir les legó una herencia, un encuentro que implica papelerío y cuestiones administrativas, un rato juntos pero no solos sino con abogados que intentarán mediar. Chávez construye un ser solitario, altanero, seguro de sí mismo, amo de esta mansión que siente suya. Por el contrario, el hermano menor (Suar) está de visitante en esa vida que no le pertenece y entonces se manifiesta inseguro. Pero las cosas no son como parecen y los matices de cada uno de los dos le darán profundidad a la pieza.
Para agendar:
La omisión de la familia Coleman, desde el 16 de febrero, viernes y domingos en Metropolitan Sura.
El inestimable hermano, desde el 9 de febrero, viernes 22.15 en Espacio Callejón.
Todo lo que nadie ve, desde el 2 de febrero, viernes a las 21 en Vera Vera.
El loco y la camisa, miércoles 20.30 en Teatro Picadero.
Un rato con él, de jueves a domingos en Teatro Nacional.
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