Por Miguel Sardegna
Yo aún conservo esas primeras impresiones vaporosas que me produjo descubrir Japón. Fue el día que leí Mil grullas, de Yasunari Kawabata. Recuerdo que llegué al final y cerré el libro con perplejidad. Había referencias que se me escapaban, no alcanzaba a comprender del todo la historia que acababa de vivir. Había viajado a un mundo desconocido: me había asomado a la belleza. Hay un goce que precede a la auténtica comprensión, Kawabata es una prueba de eso.
Con el tiempo descubrí que no estaba solo en esta aventura, otros antes que yo también habían avanzado a tientas: en La verdad de las mentiras, al referirse a La casa de las bellas durmientes, Mario Vargas Llosa confiesa haberse preguntado muchas veces cuánto se habrá perdido en el trasiego de los signos originales a los recios vocablos españoles, cuántos matices, alusiones, perfumes o mensajes subliminales habrán desaparecido en el viaje lingüístico de una historia que está tan cargada de simbolismo y de misterio como un texto de alquimia. La solución parecía sencilla: estudiar japonés.
Llevo diez o quince años estudiando japonés para leer a Kawabata (y a tantos otros que se sumaron después, como Mishima, como Dazai). Mi esfuerzo tiene los vaivenes que impone la vida, con esas renuncias transitorias que sirven para tomar impulso y cargar valor.
Durante algunos años di un curso de literatura japonesa en la UBA. También di un seminario en algún instituto asiático. Eran tiempos de pura lectura y de compartir hallazgos, diseñaba itinerarios que conectaban autores y épocas. No escribí una sola línea propia en esos años de docencia.
Ya había escrito cuentos, tenía una novela policial inédita, pero entonces Japón escapó de mis clases y se infiltró en mi literatura. De a poco fue colmando más y más páginas. Supongo que era inevitable.
Hace algunos meses, Editorial Conejos publicó mi segundo libro de cuentos: Hojas que caen sobre otras hojas. Se trata de cuentos japoneses impregnados de la estética de Kawabata, tan atenta a la potencia de las palabras y de los silencios. Hay una visión japonesa de la belleza que se vincula con la sombra, con lo inacabado, con la marca que deja la pátina del tiempo. Con la imperfección. Mi libro juega con esas ideas. Me gusta pensar que tiene algo de Cuentos orientales, de Marguerite Yourcenar, pero con una variante fundamental: si la Francia de Yourcenar está silenciada en aquel libro inolvidable, acá Buenos Aires está deliberadamente presente.
Me explico mejor. Por un lado, hay cuentos puramente japoneses, como el de una familia de Hiroshima que se niega a discutir la Guerra, treinta años después de la rendición. Pero también hay otros en los que el entrecruzamiento de Japón y Argentina asoma más nítido. Hay un japonés que atiende una casita de té en Thames y Gorriti, o hay japoneses que pasaron tanto tiempo acá que cuando regresan a casa ya no entienden Oriente.
Viajé dos veces a Japón. Muchos de los cuentos de Hojas que caen sobre otras hojas los escribí, o los pensé, en el primer viaje. El libro fue cambiando con los años. Mejorando, quiero creer. Incluso el título cambió. Me cuesta ahora pensar que alguna vez tuvo un título distinto a Hojas que caen sobre otras hojas.
El título está tomado de un haiku de Gyorai (1732-1792), esos poemitas nacidos en Japón de tres versos, con 5, 7 y 5 sílabas. Dice Gyorai:
Hojas que caen
sobre otras hojas
gotas que caen sobre gotas
Es un poema de otoño, o invierno. Este detalle tiene alguna importancia para la literatura japonesa, ya que los poemas de las compilaciones clásicas se suelen ordenar por estaciones.
En el idioma japonés no hay plural ni singular, por lo que "hojas" podría haberse traducido como "hoja"; y "gotas", "gota". O incluso "lluvia", que es la suma de todas las gotas. Gyorai usa la palabra ame, que las contiene a todas. Y puede pensarse también una idea más bella: ame es a la vez gota y gotas, y charcos y salpicaduras. La potencia desatada del instante, porque eso es el haiku en definitiva. Un instante. Cuando uno descubre estas sutilezas, cobra sentido estudiar japonés.
Hay otra traducción bastante extendida de este haiku de Gyorai. Me gusta menos, aunque no se le puede reprochar infidelidad al original. Dice:
Hoja que cae sobre otra hoja
sobre montones de hojas, salpicadas de lluvia
en charcos de otra lluvia
Mambo Pablo Rivas, el artista de tapa del libro, le sumó pétalos a estas hojas que caen, dándole un matiz más con el cambio de estación. Pétalos de cerezo primaverales, tatuados en el cuello y la piel de una oiran, una prostituta. La vida tan breve de la flor del cerezo mueve a los japoneses a la melancolía. El cerezo es la primera flor en anunciarse con la primavera, y la primera en apagarse, sin estridencias.
En 2015 volví a Japón, y escribí una novela: Los años tristes de Kawabata. No la terminé allá, apenas me traje un borrador. Sin embargo, hoy no podría diferenciar qué escribí allá y qué acá. El punto de partida de la novela es la noticia que recibe un profesor de literatura japonesa en plena clase, delante de sus alumnos: su padre, que hace tanto no ve, acaba de morir. La historia está atravesada por sus lecturas de Kawabata, que siente cerca. Como un amigo. Por estos días trabajo en una segunda novela, que no es una continuación, pero que de algún modo está emparentada con Los años tristes de Kawabata. Tengo en la cabeza una trilogía del suicidio. Japón me hechizó y no me suelta.
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