¿Puede cierto tipo de amor cambiar la historia?

En “Lo que resta de espejo”, Paola Braslavsky retoma una duda de Theodor Adorno, “¿puede haber poesía después de Auschwitz?”, para revelar un mundo donde el amor y la fascinación se presentan como la única alternativa para no perderlo todo

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“Lo que resta de espejo”,
“Lo que resta de espejo”, la última obra de Paola Braslavsky

Europa de posguerra. Theodor Adorno provoca en 1966 con la pregunta sobre si puede haber poesía después de Auschwitz. París responde con la formación de institutos y grupos de investigación. En uno de ellos, en los ochenta, investigan los personajes de mi nouvelle Lo que resta de espejo (Letra Viva, 2017). Es el caso de Barry y Virginia, ambos licenciados en historia y docentes universitarios. Especialmente, analizan cómo eludir las trampas del Todo, de la perfección. O hasta dónde operan el saber y el pasado para diseñar el futuro. Aun, cómo no quedar atrapados por el pasado, cuando ellos mismos, aunque advertidos, no pueden evitarlo, o no completamente. En esa búsqueda, sus vidas se entrecruzan con las de otros personajes. Hasta que en los bordes del espejo y del amor, ellos deben dar sus respuestas, antes de perderlo todo.

Ese es el marco en el que el espejo, figura que condensa varios matices y sentidos, introduce al lector en las preguntas que, aún hoy después de la barbarie y del poder de la imagen y de las redes, reclaman si no respuestas al menos esbozos: ¿qué significa estar advertidos en el amor y en el mundo de los ideales? ¿Por qué la belleza, el brillo –nombres del espejo privilegiados, si lo hay– cautiva más allá del amor? ¿Qué de Dios, qué de la ciencia, qué de la educación, qué de la sociedad en la apertura de senderos, cuando los bordes en el amor resisten y el brillo seduce sin piedad? ¿Cómo inscribir un orden posible y no ideal con lo que resta de espejo?

El libro tiene una estructura fragmentaria, incluye narrativa, comunicación epistolar, dramaturgia y prosa poética. En los bordes, o mejor inclusive en los silencios que construyen estos fragmentos, se rescatan restos de espejo desde donde algunos personajes podrán reescribirse o reinventarse.

Como psicóloga, y desde el psicoanálisis, siempre me he interesado por las vueltas y la complejidad del sufrimiento humano: amores que aun enferman y soledades arrinconadas en los cuerpos que ni con amor ni con el tiempo pueden aliviarse. Antes, la literatura especialmente me había acercado a obras que, de otro modo, también bordeaban estas cuestiones. En un momento, lo literario empezó a echar su chorro de luz, parafraseando a V. Woolf, sobre mi trabajo en el terreno de la salud mental y, por otro, este hizo lo suyo al iluminar ángulos o aspectos de esas obras, poco atendidos. Esta articulación se plasmó en mi escritura –verdadera instancia de juego y de recreación del mundo. Así nacieron mis primeros libros.

Luego, la necesidad de escribir este. En su "cocina literaria", releí los textos de sobrevivientes y pensadores de la Segunda Guerra Mundial y volvía a mí, una y otra vez, Theodor Adorno con su pregunta sobre la posibilidad de escribir poesía después de Auschwitz.

Un verdadero encuentro. Me conmoví con un haiku de Basho: Vienen de lejos las nubes/ y nos aliviaban / ante la luna brillante. Efectivamente venía a romper esa idealización –¿bien occidental?– respecto del brillo, la perfección, la belleza absoluta, que tarde o temprano muerde al cuerpo. Entonces empecé a crear personajes que se extraviaban en la búsqueda de lo absoluto, cuando no aceptaban la distancia entre lo que querían y la realidad, o entre el ideal -el modelo- y la realidad.

Más tarde, una frase de Borges me conmocionó, decía que por las tardes el espejo nos devuelve la imagen de nuestro propio rostro. Borges creía que el arte era ese espejo. Entonces, pensé que desde el arte los personajes podían encontrar salidas a sus encrucijadas. A partir de ese momento la figura del espejo empezó a mutar, a deslizarse entre cadenas de significaciones muy distintas, a veces, hasta contradictorias. No solo lo que no se veía era espejo, sino lo que aún no había advenido. Mundos, fantasmas –los peores– se interponían entre los personajes y lo que veían. Objetos y nombres devinieron espejos. Algo no cerraba aún. Si bien el arte devolvía la imagen del propio rostro, no era tan claro que pudiera ofrecer la imagen del cuerpo en su totalidad.

Fue necesario desplegar en detalle las problemáticas que encierra el amor, hasta las que enferman, como para ver si surgía algo más. Es decir, si cierto tipo de amor podía torcer el curso de la historia, delinear horizontes no tan hostiles o desoladores cuando el desamor o amor extremo habían dejado cuerpos rotos, cuerpos desamorados –arrinconamiento o aislamiento, exceso de alcohol o psicofármacos, cortes, sexo sin amor. Incluso, si cierto amor, un amor genuino, que invita a lo nuevo –o bien el arte- podía hacerle frente al poder de la belleza.

En el proceso de escritura se hizo necesario jugar en sentido fuerte, recorrer y recrear las diversas tensiones de una manera y de otra, de otra y otra. Fueron surgiendo matices, acentos diversos y reformulaciones a fin de que los personajes y el lector pudieran construir sus verdades, no brillantes pero posibles. Al mismo tiempo, lo absoluto, al dejar escapar a esas verdades, fue mostrando sus límites: extravía.

Las tensiones transitadas en el libro –las ya mencionadas más la historia, Dios, la diferencia generacional, el padre, la maternidad, el género- me llevaron a conversar con autores como Ishiguro, Whitman, Borges, Basho, Tennessee Williams, Antoine Saint-Exupery, Amos Oz, Margarite Duras y muchos otros. Y a retomar personajes que me habían inspirado, como la Virginia Woolf interpretada por Nicole Kidman en la película Las horas (2002) y la caracterización de T.S.Eliot de la película Tom and Viv (1994), por citar solo algunos.

He tomado prestados tres epílogos al inicio de la nouvelle por su intensidad: "Pero a la noche vienen los tigres/Con sus voces tan suaves como truenos/Y desgarran tu esperanza/Y tornan tu sueño en vergüenza", del musical Los Miserables; y de Virginia Woolf "…la mañana que sigue a uno noche rota es una mañana dispersa y rota…" en Momentos de vida y "Lo culpes o lo alabes, no hay forma de negar el caballo salvaje en nosotros" de El cuarto de Jacob. Al final, algo decanta, mi trazo liga lo que resta: "…Se deja sentir ese otro ritmo que habitaba el espejo. El trazo del niño dibuja otra forma de luna. El brillo se opaca. Los tigres ya no descalzan la noche. El caballo juega. Se transparenta otro ritmo, ríe la estrella".

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