En enero de 1972 John Berger sorprendió al impasible público de la BBC con una serie documental de cuatro capítulos, "Ways of Seeing", que desde la primera escena cambió los "modos de ver" el arte. Con indomable melena de rulos, piel curtida por el sol y camisa estampada, el joven Berger se acerca al Venus y Marte de Botticelli y recorta la cabeza de Venus con un cúter. Lleva más de una década viviendo en Francia, ha abandonado la pintura por la ficción y la crítica de arte, ya ha leído a Walter Benjamin y a Barthes, y el ardid ingenioso con que simula vandalizar el Botticelli en plena National Gallery es la forma gráfica, casi situacionista, con la que se dispone a explicarle al público de la TV la transformación radical del arte en la era de la reproducción mecánica.
Enseguida, mientras la imagen de Venus se multiplica en una rotativa, Berger anuncia que en la serie recorrerá la gran tradición del arte europeo, pero no volverá a las obras mismas sino a las obras tal como se ven en la segunda mitad del siglo XX: "Vemos estas pinturas como nadie las ha visto antes y si descubrimos por qué, descubriremos también algo sobre nosotros y la situación en la que vivimos".
"Toda la historia es historia contemporánea", había escrito en su novela G. que ese mismo año ganaría el Man Booker Prize, y esa lectura anacrónica y situada de la historia y la historia del arte no solo alienta la serie documental y el libro del mismo título que muy pronto se convertirán en clásicos de culto, sino también las setenta y cuatro piezas sobre artistas que Berger escribió durante más de cincuenta años y Tom Overton reunió en Portraits. John Berger on Artists (2015). La antología, compuesta con el mismo método del cúter aplicado a su efervescente colección de ensayos, artículos para la prensa, ficciones y piezas teatrales reorganizados según la cronología de las obras, es una historia personal del arte desde las pinturas de la cueva de Chauvet hasta las esculturas de una joven artista palestina, un curso acelerado sobre los grandes maestros del Renacimiento y una fiesta para el lector sensible que descubrirá o volverá a ver las obras que mira Berger como nunca antes las había visto. En español, Gustavo Gili la editó en dos volúmenes y acaba de publicarse el primero, John Berger Sobre los artistas Vol. 1, que se abre con los animales pintados en las rocas de Chauvet 30.000 años AC y se cierra con la prodigiosa materialidad de las naturalezas muertas de Cézanne, que cierran a su manera el siglo XIX y profetizan el XX.
Si todo el arte es contemporáneo es porque Berger mira y lee las obras en un tiempo siempre doble. El infierno de El jardín de las delicias, de El Bosco, por ejemplo, es un espacio sin horizonte, un delirio desigual y fragmentario que bien podría profetizar el popurrí frenético e incoherente del clima mental contemporáneo; la inestabilidad de los retratos de ricos y poderosos con que Frans Hals pintó el espíritu naciente de la iniciativa privada prefigura, si se quiere, las urgencias del ejecutivo del mundo moderno. Pero Berger también lee la obra de un mismo artista en dos tiempos (el salto revolucionario en la concepción del espacio entre las primeras vírgenes de Bellini y las últimas, mediado por el descubrimiento de América y las teorías de Copérnico) y el cambio de su propia experiencia, diez años más tarde, frente al mismo retablo de Grünewald.
Sin abusar del recurso, la historia, la biografía y hasta el paisaje ayudan a afinar el foco en las lecturas, pero es en la atención doble al detalle y al conjunto, y sobre todo en la feliz combinación de concentración y dispersión, perspicacia formal y emoción sensible donde Berger encuentra las claves para precisar las peculiaridades poéticas de una obra o un artista. Las iluminaciones críticas son siempre sorprendentes, pero increíblemente claras y distintas, inolvidables una vez que las hemos visto corporizarse en las obras: el único tema de Miguel Ángel es el cuerpo humano y lo sublime del cuerpo se revela en el órgano sexual masculino; el equilibrio perfecto de las calculadas composiciones de Piero della Francesca nos inmoviliza como nos inmoviliza un funambulista avanzando en la cuerda floja; Velázquez es el pintor de las apariencias que descubrió antes que ningún otro la verosimilitud meramente óptica; Caravaggio es el pintor lumínico del deseo sexual y los bajos fondos. A veces, extremando el esfuerzo de claridad y economía, todo llega a resumirse en un concepto, un sentimiento, una cualidad de la materia: la carne en Tiziano, el fluir en Watteau, la compasión en Géricault, los fondos negros en Cézanne de donde surgen los colores y la densidad de todo lo que existe.
Los argumentos, sin embargo, nunca son demasiado concluyentes y las preguntas que Berger le formula a las obras son tan o más elocuentes que las respuestas. ¿Por qué nos conmueven tanto los retratos de El Fayum (hay uno en la tapa del libro que lo confirma), pintados entre el siglo I y el III para identificar a los muertos en las necrópolis egipcias? Durero fue el primer pintor obsesionado con su imagen, pero ¿por qué se pinta el hombre a sí mismo? Los ataques son categóricos pero el avance de la argumentación es por lo general sinuoso y a veces se tiene la impresión de asistir al ejercicio del pensamiento como si se tratara de un trabajo físico (la observación es de su amigo y discípulo Geoff Dyer), "un viaje alimentado por un venero inagotable de ideas".
El extraordinario ensayo sobre Velázquez, por caso, parte del misterio del Esopo y avanza sin un rumbo demasiado fijo recalando en el escepticismo español, la historia de una perra caída en una zanja, la meseta castellana, el Greco y Goya, hasta llegar nuevamente al Esopo. Algo del misterio se devela en el camino aunque es imposible precisar dónde.
"Observa, mira, reconoce, escucha lo que lo rodea y está fuera de él, y, al mismo tiempo reflexiona en su interior, ordenando incesantemente lo que ha percibido, intentando encontrar un sentido que vaya más allá de los cinco sentidos con que ha nacido". Así ve Berger a Esopo en el cuadro y queda claro que hay algo de autorretrato en su propia descripción del narrador popular, austero, algo escéptico, siempre tocado por la experiencia ("¿Es lo que yo quería ser?" se pregunta más adelante) tal como lo retrató Velázquez.
Porque lo que sin duda se tensa y se resuelve con un raro equilibrio en la lectura es la conjunción de pulsiones críticas difícilmente reconciliables. Lo que hace a Berger único entre sus contemporáneos, dijo alguna vez Susan Sontag, es una combinación de atención al mundo sensual y una respuesta a los imperativos de la conciencia. Su sintonía con la vibración social y política de una obra nunca redunda en el descuido de la materia o las formas. Berger se desliza con la gracia de un surfista por las superficies vibrantes de las piezas pero en los ensayos más deslumbrantes todo -la atención al detalle y al conjunto, al contenido y la forma, la biografía, la geografía y la historia- se desovilla al mismo tiempo y la dilatada conversación con la obra, consigo mismo y con el lector cala tan hondo que cuesta decidir si lo que nos conmueve es la obra o la potencia de su imaginación crítica que nos la ha develado o redescubierto.
De ahí que no sería mala idea pedirle Sobre los artistas a los Reyes Magos, que existen sin ninguna duda como lo demuestran las pinturas de El Bosco, Durero, El Greco o Velázquez. Más que "el libro de la semana" es un legado extraordinario del maestro Berger (1926-2017) y, sin ni siquiera proponérselo, uno de los grandes libros de la historia del arte.
*Fuente: Télam
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