Por Paula Vázquez

Estaba en un salón de clases cuando escuché: para ser río, al río le sobra el nombre. Afuera, el centro de la ciudad oscurecía, los sonidos de bocinas y motores se alejaban. Pensé de nuevo en ese verso dos semanas atrás, en una tarde de sol pleno en Ayacucho, mientras una araña finísima se hamacaba en el marco de mis anteojos y yo leía sin detenerme, esa clase de extraña armonía que sólo sucede en el campo: la araña en su quehacer y yo en el mío.
Desde muy chica las palabras fueron para mí un material esencial. Crecí en una casa sin biblioteca, en un pueblo en el que entonces no había una sola librería. A los ocho años la Navidad me dejó un Pequeño Larousse Ilustrado de tapa roja, con el que cada noche "jugaba", y que aún conservo en mi biblioteca. Después llegó el vendedor de libros por catálogo, una vez al mes tocaba el timbre del portón de rejas verdes que daba a la calle. Mucho más tarde aprendí que el lenguaje nace de algo extraviado: el bebé empieza a balbucear cuando se percibe como un ser diferente a la madre. Decimos, en definitiva, a partir de sabernos solos.
¿Escribimos, entonces, para enmendar esa primera pérdida? No es posible volver a ese territorio antiguo, el lenguaje sólo puede ser una aproximación, apenas un modo de conjugar imágenes hermosas, que no retrasarán la salva, pero que al menos permitirán guiñarle el ojo al fusilero. En mi caso, de esta paradoja nace el impulso de arrojarme en cualquier rincón, sobre el piso, a escribir un verso en los márgenes de un libro, dos palabras en cualquier pedazo de papel que tenga a mano.
El río no necesita ser nombrado. Creo que hay media verdad o cierto engaño o al menos una cuota de misterio en aquél verso. Puesta a elegir, me siento más inclinada a pensar que para fluir o plegarse en la oscuridad de su hondura el río necesita que lo nombremos río, mar dulce, la luz sobre la escama abierta de un gran pez dorado.

Tal vez escribir sea, antes que nada, la pulsión de querer terminar con las preguntas que desde siempre le hacemos al desamparo. O quizás se trate de reparar esa falta, que para las mujeres muchas veces supone caer en ese pozo que es exclusivamente femenino. Porque a pesar de los derechos que tomamos por asalto el pozo sigue presente, y acaso sea aún más oscuro y amenazante para las mujeres que escribimos. Mi primer libro de cuentos, que por estos días distribuye la hermosa Años Luz editora, se llama La suerte de las mujeres, está poblado de protagonistas femeninas y aborda el universo de las arquitecturas familiares.
Entonces me animo a decir que sí, se trata de literatura femenina, sin detenerme a discutir si es una categoría válida o no y sólo en la siguiente clave: la conversión del dolor es una capacidad eminentemente femenina, no de las mujeres, pero sí de la función femenina. Y esta es también la operación de la palabra, porque el lenguaje es por excelencia el lugar en el que las cosas pueden ser otra cosa.
Esa posibilidad nos muestra que hay algo más allá a lo que tenemos derecho y es en este sentido que mi oficio de escribir puede ser considerado literatura femenina. Los cuentos de La suerte de las mujeres de algún modo cumplieron esa misión: cerraron para mí ciertos agujeros del territorio de la infancia, de mi relación con las mujeres y con la muerte. Se produce una clausura, pero la pulsión vuelve a surgir en otro lado. Hay que amar las pérdidas, y volver a empezar.
Aquella tarde en el campo, como le sucede a la protagonista del relato que cierra el libro, estábamos la araña y yo. Esta vez dejé que se descolgara hacia la nada, sacudí los anteojos con un movimiento leve, ella cayó, se fue a otro oficio, yo seguí en el mío. Miré hacia arriba. En lo alto de la araucaria alta una piña empezaba a formarse. Llegan a pesar dos kilos, se parten con el golpe, dejan pequeños cráteres en el jardín. Una vez conté más de treinta. Más allá, contra el alambrado, los frutales se movían en el viento. Algunos duraznos ya caídos sobre el pasto, los pájaros comen hasta llegar a su corazón negro, y después se van.
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