Por Alicia Dujovne Ortiz
Todo comenzó el día en que me llamaron para participar de una mesa redonda en la Maison d'Amérique Latine de París sobre los femicidios en la Argentina. Dije que sí, por supuesto. A continuación, me preguntaron si también quería hablar sobre Milagro Sala. Mi respuesta resultó más brumosa: "En principio no creo, pero déjenme unos días para pensar". Al cabo de esos días llamé a los organizadores para darles lo que sonó como un veredicto: no solo quería hablar sobre Milagro Sala durante ese encuentro, sino escribir sobre ella. Un libro. Las Editions des Femmes, vieja y combativa editorial feminista fundada en los setenta por Antoinette Fouque, aceptaron el tema con verdadero fervor, el encuentro sobre las mujeres asesinadas tuvo lugar el pasado 10 de mayo y el 12 me encontré rumiando la historia de Milagro a bordo de un vuelo París-Buenos Aires rumbo a Jujuy.
¿Qué había sucedido entre tanto para hacerme saltar sobre el primer avión como si en ello me fuera la vida? Ante todo, el haberme dedicado a leer atentamente todo artículo periodístico referido a la dirigente social del norte argentino, chorra para algunos y revolucionaria para otros y, en segundo lugar, o en primero, lo inexplicable: la repetida experiencia de haber sido elegida por un personaje antes de que yo misma lo eligiera a él. Sin embargo, a diferencia de todos mis personajes anteriores -de Eva Perón a Maradona o a mi padre, el camarada Carlos, pasando por Dora Maar, las prostitutas Mireya y Myriam, Anita Garibaldi, la Madama Lynch, etcétera, etcétera-, este estaba vivo y en peligro de muerte.
A bordo del avión, lo que también rumiaba fueron las frases de algunos de mis amigos, que no sé si lo siguieron siendo a partir de entonces: "¿Qué bicho te picó, te hiciste kirchnerista?"; "y bueno, cada uno se incinera como quiere"; "¿pero lo vas a firmar con tu nombre, el libro?". Dejando de lado el elemento picante o urticante de las mentadas frases, lo cierto es que en ese momento me hubiera sido imposible contestarlas: otro fenómeno inexplicable de la escritura consiste en no saber qué se piensa sobre un tema hasta no haberlo escrito. En cambio, tenía claro que al abandonar de buenas a primeras mi apacible campito del centro de Francia, justo cuando llegaba la primavera y se abrían las rosas, para irme al otro extremo del mundo con mis setenta y ocho años, la mochila a la espalda, a meterme con una historia plagada de contradicciones, estaba realizando un acto político, pero no partidario. Un acto de justicia social, es claro, y de absoluta independencia: si no me había "casado" con Evita al escribir su biografía, también estaba segura de no contraer nupcias con Milagro.
Cuando, una vez en Jujuy, el sindicalista Nando Acosta, que fue su maestro, se autodefinió como un "anarco-peronista", me alegré de escucharlo y le respondí que el primer término de la palabra me interesaba más que el segundo. Esta escritora anarca que soy, le dije, o pensé decirle, guarda su distancia crítica, indispensable desde el punto de vista moral y literario, no se hace kirchnerista ni antikirchnerista, no necesita justificarse por serlo o por no serlo, no se incinera porque no se embandera, lo cual no significa que no comparta, y firma con su nombre todo aquello que su conciencia le indica.
Después llegó el amor. En el acto. Supongo que en el fondo ya estaba, por eso la decisión del viaje, pero apenas pisé tierra jujeña se dibujó con claridad. Mi primera entrevistada, una tupaquera -del nombre de la asociación barrial Tupac Amaru fundada por Milagro-, llamada María Molina, me contó la aventura desde el principio: cómo Milagro comenzó a hablar con los muchachos de las villas de igual a igual, porque ella misma conocía la vida del pibe sin trabajo que cae en la droga "para huir de la realidad" -una huida que al poder le viene muy bien para tenerlo quieto-, y de las madres solteras de trece años, y de las mujeres golpeadas, y cómo les devolvió la dignidad gracias a la Copa de Leche, así, con mayúscula.
Ese fue el gran invento de Milagro, el que le permitió matar dos pájaros de un tiro: sacar a los muchachos de la droga haciéndolos sentirse útiles, y darles a los chicos que vivían a pan y agua "algo calentito para ponerse en el estómago". Pero antes de la Copa de Leche, me iba contando María Molina mientras me escudriñaba para ver mi reacción, que debió de parecerle satisfactoria porque me apretó la mano, estuvo el Horno de Barro. ¿Cómo conseguir el puñadito de yerba o de harina necesarios para servir la merienda? Horneando pan o pizzas en esos hornos campesinos de los que ya nadie se acordaba, y vendiéndolos por la calle. Con el producto de la venta podrían ofrecer un chocolate, un matecito, unos bollitos recién amasados, y poner unos globos a la entrada del barrio para anunciar la noticia, de modo que los padres, intranquilos ante esos atorrantes que de repente pretendían haberse vuelto buenos, trajeran a sus hijitos a tomar la leche. Una chamana boliviana a la que conocí en París me explicó ese principio fundamental que viene del Incario: el que recibe tiene que dar. Y Milagro lo sabía: por eso los pibes chorros, los drogadictos, los culpables del delito de portación de cara a los que ella les regalaba nada menos que su confianza, se curaban con el simple gesto de entregar algo.
Al día siguiente me encontré cara a cara con Milagro Sala, en ese Penal de Alto Comedero de donde a veces la sacan para llevarla a una casona ruinosa con la Gendarmería en la puerta, y adonde a veces la devuelven, nunca sabremos por qué. Era mi tercera cárcel: la primera fue la de Neuquén en 1944 para visitar a Carlos Dujovne, mi padre, preso con todo el Comité Central del Partido Comunista argentino, y la segunda, la de San Martín, donde alrededor de 2005 fui nombrada madrina del taller literario del Pabellón Nº 48 de alta seguridad. No por tener experiencia, el chirrido de las rejas que se cierran a las espaldas araña menos los huesos. En mi libro afirmo que cuando Milagro se me acercó me pareció reconocerla. Por las fotos, pero también por su cara de estatuilla aymara, y por alguna otra cosa inasible en la que no entro porque sigo sin captarla del todo, pero que explica lo que un poco más arriba me he atrevido a llamar amor.
Ya me habían prevenido, sentarse a conversar tranquila con Milagro es tan imposible como "encerrar el viento en un frasco". La frase pertenece al marido, Raúl Noro, el viejo periodista de gran familia jujeña que abandonó la vida cómoda de la "clase dominante" para seguir a la "negrita" de un metro cincuenta, inspiradora de una revolución profunda y original basada en esos marginales y esos desocupados a los que Marx llamaba lumpen proletariat, con poca simpatía dado que en su época el trabajador asalariado era explotado, pero trabajo había. Así que no me senté junto a la mujer ventosa, sino que la invité a dar vueltas por el patio de la cárcel. Ella no contestó preguntas, sino que se limitó a describirme lo esencial: ese día de 2004 en que Néstor Kirchner la llamó para invitarla a la quinta de Olivos.
El diálogo entre el gigante bizco de saco cruzado y la morochita de trenzas vale la pena. Debo decir ante todo que el "gringo" (en Jujuy todo blanco lo es, extranjero o no) estaba demostrando un extraordinario olfato al elegir a Milagro de entre las tantas mujeres que después de 2001 organizaron cooperativas en todo el país. Para escribir mi libro ¿Quién mató a Diego Duarte? Crónicas de la basura recorrí los asentamientos de los alrededores de Buenos Aires, construidos sobre descargas de porquerías y junto a la montaña pestilente del CEAMSE -a la vez fuente de trabajo y supermercado donde se puede conseguir comida en buen estado que el sistema cobra por enterrar-, montaña que escalé disfrazada de cartonera. Allí me encontré con varias Milagros emprendedoras, lúcidas, corajudas. ¿Entonces por qué la Milagro coya y no las otras? Quizás porque para ese momento la jujeña movilizaba a una población entera con su Copa de Leche y con su Horno, pero también con su proyecto de construir casas, proyecto para el que lo tenía todo salvo una cosa, la plata.
Y el gringo le habló de plata, justamente, para hacer casas, le preguntó si tenía cooperativas, arquitectos (ella no tenía nada, pero le dijo que sí), y sobre todo le formuló la gran pregunta, "¿vos amás a tu patria?". Seguramente no esperaba que ella dudara. Tras una pausa, Milagro contestó: "Sí, claro, soy argentina, pero sobre todo soy de América, de antes de los conquistadores, cuando no había fronteras". "Te entiendo", le dijo Néstor, y le propuso una suma suficiente como para levantar ciento cincuenta casas en cuatro meses. Ella pensó: "Yo con eso hago el doble de casas en la mitad del tiempo". Cosa que hizo, poniendo a trabajar a sus tupaqueros día y noche, hombres y mujeres a la par. Nunca habían puesto un ladrillo sobre otro, pero para ellos el esfuerzo tenía sentido porque todo era de todos. Las ciento cincuenta casas estuvieron listas en poco tiempo, y sobró lo que en la Tupac Amaru llaman "los vueltos", con los que Milagro fue construyendo centros de salud, escuelas, piletas (su gran obsesión después del día en que, siendo chica, le prohibieron la entrada a una piscina a causa del color de su piel).
Los famosos vueltos le permitieron proporcionar las tres cosas que los tupaqueros pedían puño en alto -trabajo, salud, educación-, pero también estuvieron en el origen de los problemas de Milagro con el gobernador Morales, su enemigo. Ella se comportaba como una madre con su gente, cosa no siempre útil porque los sentimientos hacia la mamá pueden ser contradictorios, y como una Evita anarquista y antiburocrática con el papeleo administrativo. Néstor le daba para hacer casas en Tilcara y ella decía: "Bueno, pero en Maimará las necesitan más". La necesidad, su única ideología. Las casas de Maimará están ahí, sobre la tierra, habitadas por personas humanas, pero en los papeles no existen. Con mala leche, y que la hay la hay, era fácil hacerla pasar por una "negra ladrona".
A verla en la cárcel fui cuatro veces. Pude haber ido seis, las visitas estaban permitidas tres veces por semana, pero no aguanté. Casi me vuelvo alcohólica. Viendo a las carceleras serviles y melosas conmigo, pero crueles por la noche cuando todos se van, cuando pueden repartir tranquilamente pateaduras, trompadas, impedir que las presas duerman, que vayan al baño solas (sobre todo cuando la presa se llama Milagro), al salir de cada una de esas visitas necesité imperativamente tomarme un whisky. Además entrevisté a unos quince tupaqueros, me fui a Humahuaca a hablar con los coyas a los que Milagro no convence del todo porque la encuentran verticalista, lo cual es muy cierto; me fui a Las Yungas a ver a los guaraníes que por su parte la adoran, y al Ingenio Ledesma del genocida Blaquier, donde el gordo y emotivo Beto me contó lo que habían sido sus vidas de trabajadores golondrina, sin casa, compartiendo una letrina con quince familias y tomando el agua contaminada de una canilla única situada al lado de esos baños inmundos, y cómo, al entrar por primera vez en una casa de material con un inodoro de verdad, su padre lloró. También hablé con intelectuales que la apoyan, pero con una distancia crítica muy comprensible. ¿Es posible penetrar ese otro planeta que es el universo de la marginalidad? En cambio, hablar con los enemigos de Milagro me pareció inútil: para saber lo que piensan basta con leer lo que dice la prensa de Morales. Una prensa comprada y amenazada: los diarios, las radios, las televisiones jujeñas no reciben publicidad a menos de echar pestes contra Milagro Sala.
La "investigación de terreno", como dicen los antropólogos serios, me llevó veinte días, y la escritura del libro, que en Francia se titula Milagró Salá. L'étincelle d'un peuple, un mes. Si en algo estábamos de acuerdo las editoras y yo era que las papas quemaban. Había urgencia, y así como yo había soportado estoicamente el olor a patas de los mochileros que compartían mi cuarto en el albergue "para la juventud" donde me alojé por obvias necesidades de orden financiero, del mismo modo escribí mis ciento cincuenta páginas con el frenesí de los tupaqueros al construir sus casas. Escribir me alivió, eso siempre sucede, por triste y por terrible que sea un tema, y este lo es. En un video filmado en la casona en ruinas, Milagro se declara muy preocupada porque la llevan de una cárcel a otra, y porque en esa casona donde supuestamente cumple su arresto domiciliario, está en manos de esa misma Gendarmería que también en el sur de la República hace de las suyas. También yo estoy preocupada, muy preocupada. Tampoco logro entrever el final de esta historia. No creo que un libro sirva para salvar a nadie, pero tuve que escribirlo y lo hice, el porvenir dirá.
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