Comencé a escribir la novela Cabeza de Tigre, recientemente editada por Marea, para cerrarle la puerta a la muerte. Pero por lo general escribo para no enloquecer, para salir de la jaula en la que me revuelco. Un tigre se desliza por los bordes internos de los barrotes y siempre está expectante para dar el salto intrépido contra la presa. Yo soy el tigre y mi presa serán las cinco primeras páginas de un libro; los barrotes son lo que necesito derribar para crear nuevas formas en el lenguaje. Allí comienza la novela, en esas cinco primeras páginas y en la libertad de un jaguar en el monte. Ellas me señalan un rumbo, un lenguaje, un tono y, como un secreto, escondo la historia que me dispongo a contar. Esa fiera indomable que me habita se calma cuando imagino mundos, cuando agazapado me envuelvo en mi infancia, hago de ella una recreación infinita, y en cada nuevo universo encuentro un goce.
En el bar de la facultad de artes de Tucumán, mi hermano Eduardo, que era historiador, me relató un episodio poco conocido de la historia: al día siguiente de la celebración de la Independencia en Tucumán, en 1816, se decidió que esas Actas originales, que llevaban la firma de todos los congresales, debían llegar a Buenos Aires de manera inmediata. Y para llevar a cabo este fin se convocó a un chasqui llamado Cayetano Grimau. La orden fue atravesar el norte hasta llegar a Buenos Aires en el tiempo récord de quince días. Pensar en cabalgar 1200 kilómetros, cuando en el presente nos resulta cansador tomar un micro y transitar esa distancia, ya de por sí se hizo para mí un desafío. Quince días sobre una montura esquivando enemigos, con el pánico de ser sorprendido con una flecha certera por la espalda. La cabalgata por sí misma me figuraba una novela. Yo era Cayetano cabalgando, era en la novela lo que nunca seré en la vida, alguien capaz de cruzar tres provincias montado en un alazán.
A mi hermano le encantaba romantizar la historia, hacer de ella un cuento vívido de pasiones. Él hablaba de que el chasqui debía reventar caballos para llegar a cumplir la misión a tiempo. ¡Una exageración! Nadie reventaba caballos, para eso existían las postas. Pero desde su imaginación, la tropilla de animales de Cayetano caía extenuada.
La urgente misión del Chasqui de la Independencia fracasó: a la altura de Córdoba, en un paraje llamado Cabeza de Tigre, le robaron las actas, que se perdieron para siempre. Esa anécdota de la historia la guardé. Un día, mientras recorría Córdoba en auto, tiempo después de la muerte de mi hermano, tropecé, como dictan las casualidades o el destino, con un pueblo llamado Los Surgentes (Cabeza de Tigre). Se trataba del mismo paraje con otro nombre. El sitio exacto en donde le habían robado las actas al chasqui y el sitio en donde fusilaron a Santiago de Liniers, el ex virrey y héroe de las Invasiones Inglesas.
A mi regreso investigué el pueblo y me encontré que en los años 70 habían fusilado, allí mismo, tal vez cerquita de la sangre de Liniers, a siete jóvenes que luchaban por la patria socialista. Los Surgentes (Cabeza de Tigre) pasaba a ser, en mi imaginario, un sitio en donde la historia se repetía.
Se llamaba Cabeza de Tigre porque, en otros tiempos, era un sitio de jaguares, bellos felinos que fueron extinguiéndose a causa de la tala de los montes. Me inspiró imaginar la danza de los jaguares en ese espacio infinito en contraste con esos tres hechos infames. Todo daba como para ser narrado. Ya contaba con tres historias. Había que unirlas, había que encontrar un tono y un lenguaje.
Mi padre era un ser sensible que se deleitaba inventándonos historias. Alejado de lo intelectual, se apasionaba actuando con fervor esos cuentos nacidos de la improvisación. Mi hermano y yo éramos sus espectadores, y vivíamos esos cuentos hasta el llanto. Todo acontecía por la noche, antes de volcarnos al sueño y, cuando mi padre se retiraba, era el
momento de comentar en voz baja los acontecimientos del relato. Así fue como inventé un personaje llamado José Antonio que cuenta estas tres historias a sus hijos.
El tono épico de Cayetano no estaba lejos del de Monteagudo en Monteagudo. Anatomía de una revolución, mi novela anterior, pero no era el mismo tono de José Antonio contándoles a sus hijos las historias. Allí tenía los dos tonos de la novela. Cuando escribo no pienso, mi cuerpo es el que piensa, mis vísceras piensan. Una vez escrita la novela, otro hombre, el Marcos Rosenzvaig ensayista, puede hablar de los tonos y del proceso de creación de Cabezade Tigre.
En una parte de mi cuerpo estaba mi hermano. En la otra, un deseo de venganza: la de José Antonio contra los asesinos de Los Surgentes. Y una última parte de mi cuerpo respiraba en el amor, en una historia de amor, la de Cayetano Grimau que debe abandonar a su enamorada en Tucumán para emprender este viaje. Lo que une a estas tres partes es un relato de ribetes policiales: José Antonio empeñado en recuperar la partida de nacimiento original de la historia de los argentinos, las Actas del Congreso.
¿Quién no tiene en la memoria un amor que no pudo ser a causa de las distancias? De Cayetano Grimau solo sé de su frustrada misión, lo que vivió es un enigma para ficcionalizar. Allí descansa la novela. Yo hago de su amor mi antiguo amor, y entonces dejo mis vísceras en el tablero y me pongo a escribir. Soy libre de hacer de esa aventura un magma fantástico.
Resumiendo: tengo tres historias que contar desde los ojos de un personaje ficticio llamado José Antonio. Tengo una vida, la de él, empeñada en la búsqueda de las Actas; Ana, su mujer, tuvo desde niña la pasión por el piano. Las pasiones tienen impedimentos para llevarse a cabo, y si no los hubiera, probablemente, no habría novela. Esas rocas que entorpecen nuestro camino pueden ser los padres, un marido, miedos, tantas cosas, tantas frustraciones escondidas. Pero yo siempre intento superar a la realidad, transitar esos caminos que a veces rozan lo ilógico. Ella no tiene piano, lo toca el aire. Digita a la perfección, pero sobre un piano de cielo.
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