Cuando Alejandro Parisi escuchó la historia de Hanka, conoció "los escalones más bajos del nazismo". Él ya había escrito sobre el tema, lo había estudiado, sabía fechas, episodios, eventos colaterales y había conversado con muchos sobrevivientes, pero este viaje narrativo y confesional estaba teñido por un color distinto. "Si bien había escrito dos novelas sobre el Holocausto, no había escrito nada parecido a lo que vivió ella. Más allá de la cuestión humana e histórica, me pareció que literalmente tenía un potencial enorme", dice Parisi en el estudio de Infobae TV. A su lado, en una silla blanca igual a la que él está sentado, Hanka Dziubas Grzmot, protagonista del libro Hanka 753 (Editorial Sudamericana), habla con paciencia y concentración. Sus ojos azules se ven sinceros, su boca se mueve lenta pero contundente. Sus palabras narran un drama, quizás el más grande de la historia de la humanidad. Hanka está acá, ahora, frente a las cámaras, dando testimonio de lo horrible que es el mundo, pero de lo hermoso que puede ser. "Los chicos que perdieron la vida en el Gueto de Varsovia —cuenta— escribieron con sangre 'no nos olviden', ¿y cómo los iba a olvidar? Mientras Dios me dé salud, voy a contar todo lo que pasó. Que la juventud nunca en su vida pueda olvidar una tragedia tan grande."
Hubo un primer intento con una escritora, pero por motivos personales dejó de asistir a las citas con Hanka. Luego, cuenta, habló con Alejandro Parisi — tiene dos libros sobre el tema: El ghetto de las ocho puertas de 2009 y La niña y su doble, de 2014— quien de inmediato se interesó en su historia. Ella quería dar un testimonio completo, escribir todo lo que le pasó. Se juntaban tres veces por semana y así pasó un año entero. "Decidí escribir el libro cuando volví de la Marcha por la Vida", comenta ella sobre el viaje que hizo en 2015 al campo de concentración y exterminio de Auschwitz. La Marcha por la Vida es una iniciativa, la primera fue en 1988, por la que estudiantes secundarios viajan a conocer la historia del Holocausto. Ella había ido varias veces a Europa, junto a su marido León Grzmot —fallecido en 2013—, pero nunca había vuelto a Polonia, a pisar ese lugar que la tuvo cautiva durante años. Luego de pensarlo varias veces, finalmente fue con los estudiantes de ORT, quienes "me hicieron sentir el calor de madre e hijos, ¿me entiende? Yo en mi vida nunca sentí el calor de una madre."
Cuando la Segunda Guerra Mundial estalló, tenía 9 años. Pero la tragedia de Hanka empieza antes: perdió a su mamá cuando tenía un año, eran siete hermanos. "Mi padre nunca quiso traer una madrastra a la casa, porque era muy difícil criar siete hijos, trabajar y educarlos. Eramos todos de poca edad. De a poquito desaparecieron los hombres de mi casa. El mayor tenía 18 años y ya lo llevaron a defender Polonia. No sabía en su vida lo que era tener un revólver en la mano, ¿cómo puede defender? El otro hermano fue con una chica a esquiar y desapareció en la calle. Hasta el día de hoy no sabemos nada. Y el tercero quedó en casa pero cuando vio que los hermanos no estaban, él también se fue y desapareció", cuenta, y continúa: "Cuando me sacaron a mi padre, en el año 42, para mí el mundo se vino abajo. Pero mis hermanas me decían 'unos días, unos días más, fue a trabajar, va a traer plata y vamos a comer lo que queremos'. Nos quedamos tres hermanas y no teníamos comida. Ellas fueron a trabajar, yo no podía, tenía 12 años, no me dejaban. Sufrimos muchísimo hambre."
Ya sin su padre, esperaban lo peor. Y lo peor llegó. Primero estuvo en el gueto de Lodz, luego sí, el infierno, Auschwitz. "Auschwitz es indescriptible —dice con los ojos abiertos, como si reviviera todo, como si lo estuviera viendo de nuevo—, primero nos cargaron en camiones de carbón. Cuando llegamos a destino, en la puerta, la entrada estaba electrificada, ¿así se dice? Había colgado un hombre. Entramos, éramos negros, uno no conocía al otro. Nos pelaron de arriba abajo, nos bañamos y nos mandaron al Bloque 5. Nadie sabía que éramos hermanas porque corríamos peligro. En Auschwitz recibimos un plato de sopa para cinco, no había ni cucharas, ni cucharitas, ni tenedor ni nada. Una ollita y nos pusimos las cinco, la última nunca comió. Había una tristeza grande. Ahí nos sacamos la cosa de la humanidad para ir al baño. Tampoco se podría ir cuando uno quería."
El desenlace que parecía ser irreversible, Hanka lo sintió. Era una niña, muy chica, pero lo sintió. Una sombra que crecía y crecía a sus espaldas, que cubría todo de negro. "Estuvimos parados dos noches y un día al lado del crematorio para quemarnos con un olor a carne que la verdad ni se podía estar. Pero se ve que existe Dios, yo creo mucho. Después de casi tres días nos llevaron al Bloque 5, y me parece, no sé, fue para mostrar al mundo que alguien quedó vivo. Entonces nos llevaron a Berlín, a una fábrica de municiones. Ahí trabajamos, y la vida mejoró, porque nos podíamos bañar: no nos bañamos ni una vez en el campo de Auschwitz. Nos bañamos y nos dieron más comida, y la verdad que trabajamos. Imagínese, estuvimos satisfechos, como uno dice (…) Después se sentía que estaba por terminar la guerra, ¿sabe? Porque desapareció una parte de los alemanes, había solo chicas que nos cuidaban porque vivíamos a dos cuadras de la fábrica. Nos iban a buscar a la mañana y a la noche continuamente nos contaban, para ver que no faltaba nadie. Hubo un fuerte bombardeo, varios heridos, vino la ambulancia y los llevó, pero una chica me dijo, no sé si era judía o alemana, porque todavía nadie había vuelto, que me escondiera en el baño. Ahí me quedé y ella me vino a buscar cuando terminó todo, y por eso quedé viva".
Sobre el libro que narra todo esto, Alejandro Parisi cuenta: "El mayor desafío era no caer en el golpe bajo, porque ya la historia tenía una fuerza conmovedora. Mi función era más de narrador que de escritor; el protagonismo lo tenía que tener Hanka porque su vida era una historia totalmente contundente". Y agrega: "Ella, con una memoria totalmente precisa, me contó todo. Mi función tenía que ser ayudar a Hanka a encontrar a esa nena de nueve años que tuvo que dejar de ser cuando llegaron los nazis". Por su parte, Hanka continúa con su relato, trata de no olvidarse los detalles, trata de abarcarlo todo en esta charla. De pronto dice algo en alemán. Vuelve sobre sí: "Me faltan algunas palabras del castellano" y sonríe. Luego fue trasladada a Ravensbrück, un campo de concentración de mujeres. "Estaba por terminar la guerra. Había fuertes bombardeos. Dormíamos en la fábrica, en el sótano. Nos llevaron a otro campo donde había sólo hombres. También había un hombre colgado en la reja eléctrica. Ahí estuvimos unos días esperando el tren. Eso no lo puede contar. Si usted ve… un ser humano no puede ver eso. De la reja no se podía ver". Parisi comenta que allí había presos políticos, abrumados por la enajenación y el hambre. "Ahí tenían mujeres completamente locas. Un manicomio, nunca vi algo parecido", dice.
"Un día llegó la Cruz Roja. Roosevelt tenía reunión con 33 países. Tenía que solucionar la vida de los judíos. Yo pregunto ahora al mundo, ¿por qué no lo podían solucionar?", se pregunta y agrega: "La pregunta es dónde estaba Dios. Uno nunca la puede contestar ". Son varios los interrogantes que pueden hacerse, pero también afirmaciones desoladores. "No se puede escribir poesía después de Auschwitz", dijo, por ejemplo, el filósofo Theodor Adorno. Pareciera que ni vida podría haber, que todo debería derrumbarse, como un fracaso, el de la humanidad, de la razón. Sin embargo se continúa. Cuando todo terminó, o eso parecía, fueron a Hamburgo y luego a Dinamarca. Mientras esperaban, "nos atendían como seres humanos, no como animales". Finalmente, en Suecia fue todo un gran alivio. "Nos revisaron de arriba a abajo. Una parte estuvo en el sanatorio. Cuando entramos a Suecia, de lejos vimos un horno y gigante y entre nosotros nos decíamos: 'Ya me da igual la vida o no'. Dije: 'Dios mío, ¿por qué nos trajeron a quemar acá?' Uno lloró. Después nos sacaron la ropa y tiraron la ropa durante el viaje por si teníamos alguna peste. Nos bañaron, nos desinfectaron y nos dieron ropa. Y ahí estuvimos libres".
Libres. Qué palabra. Libres. Después de una experiencia así, la libertad cobra otro sentido. Quizás, el verdadero.
"El optimismo —dice Parisi— está en las ganas de Hanka de contar su historia, de enfrentar su propio dolor, de contar cómo le arrancaron a su papá de los brazos, cómo la humillaron, cómo estuvo 36 horas delante de los hornos. Sobre todo apuntado a los jóvenes, ella hace hincapié en ellos, que son los únicos que puede cambiar la historia, porque generalmente la discriminación y el racismo es parte de la ignorancia". En Suecia, ella trabajó en un laboratorio, entonces obtuvo un diploma. También recibió un carnet para ir como oyente los días sábado a la Facultad de Química. Eso le permitió que, al llegar a la Argentina, la cosa fuera mejor. "El destino nos trajo a Argentina. No sabíamos el idioma, no podíamos hablar". Tenía una hermana, la mayor de todas, que se casó y en 1938, justo un año antes que se desatara la guerra, se vino a para acá. "Después de la guerra se enteró por el diario que estábamos vivos", cuenta. Parisi, a su lado, la escucha como si todo fuera nuevo, como si nunca la hubiera escuchado. Se permite volver a conmoverse. Es que la historia de Hanka es la historia de la humanidad: de tragedia y de lucha, de opresión y de resistencia.
Cuando empezó la guerra era una niña; cuando terminó, una mujer. Se casó con León Grzmot, otro sobreviviente. Tuvieron hijos. Tuvieron nietos. Apostaron a construir desde el amor. Hicieron todo para que la memoria se conservara. Ella, a su edad, todavía lo sigue haciendo. Eso es optimismo.
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