Por Damián Tabarovsky
Estas notas se ocupan habitualmente de libros nuevos. ¿Entonces por qué detenerse en La piel de caballo, de Ricardo Zelarayán, escrito entre 1974 y 75, publicado originalmente en la editorial Catálogos en 1986, reeditado por primera vez en la editorial Adriana Hidalgo en 2002, y ahora nuevamente reeditado en la misma editorial? Porque La piel de caballo es mucho más nuevo que la mayoría de las novedades que nos entrega mes a mes el mercado editorial. Hay un valor de novedad en Zelarayán –la gauchesca cruzada con Céline, el habla oral del interior con la tradición maldita francesa, la revista Literal con la teoría literaria leída de parado en alguna librería de la avenida Corrientes- carente en aquello que los flyers de la mayoría de las editoriales llaman "Novedades del mes".
Ante lo nuevo del mercado que no renueva nada, Zelarayán (1922-2010) se propuso un programa destructivo de la lengua convencional de la literatura argentina de fines de los 60 y mediados de los 70. Y lo logró: la lengua de Zelarayán se impuso, por supuesto en La gran salina (su más grande poema, y uno de los mejores que haya dado la poesía argentina de las últimas décadas), en la ironía tremenda de la razón pura o el sueño de la lógica implacable ("–Óigame mi General/podría explicarme por qué si estamos meando los dos sólo se oye el ruido de uno?/–¡Pero Toronja Pelada!/No ves que te estoy meando el sobretodo!!!"), pero también en su prosa, de la cual La piel de caballo es un punto más alto.
Antes, al pasar, anuncié una palabra para Zelarayán: "Programa". Zelarayán es el gran escritor programático de los años 70. Más que Osvaldo Lamborghini. Más que Luis Gusmán (que pronto se quedó sin programa). Tal vez solo comparable a Héctor Libertella, solo que menos sutil y más brutal (Libertella leía los libros de teoría literaria enteros). Alcanza con leer la contratapa de la edición original de la novela, firmada por un enigmático O.N., para comprobarlo. ¿Cuánto hace que no se escribe una contratapa así? Transcribo unos pocos párrafos: "Narrador, poeta y panfletista anónimo, verborrágico, sordo y ya veterano. Entrerriano de nacimiento y para siempre salteño-tucumano de tradición y santiagueño de vocación. Exiliado desde hace años en Buenos Aires. Conserva intacta su cuota de provinciano resentido y, según él, mantiene firme su condición de marginal casi inédito (…) Insiste en que, a pesar de su sordera, trata de escuchar y sacar partido de la otra cultura (la oral), manejándose con procedimientos musicales más que literarios: armonía, contrapunto, disonancias, politonalidad, polirritmia". Después de semejante texto no habría que agregar nada más. Pero todavía tengo 3.000 caracteres por cubrir y el lector no ha sido aún informado de qué se trata la novela.
Nouvelle lejanamente policial, narra la incursión en Buenos Aires de un provinciano pequeño burgués marginal y resentido. Cargada de violencia (en especial en la primera y la última escena), hacia el final cierra con una parodia de lucha de clase (a cargo de un colectivero), que termina pareciéndose más a un carnaval (aquí Piglia hubiera teorizado sobre Bajtin, por suerte Zelarayán lo evita), a un fiasco que bien podría leerse como una mirada oscura sobre esos años 70, y sobre cierto peronismo fascistoide que no dejó de fascinar a más de uno de los de Literal. ¿Y la trama, entonces? Es que no hay trama. No en el sentido habitual del término (en el sentido de las novedades del mercado, etc., etc.), sino que la trama es la lengua. La lengua como un campo de batalla, un combate. En ese 1975, en la misma editorial Corregidor, Libertella ironizaba con su Personas en pose de combate. Zelarayán se lo tomó en serio. La piel de caballo –frase que aparece una y otra vez a lo largo del libro: especie de metáfora no sabemos bien de qué- se asemeja a una demolición, al derrumbe de la lengua nacional, al fracaso del mito del argentino blanco.
Sacada como del túnel del tiempo, conviene preguntarse por los efectos de lectura de Zelarayán hoy. Porque en medio llegó la democracia -sistema que coloca a la estupidez en el corazón del poder- y sus sueños de un mercado que asegure la justicia social a través del consumo. El ciclo que mayoritariamente se inaugura para la literatura argentina a partir de los 80, con alta velocidad de los 90 en adelante está, al contrario del programa de Zelarayán, marcado por la falsa ingenuidad de la reconstrucción. No la destrucción de la lengua, sino su reparación bajo el modo de una sintaxis clara, una prosa transparente, unas tramas (ahora sí) fácilmente resumibles (recuerdo ahora una frase de Néstor Sánchez: "Si una novela se puede contar por teléfono es que es mala"): todas esas novelas que se ven en las librerías y que ya leímos sin necesidad de haberlas leído, todos esos poemas llenos de diminutivos que solo disminuyen el deseo. El deseo radical de perforar la lengua, de hacerle pagar su precio, de sacarla de cauce. De reescribir la literatura entera, toda de nuevo.
Porque algo de eso también está en La piel de caballo: ya no El mirón de Robbe-Grillet, sino el "escuchón" que vuelve a la lengua rara, mala, arisca. No hay una pizca de seducción en la lengua de Zelarayán, porque la seducción linda con el engaño y la mentira, y en cambio en él, tal vez pese a él (porque Zelarayán se vanagloriaba de ser taimado) se juega algo del orden de la verdad, de una verdad última.
A diferencia de Lamborghini, Zelarayán quedó afuera de toda historia oficial. Nos toca a nosotros escuchar ese habla. Sacar las conclusiones que sean necesarias.
*Fuente: Télam
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