Es difícil precisar con certezas los orígenes de cada una de las obras teatrales. Algunas, las más claras, derivan de algún hecho conocido por todos, histórico o relacionado con personajes familiares para la mayoría; en otros casos provienen de distintas disciplinas como la literatura y el cine; otras surgen de la pura imaginería de los creadores y otras, como estas, de hechos relacionados con mitos religiosos que sin necesidad de ser conocidos en profundidad por todos pertenecen a un campo de devoción que cualquiera (sí, cualquiera, ateo, agnóstico o creyente) podrá reconocer y sentir cierta empatía en algunos de sus costados. Ya sea por recordarse deseando alguna vez un milagro, incluso también por saberse impedido de creer o al menos por reconocer hechos que ya forman parte del patrimonio del conocimiento universal.
Terrenal de Mauricio Kartun, La Pilarcita de María Marull y La madre del desierto de Nacho Bartolone comparten de alguna manera este punto de partida. Sin dudas hay más, como La mujer puerca, el sublime texto de Santiago Loza que protagoniza Valeria Lois y que trata sin más de una mujer desamparada y no querida por nadie que abraza a la fe como una especie de salvavidas para mantenerse a flote. Ejemplos abundan pero estas tres obras son muestras sublimes de lo que es capaz la dramaturgia para tratar temas de maneras tan diversas. Vale decirlo, además, Terrenal y La Pilarcita con sus éxitos sostenidos de cuatro funciones semanales a sala llena y desde hace unos cuantos años –Terrenal finaliza su cuarta temporada mientras que La Pilarcita culmina la tercera- demuestran que al público este tópico lo conmueve. La madre del desierto, de una dramaturgia compleja y singular, estrenó hace un mes en el Teatro Cervantes y sus funciones continuarán hasta mediados de diciembre.
Acercándonos al cierre de este año, la merma de obras es feroz. Es que pocas son las que se le atreven al diciembre repleto de encuentros sociales. Por eso, puede resultar una perfecta ocasión para recorrer estas obras que además de ser interesantes seguirán hasta mediados de diciembre y, por qué no pensarlo así, de alguna manera dialogan con el corpus de creencias de cada quien en una época del año que se presta para esas reflexiones.
Terrenal, pequeño misterio ácrata. Los protagonistas de esta magnífica pieza son ni más ni menos que Caín, Abel y su padre, Tatita, a quien todos hace milenios conocemos bajo el nombre de Dios. Si ese es acaso el punto de partida de la obra, menuda tarea tendrá Kartun. La asume. Con hidalguía, como quien juega con el idioma, con las creencias, con lo que la mayoría ni se atreve a cuestionar. Pero ¿por qué no? ¿No es acaso el arte el espacio ideal para repensar el mundo? ¿Para construirlo de nuevo? ¿No es el arte el mejor sitio para que desprejuiciado el creador pueda refundar los mitos? Kartun se atreve a hacerlo. Tatita no es ningún santo, al contrario, ha abandonado a sus hijos a la buena de Dios, ¿de quién entonces? De nadie. Y ahí es cuando Terrenal se vuelve irreverentemente perfecta. Caín y Abel viven en una acracia absoluta, con un estado inexistente, sin instituciones y con una libertad confusamente absoluta que los condena a autorregularse sin tener la menor idea de cómo hacerlo. Caín cultiva morrones y cree fervientemente en el mercado. Abel, por su parte, y casi de manera contraria, se la rebusca escarbando la tierra en busca de algunos gusanos para venderle a los pocos pescadores que lleguen hasta ahí.
De buenas a primeras, Tatita vuelve. "¿Milagro?" Pregunta Caín y llora por la epifanía. No, nada de milagros, "tengo llave" cuenta vuestro progenitor que además de abandónico es borracho. Llave de unas tierras que compró en otros tiempos. Y sí. Las relaciones lamentables con la Ley de Enfiteusis, con los propietarios de las tierras -incluso con la agenda de estos días- no son difíciles de establecer, al contrario, quedan expuestas y la creación de la identidad nacional queda no sin mucha poesía, reducida a unos escombros.
En esta obra lo que domina es un texto cuidado, creado minuciosamente, palabra por palabra, acompañado por tres actuaciones notales, Claudio Da Passano (Abel), Claudio Martinez Bel (Caín) y Rafael Bruza (Tatita) que asumen la titánica tarea de corporizar ese texto con astucia y destreza.
Abel: ¿Este lote no era suyo?
Tatita: Una parte… Seña y primera cuota. Después se me fue pasando…
Caín: Deudor moroso… ¿Cómo se le va a pasar?
Tatita: Qué sé yo, tantas cosas en la cabeza… Todo un mundo por hacer… Medio a trasmano el martillero, perdí libretita… Y estando ustedes ocupando acá… Con un poquito de paciencia me dije… Veinte años no es nada, gurí.
Caín: ¿Pero, entonces…? ¿Qué fuimos en la tierra? Usurpadores fuimos… Intrusos…
Tatita: Ponele colono y no sufrás. No te afligiste ilegal te vas a afligir ahora con papeles…
Dicen sus personajes en medio de la obra… y entonces, ¿qué espectador quedará libre de reflexiones luego de esta obra? Ninguno.
La Pilarcita. Hace apenas una semana en la ciudad de Córdoba, 50 mil fieles participaron de la beatificación de la Madre Catalina. En las notas referidas al suceso se remarcaba el sol y el calor desesperante que vivieron aquellos que se congregaron en la capital cordobesa. Las horas de vigila, la larga espera, la devoción y la fe fueron los protagonistas indiscutidos de aquella fiesta. Es que la Madre Catalina fue finalmente reconocida como tal en mayo por el Vaticano por la milagrosa recuperación de una mujer gracias a su intercesión en 1997. Estas noticias que se pueden leer con cierta frecuencia en los diarios son fuente de todo tipo de inspiración. Y sí, algo parecido ocurre en la obra de María Marull solo que sucede en un pequeño pueblo correntino y la santita no es reconocida aún por la máxima autoridad eclesiástica. Es que en estos espacios se dan cita los encuentros más inesperados. Y entonces, como quien descubre un mundo nuevo, cada uno de los participantes no puede más que modificarse por completo.
El calor arrollador de la siesta, el aire de pueblo, el altar de una virgen y la fe se convierten el marco perfecto para que suceda La Pilarcita. Todo el dispositivo teatral (la cuidada escenografía de Alicia Leloutre, las precisas luces de Matías Sendón, el vestuario de Jam Monti) ayuda a fabricar la ilusión para que ese rincón del Camarín de las Musas se convierta por un rato en un perdido pueblo litoraleño y la noche de este fin de semana juegue a ser la hora de la siesta de un día no cualquiera para aquellos pagos. Es que se trata de la fiesta anual, la más importante del pueblo que se viste de comparsa para homenajear a la satita popular.
Celeste y Celina alquilan el cuarto del fondo. Esperan a los turistas que atraídos por la fe en la Pilarcita llegan reclamando ayuda. El azaroso y necesario encuentro de estos dos mundos que se contraponen pero que tienen tanto para enseñarse: el pueblo y la ciudad y el deseo de un milagro que los cambie para siempre.
La madre del desierto. Nacho Bartolone parte, de manera manifiesta, del mito de la Difunta Correa. Luego, de él quedarán solo algunos elementos y Bartolone desplegará toda su destreza dramatúrgica para hablar de muchas cosas más. Esa es la gracia del teatro. Claro. Poca exactitud hay respecto a la veracidad de los hechos que cuenta la leyenda de esta mujer; no importa. Lo que importa es lo que de ellos se desprende, aquella mitología construida a fuerza de fe, de devoción y de fábulas. Deolinda Correa sale al desierto sanjuanino con su pequeño hijo lactante a cuestas para buscar a su marido que ha sido arrebato por las huestes del caudillo Facundo Quiroga que, amparado por la Ley de Leva, podía llevarse a luchar a quien se le diere la gana. Deolinda muere, como es de esperar, abatida por la sed, el cansancio y el calor pero su bebé siguió lactando de la difunda hasta ser encontrado por un grupo de arrieros.
Varias proezas se suceden en la pieza de Bartolone: la potente actualidad que ese mito de hace casi doscientos años porta, con cuerpos abandonados a la intemperie y luchas injustamente desparejas; la desgarradora revisión que hace sobre la construcción de la patria y su extendida antinomia; las actuaciones magistrales de Alejandra Flechner (Deolinda) y de Santiago Gobernori (Bebo Pura Leche) y la capacidad creativa de Bartolone para, partiendo de ese mito, bucear en la historia argentina, la construcción de la identidad nacional, en la poesía toda y sobre todo en la palabra misma, su musicalidad y sus posibles rimas con un desacato salvaje con el que viene trabajando ya en sus anteriores puestas.
Para agendar:
La Pilarcita, viernes y sábados a las 20 y 22 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960
Terrenal, de jueves a domingos en Teatro del Pueblo, Roque Saénz Peña 943
La madre del desierto, de jueves a domingos a las 21 en el Teatro Cervantes, Libertad 815
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