Por Virginia Cosin
En 1844 Gustave Flaubert, de veintitrés años, sufre un ataque de epilepsia, o de angustia, o de nervios, y su familia decide que debe abandonar sus estudios de derecho en París para retirarse a la calma de la casa de campo de la familia, en Croisset. Gustave, quinto hijo del matrimonio del prestigioso cirujano Archilles-Cleophas y Anne-Justine Caroline ha crecido como entre algodones: antes de su nacimiento, dos bebés habían muerto y después de su llegada al mundo, otro hermano pierde la vida a los cuatro años. De él lo que se espera es otra muerte. Pero vive. Vive retirado, construye su propio refugio. Es la época de los grandes avances tecnológicos y del desarrollo del capitalismo. Cambian los modos de hacer y de pensar, de habitar los hogares y de percibir el mundo. Nace la esfera pública, los salones literarios, la prensa, la fotografía, el ferrocarril, una nueva clase social: la burguesía. Flaubert resiste los cambios, le da la espalda a la ciudad, detesta ese frenesí, siente rechazo por el modo de vida burgués. Pero va a ser el responsable de introducir otra novedad: va a inventar un nuevo modo de narrar, va a dar paso a la literatura tal como la entendemos hasta el día de hoy.
"Suele decirse que la conciencia crítica, la inquietud que reflexiona sobre lo que es la literatura, se instauró muy tarde y en cierta forma, en el enrarecimiento, el agotamiento de la obra, en el momento en que por razones puramente históricas, la literatura ya no fue capaz de darse otro objeto que sí misma", dice Michel Foucault y si hay un documento que registra y asiste a la formación de esa conciencia crítica, ese es el conjunto de cartas que escribió Gustave Flaubert a lo largo de su vida.
Existen cientos de ediciones y recopilaciones de esas cartas. Las más famosas son las que le escribió a La musa, Louise Colet, una poetisa respetada y requerida en los círculos literarios del París de la época, a quien Flaubert conoce en 1846, a los veinticinco años y con quien va a mantener una prolongada relación a distancia, apasionada, por momentos amarga, tensa y voluptuosa, un amor por correspondencia que tendrá lugar en dos períodos, separados por una ruptura y posterior reconciliación. Entre una y otra, Gustave viaja a Oriente, toma una distancia que le permite poner por escrito sus experiencias en esa cultura exótica que lo fascina, para enviarlas por correo a su madre, a un tío, y al amigo que queda en París, el escritor Louis Bhouilhet (Maxime Ducamp, su otro compinche, lo acompaña en la travesía).
Pero hasta ahora las cartas habían sido recopiladas de acuerdo al interlocutor al que estaban dirigidas, o a el lugar desde donde Flaubert las escribía. En Correspondencia Teórica -Cartas sobre problemas literarios-, recientemente publicada por Editorial Mardulce, el criterio de selección es temático. Damián Tabarovsky traduce y recopila aquellas cartas cuyo eje principal son la escritura y los problemas que el pasaje del deseo a su realización suponen: a Flaubert no le interesan tanto las peripecias de sus personajes como atrapar, en la red de su texto, un sustrato de verdad y belleza. Ese enfrentamiento entre la excepcionalidad de sus ideas y lo común del lenguaje va a mantenerlo en guardia toda su vida.
Las cartas que Flaubert le escribe a Colet se dividen en dos. Primero, Flaubert es un joven aspirante a escritor. Pero aún el más genial de los hombres -o de las mujeres- el autor de una obra que se volverá clásica, inmortal, todas esas cosas que se escriben en las contratapas de los libros -Virginia Woolf, o Kafka o Flaubert-, no sabe lo que está haciendo en el momento que lo está haciendo, está sólo, sin garantías, es una nada que trabaja en la nada, en vistas a nada: "No, no desprecio la gloria. No se desprecia aquello que no se puede alcanzar", escribe Flaubert el 23 de octubre de 1846. Faltan cinco años para que comience a escribir Madame Bovary, la obra que sí: lo hará célebre.
La novela se publica, primero, en la Revue de París, por entregas. De inmediato, se produce el escándalo, es acusado de obsceno a la vez que empieza a frecuentar el salón de la Princesse Mathilde, sobrina de Napoleón I, con el beneplácito de importantes personalidades como el crítico Saint Beuve o los hermanos Goncourt que, en su diario, con fecha del 11 de enero de 1863, escriben: "En el regreso con Flaubert, alargamos la media noche, una media hora, antes de subir al coche de plaza. Charla sobre su novela moderna en la que él quiere que entre todo: el movimiento de 1830, a propósito de una parisina, y la fisionomía de 1840, y 1848, y el Imperio: "Quiero meter el océano en una garrafa". Procedimiento singular para escribir una novela, atrapado por la arqueología, ¡lee a Veron y a Louis Blanc!". Ese mismo año, conoce a la escritora Georges Sand y al escritor ruso Ivan Turgeniev con los que va a mantener, también, una fructífera correspondencia. Los asuntos que lo ocupan ya no son tanto el trabajo hercúleo de la escritura, sino cómo son recibidas sus obras, las opiniones de los críticos, el éxito o el fracaso de sus novelas posteriores a Madame Bovary.
Correspondencia teórica puede leerse como una novela epistolar sobre la construcción de un escritor, desde que sueña con escribir hasta que, ya consagrado, empieza de cero un proyecto nuevo tan ambicioso que quedará inconcluso tras su muerte.
La segunda etapa de la correspondencia con Louise Colet registra esa búsqueda agónica de la palabra justa. "Llevo una vida amarga, vacía de toda alegría exterior -le escribe a La Musa- en la que para sostenerme sólo tengo una especie de rabia permanente, que a veces llora de impotencia y que es perpetua. Amo mi trabajo con un amor frenético y perverso, como ama un asceta el cilicio que le corroe el estómago. A veces, cuando me siento vacío, cuando la palabra me rechaza, cuando después de haber garabateado largos párrafos, descubro que no he escrito una frase, me dejo caer en mi sillón y permanezco aturdido como en un pantano interior de hastío".
Lo que Flaubert fantaseaba no era una estructura, una combinatoria, sino una escritura, una pura acción estilística, pero también en ausencia de todo contenido. Cuando le cuenta a Colet su proyecto sobre Madame Bovary, dice: "Lo que me parece bello, lo que quisiera hacer, es un libro sobre nada, sin lazos exteriores, que se sostuviera por sí mismo, por la fuerza de su estilo(…) quisiera hacer un libro donde sólo fuera posible hacer frases, al igual que, para vivir, no hay más que respirar el aire" .
Pero lo curioso es que todo ese sufrimiento y esas quejas sobre la dificultad de escribir, ese peso que carga sobre los hombros y parece agotarlo, aburrirlo y enfurecerlo, son expresadas con una elocuencia envidiable, plena de imágenes, metáforas y descripciones de una sensibilidad casi imposible.
En la introducción a esta selección, Damián Tabarovsky dice que el de Colet fue un amor no correspondido por Flaubert. Desconocemos el contenido de las cartas de Louis, que fueron quemadas por una sobrina poco imaginativa al morir su tía. Y es cierto que en Flaubert se adivina a menudo irritación: ella le pide que formalicen, que él se mude a París, que le presente a la madre, demandas de las que Flaubert se evade para continuar con su bitácora de escritura. Lo que no se puede negar es que se trató de un amor de correspondencia. Aunque Flaubert llevaba un especie de diario en el que registraba algunas notas y apuntes, necesitaba a su interlocutora, alguien que lo escuchara, lo admirara para así, encender el fuego, con cuyas brasas alimentaría su caldera imagnaria. Quien lea estas cartas y también se interne en la maravillosa experiencia de leer Madame Bovary, quizás descubra que, en realidad, que se trataba de un triángulo amoroso.
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