Una "novela millennial" hecha en Argentina: sexo, drogas, alienígenas y Facebook

“Mapas terminales” primer libro de Lucila Grossman, combina en clave local las obsesiones de la primera generación global de escritores formados en la web

Maps terminales, de Lucila Grossman

Con su primera novela, Mapas terminales (Marciana), Lucila Grossman (1993) parece recordarnos que hay dos tipos de escritores dispuestos a atravesar la epidermis global de la tecnología. Por un lado, los que experimentan con entusiasmo (o angustia) la novedad de cualquier plataforma capaz de alterar la lógica de cada uno de los lazos sociales, políticos, culturales y económicos que sostienen nuestras vidas. Hoy entre las redes sociales y ayer entre las pantallas de TV, ese arco literario de astutos ironistas (o asustados pesimistas) podría definirse, a grandes rasgos, con nombres como Don DeLillo o Sebastián Robles. De hecho, lo que para DeLillo aterrizó sobre el siglo XX junto a los grandes medios audiovisuales es, en buena medida, lo mismo que para Robles aterrizó sobre el siglo XXI con las redes sociales. Por supuesto, eso que aterriza entre nosotros a la par de cada nueva tecnología no trata sobre las diferencias entre lo analógico y lo digital, ni implica que DeLillo sea estadounidense y Robles sea argentino, ni hace significativo que el autor de Fascinación sea un octogenario y el de Las redes invisibles un treintañero. De lo que se trata, en cambio, es de la necesidad de formular la misma pregunta: ¿de qué manera la tecnología altera nuestra psiquis?

Del otro lado, están los que no experimentan con entusiasmo (ni angustia) ninguna de estas grandes novedades tecnológicas porque, en realidad, no logran percibirlas como verdaderas "novedades". Para estos escritores, todas las relaciones, las ansiedades, los anhelos e incluso las lecturas ocurren alrededor (y a través) de las redes sociales, de igual manera que, algunos años antes, ocurrían alrededor (y a través) de las pantallas de TV. Por supuesto, explicar con exactitud qué es lo que establece esta división entre las formas en que se perciben los grandes cambios tecnológicos siempre resulta impreciso. Y, por eso mismo, aunque uno intente ensamblar alguna respuesta apelando a categorías prometedoras como la del inmigrante o el nativo digital ‒que definen, respectivamente, a quienes nacieron un poco antes y a quienes nacieron un poco después de internet‒, e insista en que todo puede resolverse a partir de ciertas pautas generacionales, las "soluciones cronológicas" siguen siendo problemáticas. Basta un recorrido rápido por la biblioteca para recordar que, a los 69 años, por ejemplo, una obra como la del novelista estadounidense William Gibson todavía absorbe como pocas las particularidades de nuestra segunda existencia digital, de la misma manera que, a los 39 años, los cuentos del argentino Luciano Lamberti la omiten por completo. Ahora bien, si esta división no se limita a las categorías del tiempo, ¿entonces cómo funciona? Tal vez la respuesta más sensata la haya dado J. G. Ballard cuando, en los años setenta, explicó por qué había abandonado la rigidez de la literatura de ciencia ficción para sumergirse en el realismo: "Cambié el espacio exterior por el espacio interior", dijo el escritor británico.

William Gibson (Jason Redmond)

En términos estrictamente estéticos, en tal caso, para este segundo grupo de escritores, el de quienes ante una experiencia tecnológica radical pueden "nadar" donde otros se "hunden", también existe la categoría de Alt-Lit (o "literatura alternativa", por sus siglas en inglés). ¿Pero es Mapas terminales una novela de la Alt-Lit? En principio, el panorama de la trama es prometedor: incapaz de soportar la monotonía del trabajo en una productora porteña ‒"no voy a volver a surfear malos flashes ni a buscar archivos de programas que hablan de lo miserable" ‒, dispuesta a alimentarse a base de "banana y whisky" (lo único que hay en una heladera sin electricidad) y alerta a "las constelaciones de microbios o neuronas o átomos o conexiones eléctricas fluorescentes", la protagonista cree que acaba de parir a un extraterrestre con el que, angustiada y confundida, solo puede comunicarse a través de su celular. "Mi holograma mental se acerca a él, trato de tocarlo y un cortocircuito glitchea toda la imagen. ¿Hay otros como vos? ¿Qué sos? ¿Te hice yo?"

Lucila Grossman

Anclada en lo más contemporáneo de la imaginación occidental ‒asunto sobre el que ya existe en Argentina una antología compilada por Hernán Vanoli y Lolita Copacabana, Alt Lit. Literatura norteamericana actual‒, la "literatura alternativa" define un modo de pensar y producir literatura, pero también un modo de diseñar y gestionar su circulación. Germinada en Facebook, blogs, Twitter o Tumblr, y abierta al cruce de las palabras con las imágenes y de la prosa con el verso ‒tal como ocurre en varias de las páginas de Mapas terminales‒, es en internet donde la Alt-Lit encontró su ecosistema más fidedigno. ¿Y por qué, entonces, sería impensable que entre los nuevos escritores argentinos surgiera una Alt-Lit a la altura de todas las circunstancias tecnológicas? Bajo la inercia que el flujo permanente de la información le transfiere a la experiencia, de lo que finalmente se trata es de narrar el agobio del scrolling por Facebook, el chateo con stalkers y la traducción random de artículos sobre asuntos como "las redes neuronales de Google" (un tema que a la heroína de Mapas terminales le sirve para descubrir que "Internet sueña cosas y está enfermo").

Sebastián Robles

Pero para terminar de sumergirse en el clima mental de la Alt-Lit es inevitable pensar en una de las categorías genealógicas con mejor marketing: los millennials. Nacidos en los años ochenta y noventa del siglo pasado, los millennials, que hoy componen el sector más dinámico de la fuerza de trabajo mundial, no solo definen su "sensibilidad" alrededor de las muchas prestaciones anímicas de la web sino que absorben por las buenas o por las malas muchos de sus valores (al menos discursivos). En ese sentido, la "tolerancia", la "flexibilidad" y la "integración" son algunas de las palabras a partir de las cuales la mejor Alt-Lit intenta desvestir el sentido falsamente armónico de un mundo digital hecho de concordias reguladas por "Términos y condiciones de uso" de aceptación obligatoria. "Muchos años de drama queen por aburrimiento me dejaron el reflejo rítmico de paniquear pero sin verdadero contenido sentimental", piensa algo resignada la protagonista. Y entonces: "El reflejo panicoso es el centro negro sobre el que me articulo". A partir de ahí, la verdadera astucia narrativa de Grossman está en convertir la llegada de un bebé alienígena a Buenos Aires en un recorrido por lo más agreste de la vida millennial, es decir, por todo eso que los estudios de mercado conocen pero prefieren no informar. Y es en ese punto donde la prosa y el estilo de Mapas terminales, al igual que la prosa y el estilo del argentino Martín Felipe Castagnet, también son capaces de recordarnos que aunque la ficción puede soportar cualquier cantidad de egocentrismo, es completamente alérgica al narcisismo (y por eso, decía John Updike sobre esta diferencia, lo importante para un escritor es la imaginación).

Don DeLillo

Con esa perspectiva siempre alerta, y sin ánimo de halagar ni halagarse ni otro objetivo que interrumpir la rutina fría de las pantallas (con sus olas fatales de aburrimiento cotidiano), Mapas terminales se las ingenia para contar, entre otras cosas, la trayectoria de una sexualidad con dosis iguales de goce y apatía ‒"me vi con un pibe y mientras mirábamos unos videos tirados en la cama…"‒ y, entre celulares baratos con internet, drogas blandas y "un estallido subterráneo enhebrado entre las sienes", pronunciar como pocas novelas argentinas recientes la voz de lo que, al menos de manera transitoria, puede oírse como el tono genuino de una nueva sensibilidad. "Nosotros no queremos comer, nosotros no dormimos, a nosotros nos duele la espalda de estar buscándonos en el celular, desesperadamente, entrando a Invirox, sin poder comunicarnos, esperando la llamada, nosotros somos adictos a la red que nos comunica con nosotros, de hecho no estamos seguros de querer estar con otros que no sean nosotros, menos todavía de querer estar en el medio de la montaña con otros, así estamos bien, es que es nos comunicamos, y cuando no nos comunicamos no hay nada, porque afuera de la línea está vacío, nadie nos pregunta si pasa algo, porque a todo el mundo le pasan cosas todo el tiempo, todos acá tienen el eje sensible a volumen máximo…".

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