A veces me miro en el espejo, cuando me miro de verdad, digo, no cuando miro si el delineador quedó en su lugar o si el pelo se ve decente como para salir a la calle, entonces, a veces me miro en el espejo y veo a mi madre. Hace años que me pasa, que me miro y la veo; hace años que ella murió, también, por lo que verla en mí, en mi cara y en mis gestos, ver a mi madre en mis propios ojos me sacude fuerte, aunque ocurra cada vez más seguido.
A veces escucho los mensajes de mi hija, de mi única hija mujer, y escucho mi voz. Es el tono, es el timbre, es la forma de hablar. Es su voz y es también la mía, al mismo tiempo. A veces, me digo, soy mi madre y soy mi hija y me pregunto dónde estoy yo, dónde queda mi lugar y pienso que eso, tal vez, es algo que pasa a esta altura de la vida y que no soy la única a la que le sucede algo así.
Una mujer ES su propia madre, dice en su poema "Ama de casa" Anne Sexton y me lo recuerda Gabriela Wiener en su tremendo libro Nueve Lunas, una crónica de la maternidad que, bien lejos de cualquier libro de crianza o autoayuda, es un registro escalofriante del lado B de las mujeres que van a tener un hijo. Anne Sexton lo dice con "mala leche", protesta Wiener, o sea, Sexton dice que una mujer es su propia madre con mala leche, a lo que Wiener añade otro puñal y asegura que "el amor entre dos mujeres, y más si una ha parido a la otra, es lo más parecido al amor pasional". Me mata Wiener, me mata Sexton, como me mató Milena Busquets cuando en su elegíaca También esto pasará -novela de duelo y homenaje a su madre muerta- decía algo así como "nadie nos prepara para ser las madres de nuestras madres", porque también sucede eso. No solo me siento mi madre, hoy, ahora, sino que años atrás, cuando ella enfermó y, tal vez antes, por motivos que exceden a estas líneas, primero me sentí su madre, ella me hizo sentir su madre: por atenderla, por proveerla, por cuidarla, por nutrirla, por regañarla, por castigarla…
A veces, decía, escucho a mi hija y al escucharla me escucho a mí. Me sorprende su voz, que parece la mía. Que parece la mía hoy pero también la voz de la que fui, la voz de quien llamaba a mi madre para avisarle hoy llego tarde, hoy no llego, necesito que mañana me levantes temprano, no me molestes más, no quiero hablar, aprobé, me separé, cómo te sentís, en qué gastaste lo que te di, cómo amaneciste hoy, qué vas a cenar, salgo para allá…
La mayoría de las veces me provoca alegría escuchar la voz de mi hija, aunque la discusión forma parte de ese esquema irritable de comunicación entre nosotras, como ocurría antes en las conversaciones que manteníamos con mi mamá. O mejor, como sucedía en esa larga y única conversación que mantuve con mi mamá. Muchas veces vuelco veneno en el oído de mi hija con excusa de crianza o hago reclamos ridículos o demando de más y no lo advierto hasta muy tarde, cuando todo estalló y hay que volver a empezar y hacer a un lado lo que nos distancia para poder seguir andando. Y es ahí cuando pienso que esa larga conversación interrumpida varias veces al día entre mi hija y yo es igual o, si no igual, tan parecida a la charla permanente que mantuve durante más de cuatro décadas con mi madre. Esa charla sin hola ni chau; esa charla amorosa, desesperada, indiferente, a carcajadas, risueña, enojada, angustiada, llorada o a los gritos. Eso es la relación con tu madre, eso es la relación con tu hija, me digo. La cadena, el hilo invisible que no se corta hasta la muerte (y que a veces, muchas veces, dudo incluso que se haya cortado con la ausencia física de la mujer que me dio la vida), el cordón que nos mantiene unidas y siempre a "distancia de rescate", como en esa novela extraordinaria de Samanta Schweblin. Mi madre unida a mí, yo unida a mi hija por ese cordón extensible de por vida…
A veces me miro en el espejo y veo a mi madre. A veces escucho la voz de mi hija y siento mi voz. A veces me siento todas las que fui, como una especie de hojaldre acumulado en el tiempo, mil capas dentro de mí que vuelven, una a una, estimuladas por aromas, por sabores, por fotos, por música. Como cuando voy a dar vueltas a la plaza, esos pocos momentos a la semana en los que quito la vista de las pantallas y me calzo zapatillas y auriculares para escuchar los temas de antes y de ahora, modesta película musicalizada por mí con mis temas favoritos de siempre y en la que mientras el sol de primavera me da en los hombros puedo volver a ser yo misma a los 10, a los 15, a los 35 o a los 40. Esos momentos aislada de todo y de todos en los que puedo recordar los años en los que me vestí de azul, me enamoré y me creí eterna. Esos momentos en los que vuelvo, gracias al poder de mi ipod, a escuchar a mi abuela materna a través de la voz de Goyeneche, cantando "¿dónde estás, dónde estás, adónde te has ido?", o a vibrar tímidamente con George Harrison en un baile que no terminó como hubiera querido, o a Charly García recordando que nos siguen pegando abajo, o a un concierto inolvidable de Oasis y Neil Young en el Campo de Polo, bajo la lluvia o a una habitación de la maternidad, una tarde ardiente de febrero en la que el hombre que amo cantaba bajito un tema de Caetano para distraer nuestra ansiedad en las horas previas al parto.
Soy todas esas que fui y soy, también, mis antecesoras y mi sucesora. Soy la que aún dialoga con la que ya no está y la que habla de manera constante y por espasmos con la que día a día se independiza de mi tutela. Y soy, por sobre todas las cosas, yo misma y hoy. La que escribió sobre tanto y la que aún siente que le queda tanto por escribir. La que se apena al pensar que llegará el día en que la película que protagoniza terminará y no habrá modo de rebobinarla. La que se resiste, en definitiva, a dejar de ser, como soy, día a día todas y cada una de las mujeres que me dieron y me siguen dando vida.
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