Los cartelitos escritos a mano dicen que en este edificio de estilo brutalista que demoró años en inaugurarse y que alguna vez fue el colmo de la modernidad, esta mañana hubo asamblea. Estamos en la Biblioteca Nacional, donde alguna vez se levantó el Palacio Unzué, residencia presidencial de Perón y escenario de la muerte de Evita. Son las 3 de la tarde y hace algunas horas los trabajadores de la Biblioteca se reunieron para discutir su situación laboral y posiblemente también para hablar de su futuro, en momentos en que circulan fuertes versiones de inminente ajuste en las plantas de todas las dependencias estatales. Aunque fue nombrado en diciembre de 2015, el escritor Alberto Manguel -intelectual de prestigio internacional- dirige la mayor biblioteca de Argentina desde junio de 2016, cuando finalmente volvió a radicarse en el país luego de cinco décadas de vivir afuera, la mayor parte del tiempo en Canadá. Llegó en medio de un clima tenso, luego de una serie de despidos en el área que llevaron a que la recepción no fuera la soñada. Sin embargo, la Biblioteca funciona: hay muestras destacadas, acuerdos con instituciones, publicaciones y actividades diversas y anuncios importantes como la llegada en forma de donación de la biblioteca de Bioy Casares y Silvina Ocampo. Hay, también, proyectos y energía. El director de la Biblioteca Nacional recibe a Infobae en su oficina, una oficina mucho más pequeña que la heredada y adonde Manguel decidió mudarse para ceder su espacio con objeto de habilitar más metros para exhibiciones públicas.
Durante la entrevista se permitió hablar de mucho y respondió todo lo que se le preguntó: qué se siente al dirigir una biblioteca, su postura en favor de la digitalización del acervo pero con reticencias a la hora de leer en dispositivos electrónicos, su desconfianza por internet, sus recuerdos de primeras lecturas y cuáles son los libros que tiene en estos días en la mesita de luz, en una charla que se reproduce a continuación.
— Usted es director de la Biblioteca, es lector, es estudioso de la lectura, es autor, es narrador. Si tuviera que fundar una biblioteca, que puede ser una biblioteca en una casa, ¿qué libro cree que no puede faltar?
— Depende de su lector. Depende de quién use esa biblioteca. Depende de la casa. Una biblioteca pública, por ejemplo, yo creo que tendría que empezar con una colección de clásicos. Pero cada bibliotecario tiene que definirla, la literatura no es prescriptiva. Borges decía que la felicidad no puede ser obligatoria. De manera que una biblioteca debe construirse en torno de una idea que tiene su lector y que tiene su bibliotecario.
— ¿Y se acuerda de cuál fue el primer libro que leyó?
— Oh sí, sí, los cuentos de Grimm. Los cuentos de Grimm… Hasta entonces me leían y de pronto un día me di cuenta de que podía descifrar las letras yo mismo y agarré los cuentos de Grimm que me gustaban y me di cuenta de que ahí estaba la historia que me habían leído y que podía descifrarla yo mismo, que eso me convertía en mago. Y esa magia no desapareció nunca.
— ¿Y el primer libro que se compró?
— El primer libro que me compré, vamos a ver, mi niñera me llevaba a una librería que estaba cerca de la embajada (N. de la R. : el padre de Manguel fue el primer embajador argentino en Israel) y me dejaba recorrer la librería y obviamente los libros que yo podía ver eran los de las estanterías más bajas, era chiquito. Y me acuerdo que me compré un librito que era una versión de uno de los cuentos de Las mil y una noches, sobre un chico que tiene una alfombra voladora.
— ¿Y recuerda cuál fue el primer libro que compró para sus hijos?
— Para mis hijos bueno, mis hijos desgraciadamente tenían ya una biblioteca formada que era la que yo tenía porque tenía muchos de los libros que yo había leído de chico. No sé cuál les compré después, pero siempre les dejé elegir.
— Me hace acordar a la anécdota de Borges en la Biblioteca de la calle México, que empezó leyendo las enciclopedias, que eran también los libros que tenía a la altura, ¿no?
— Claro, porque era tímido y no quería pedir libros y esos estaban al alcance de su mano. El azar es un excelente bibliotecario.
— Recién le preguntábamos por los libros que considera necesarios en una biblioteca. ¿Y en una biblioteca para Argentina? ¿Qué libros elegiría si tuviera que pensar en los libros que le dan identidad a la Argentina?
— Le puedo contestar la pregunta solamente si me pregunta cómo armaría yo una biblioteca argentina. Porque la palabra "necesario" en abstracto no conviene a una biblioteca. Entonces yo empezaría con los clásicos, por ejemplo Echeverría me parece esencial, los escritos de Moreno, Alberdi. Si es una biblioteca pública, no podría excluir ciertos libros; si es una biblioteca privada sí dejaría de lado algunos que son a mí entender demasiado famosos y no me gustan a mí, pero un bibliotecario tiene que tratar de ser imparcial.
— Cuando responde en las entrevistas siempre suele distinguir entre usted como lector privado y usted como director de la Biblioteca…
— Por supuesto, por supuesto. El director de la Biblioteca es un defensor furioso de la digitalización. Tenemos que digitalizar para dar acceso a nuestros fondos a usuarios que no pueden venir hasta la Biblioteca física. Como lector privado yo nunca he leído un libro digital, no me gusta el texto digital, no me gusta el formato, el soporte, así que… Bueno, pero nos entendemos: el lector privado y el lector público se respetan mutuamente.
El director de la Biblioteca es un defensor furioso de la digitalización
—¿Viaja mucho, no?
—Desgraciadamente.
— Es extraño que viajando tanto no haya encontrado además cierta cuestión de confort en el soporte electrónico. Con determinados libros se puede entender que elija el papel, como estudioso además usted está detrás de algunas versiones y, en ese sentido, el objeto libro es casi como una obra de arte. Pero, al mismo tiempo, si tiene que acceder a ciertas narraciones o a ciertos ensayos, de pronto usted podría leer en un soporte más cómodo en vez de viajar en avión con un libro enorme.
— La definición de comodidad varía de persona a persona. Cuando viaja un argentino, se lo reconoce porque llega con cuarenta mil maletas de Miami. Yo viajo con una valija pequeña en la cual tengo dos camisas, un cambio de ropa interior y libros. Y no necesito más y la valija me basta. Y si me llevo cuatro, cinco, seis libros en un viaje me alcanzan.
— Cuando dice que como director defiende la digitalización, ¿tiene que ver con la cuestión del alcance que tiene la versión digital de los libros?
— Por supuesto. Bueno, la tecnología electrónica, que no es tan nueva, tiene la ventaja de que puede distribuirse mucho más fácilmente que el texto impreso, que requiere una presencia física. También para textos frágiles, se pueden presentar al usuario sin peligro. Si usted tiene un manuscrito en papel que se está cayendo a pedazos y lo tiene que conservar, se digitaliza y luego el original está protegido y los usuarios de cualquier lugar del mundo, no solamente de la Argentina, pueden leerlos.
— Claro, ahí habría una diferencia entre lo que es el director de la Biblioteca, el lector Manguel y el investigador Manguel…
— No hay un investigador Manguel eh, el investigador Manguel es el lector Manguel.
— Sí, pero no todos los lectores son estudiosos de la lectura como usted. A eso me refería cuando decía que tal vez el contenido en distintos soportes no cambia tanto ciertos contenidos.
— Ah no, sí, cambia muchísimo.
— ¿A ver?
— Cualquier investigador se lo puede decir, el texto que uno lee, digamos, no sé, El matadero de Echeverría leído del manuscrito de Echeverría no es igual a la primera edición de El matadero, o a la edición que hizo por ejemplo Centro Editor de América Latina, que se repartía muy barato o a una edición de lujo, ilustrada. El contexto cambia el texto, y lo sabemos todos. Entonces se lee de manera distinta. Y por supuesto el texto virtual de El matadero tiene otras características que deben tomarse en cuenta al momento de la lectura.
— Josefina Ludmer decía que a partir de la máquina de escribir y luego con la computadora también cambió la forma de escribir.
— Claro.
— Se hizo más directa, menos barroca.
— Vayamos más atrás: cuando pasamos de la tablilla de arcilla al rollo de papiro cambió la forma de escribir porque el que escribía en la tablilla de arcilla tenía que limitar el fragmento de texto a un espacio muy pequeño que luego se multiplicaba dentro de la caja que contenía las tablillas. Cuando se inventa el rollo de papiro, puede escribirse de una manera más continua. Pero eso también hace que se limite el texto y, por ejemplo, los grandes poemas de Homero sabemos que cuando fueron copiados fueron divididos en capítulos que correspondían a un rollo. Bueno, entonces se escribe sometido a la tecnología, no se escribe de la misma manera. Bueno, Proust tomaba las notas en carnets muy largos mientras que Montaigne escribía en otro tipo de papel. Así que Josefina Ludmer tiene muchísima razón pero esa influencia es más antigua.
— ¿Cómo es la política que tiene la Biblioteca para digitalizar los textos?
— Esta es una pregunta complicada pero hay una respuesta general: tenemos que digitalizar casi todo. Hay una prioridad para los textos más frágiles, pero los textos más frágiles tienen que conservarse primero de manera que no se rompan en el momento de la digitalización. La digitalización requiere ciertas máquinas. La Biblioteca, con el pequeño presupuesto que tiene, no puede digitalizar grandes textos porque tenemos una sola máquina que tiene ese tamaño, además una máquina construida muy orgullosamente por un empleado de la Biblioteca, porque no teníamos y este señor la inventó. Y luego está la prioridad de los requerimientos de los usuarios. Entonces, si un usuario necesita algo, tratamos de ponerlo primero en la cola. Primero, no hay un método preciso porque depende de las necesidades del momento.
— Me quedé pensando en eso que decía acerca de que la tecnología limita la escritura y que el contexto hace que el texto sea distinto.
— No limita sino que enriquece o determina. Por ejemplo, Margaret Atwood inventó una forma de poesía parecida al haiku que corresponde a lo que el tweet permite. Entonces sus poemas en ese estilo corresponden al número de caracteres que permite el tweet. Uno puede aprovechar esta tecnología. Por ejemplo, Rayuela de Cortázar no tendría sentido en la época electrónica. Tenía sentido porque normalmente una novela está determinada por la secuencia que impone la página de un códex. Entonces Cortázar toma esa limitación de secuencia página 1, 2, 3, 4, y propone que el lector la cambie, lea como quiera, cualquier capítulo en el orden que usted quiera. En la versión electrónica, eso no tendría mucho sentido porque lo hacemos de todas maneras. Lo hacen los que leen textos electrónicos.
— Ahora, usted tiene muchos intereses y menciona habitualmente la cuestión de los clásicos y algunos autores en particular. ¿Lee también literatura más contemporánea y novedades?
— Leo novedades sin decir que voy a leer novedades. Leo libros que me interesan. Entonces porque estoy en Argentina me interesa la literatura argentina. Obviamente, si veo a un autor que me dice "esto parece interesante", trato de leerlo. Y descubro autores no tan jóvenes, por ejemplo, pero que publicaron durante los cincuenta años que estuve ausente del país y que los descubro recién ahora. Por ejemplo, acabo de descubrir a un poeta que ustedes conocen -yo no lo conocía-, que es magnífico, me parece uno de los mejores poetas argentinos, que es Santiago Sylvester, salteño.
Leo novedades sin decir que voy a leer novedades. Leo libros que me interesan
— Cuando llegó a la Biblioteca, ¿qué fue lo primero que fue a buscar como lector?
— Yo no fui a buscar nada, desde que llegué a la Biblioteca no leo y no escribo, me convertí en un administrador. Hay una leyenda de que el librero o el bibliotecario, son lectores. Para nada, cuando uno trabaja entre libros se convierte en contador, en abogado, en psicólogo, en electricista, y a veces, si le queda un poquito de tiempo antes de dormir puede tomar un libro. Pero yo tengo en mi escritorio, como en Macondo en la epidemia de insomnio, un cartel que dice "Esto es un libro". Y tengo ese cartel sobre un libro para no olvidarme de lo que es.
— ¿Y qué le gusta de ser director de la Biblioteca?
— Me gusta la gente. A mí me sorprendió la calidad de la gente en este lugar. Mire, yo he escrito mucho sobre lectura, sobre libros, sobre bibliotecas, pero era como escribir recetas y nunca haberme metido en la cocina. Y de pronto descubro que yo no sabía nada de bibliotecas. En esta Biblioteca, quien verdaderamente dirige la Biblioteca es la vicedirectora, Elsa Barber, que es la que…
— Es como el José Edmundo Clemente de Borges.
— Bueno, mucho más talentosa (risas) y no soy Borges, así que la pobre tiene que sufrir eso. Estos años fueron para mí un gran aprendizaje. Aprendo de todos en cada sección. Es maravilloso descubrir gente que está aquí, 10, 20, 30 años, a veces por un sueldo miserable, y que hacen milagros. Esta Biblioteca se sostiene gracias a las novecientos y pico de personas que están trabajando invisibles, secretas y determinadas a que esta Biblioteca tenga la importancia que debe tener.
Yo he escrito mucho sobre lectura, sobre libros, sobre bibliotecas, pero era como escribir recetas y nunca haberme metido en la cocina
— Está hablando de la gente con la que trabaja y ¿qué le pasa como director, como funcionario, con los usuarios de la Biblioteca?
— Y, yo trato de ayudarlos en lo posible. Ahora, en parte somos las víctimas de nuestro propio éxito, porque está viniendo más gente a la Biblioteca, quiere decir que hay más espera para encontrar un lugar. Ahora la Biblioteca se ha convertido en algo más eficiente pero con una mecánica que, bueno, tenemos que aprender a usarla. Como los molinetes para dar acceso, que tienen la mayor parte de las bibliotecas, sobre todo bibliotecas nacionales del mundo, tienen eso. Pero hay un período de rodaje; yo espero por favor que los usuarios nos tengan paciencia, las cosas están mejorando y espero que dentro de muy poco van a tener acceso más fácil.
— A casi dos años de su designación y casi un año y medio de su llegada a la Biblioteca ¿cuáles son las acciones que usted puede destacar de estos dieciocho meses?
— Vamos a ver, aparte de poner el catálogo al día y aumentar la digitalización quisimos definir la Biblioteca como una biblioteca argentina para todos. Esa idea de Borges de la biblioteca universal: ser argentina siendo universal. Entonces firmamos acuerdos con bibliotecas de provincia, con bibliotecas internacionales para tener una colaboración y compartir sobre todo en el siglo XXI fondos digitales para todos los argentinos también en el sentido de que casi toda biblioteca en el mundo es una herencia del siglo XVIII, XIX, de manera que están los prejuicios de aquel momento y entonces, por ejemplo, como lector argentino se definía el hombre europeo, entonces se dejaban de lado grupos, que ni siquiera llamémoslos minoritarios porque no lo son, sino que fueron dejados un poco de lado. Entonces, por ejemplo, estamos creando el Centro de las Culturas de los Pueblos Originarios. Están en creación porque son un proceso difícil porque no quiero que lo definamos desde una perspectiva europea, entonces hay todo otro vocabulario. Vamos a hacer el año que viene una gran muestra sobre la identidad de la mujer desde la colonia hasta las identidades sexuales fluidas del siglo XXI pasando por la historia del feminismo, Victoria Ocampo y demás. Eso nos va a permitir tratar de organizar la bibliografía que tenemos, el fondo lo tenemos, pero de otra manera, no etiquetarlo a través de una definición de la mujer como madre, madre hay una sola, mate una mosca se lo pide el club de madres y ese tipo de cosas que heredamos. Y una identidad que toma en cuenta la influencia de lo cultural, los prejuicios, y los avances en esas identidades.
— Uno de los eventos importantísimos desde su llegada tuvo que ver con la donación de la biblioteca de Bioy Casares y Silvina Ocampo en la cual varias empresas tuvieron mucho que ver. En ese momento, usted nos decía lo importante que sería si pasara algo similar con la biblioteca de Borges, con los libros de Borges. Tengo entendido que se recibieron otras donaciones…
— El problema que tiene esta Biblioteca, como cualquier biblioteca en el mundo, es que no tenemos presupuesto suficiente para hacer lo que queremos hacer, lo que tenemos que hacer. La Biblioteca Nacional de Argentina necesita un fondo argentino, documentos de escritores argentinos, bibliotecas y así. Conseguimos a través de donaciones privadas y de ciertos bancos que se comprase la biblioteca de Bioy y Silvina y la instalamos en la calle México, que recuperamos para la Biblioteca, y donde va a funcionar el Centro de Estudios Internacionales Jorge Luis Borges bajo la dirección de dos de las joyas de la Biblioteca que son Laura Rosato y Germán Álvarez. Pero necesitamos más. Entonces Leopoldo Brizuela, que es nuestro rastreador, trajo a la Biblioteca cantidad de archivos de escritores mayores y menores, conseguimos el archivo de Alberto Girri, de historiadores, de poetas, filósofos, pero no conseguimos el material de Borges que queremos. Lo que la Biblioteca necesita no es versiones finales de los manuscritos, que son menos interesantes para los usuarios, sino las notas, borradores con muchas correcciones. Bueno, y hay ciertos libreros que tienen ese material pero cuestan un montón de dinero, medio millón, un millón de dólares. Entonces no lo tenemos, obviamente. Estamos tratando de solicitar esas donaciones. Somos conscientes de que el país está pasando por momentos difíciles, que hay gente que se está muriendo de hambre, ¿y entonces podemos pedir que se donen manuscritos de un millón de dólares en un momento donde se necesita ese dinero para comer? Yo creo que sí porque no tenemos que concentrarnos solamente en el presente. Si solucionamos solo el problema inmediato del presente ¿qué nos queda para esos lectores futuros que van a querer investigar? ¿Tienen que irse a los Estados Unidos para investigar a Borges? Eso me parece absurdo. Entonces seguimos solicitando eso pero hasta ahora no hemos tenido suerte con la donación de los manuscritos de Borges.
— ¿La recuperación del edificio de la calle México tiene que ver con una reapropiación de Borges como ícono cultural?
— Por supuesto. La Biblioteca Nacional, como dijeron ustedes, es Borges. El símbolo, la sombra que cae sobre la Biblioteca es la de Borges. Entonces es obvio que ese edificio de la calle México donde Borges trabajó tenía que volver a pertenecer a la Biblioteca Nacional. Los turistas vienen, piden ver ese edificio que está en pésimo estado. Se alojó el ballet folclórico allí, una cosa totalmente absurda pero bueno. Hemos logrado que el Ministerio de Cultura nos devuelva ese edificio, las obras van a empezar en agosto. Y no queremos todo el edificio, vamos a dejar la parte del Instituto de Música y ciertas oficinas, vamos a recuperar el primer piso, donde ya están trabajando Laura y Germán, el vestíbulo, la sala de lectura donde vamos a poner los libros que estamos coleccionado sobre Borges, de Borges en varios idiomas, y luego los sótanos y va a estar allí la biblioteca de Bioy y de Silvina.
— Lo escuchábamos decir los otros días que no es usuario habitual de internet. Cuando quiere saber algo inmediatamente y no tiene los libros a mano, ¿cómo hace?
— Antes, cuando tenía mi biblioteca, que ahora está en cajas, iba a mi biblioteca porque sabía dónde encontraba esa información. Ahora mi primer recurso es la memoria. Los lectores tenemos esta biblioteca privada que llevamos encima que es muy curiosa porque cambia de día en día, y por suerte yo, que no puedo acordarme de un nombre, de una cara, de un teléfono, me acuerdo de los textos y me acuerdo de dónde está ese texto en la página. Entonces, si no llego a acordarme precisamente trato de encontrar el libro. Aquí tenemos cinco millones de ítems así que seguramente esa información está, ese libro está. Si no lo encuentro, voy a buscar en internet pero con mucha precaución porque, por ejemplo, la información sobre mí que está en internet, que no la busqué yo sino que la buscaron mis hijos, está mayormente equivocada. Entonces, si no puedo confiar en lo que dicen de mí cómo voy a poder confiar en lo que dicen de alguien un poco más importante como Shakespeare o Dante.
— Naturalmente hay errores en internet, pero también se publican libros de papel con errores.
— Se publican, por supuesto: los libros están plagados de errores. Salvo que en mi caso creo saber manejarme con los errores de los libros impresos mientras que el mundo electrónico me está un poco vedado por falta de experiencia.
— Mencionó que los libros de su biblioteca están en cajas. ¿Dónde están?
— Están en Montreal, en el depósito de mi editora de Quebec. Por una razón muy simple, porque cuesta mucho dinero alquilar un espacio para guardar cuarenta mil libros en cajas, entonces ella me ofreció ese espacio gratis. Cuando vendimos la casa en Francia mandamos los libros allí y están esperándome.
— ¿Es internetfóbico?
— No, no, no, no. Es como decir que soy autofóbico porque no manejo. O telefonofóbico porque no tengo un móvil. No, acepto perfectamente que la gente use estos instrumentos. Pero mire, hay una pregunta del Derecho romano que para mí es muy útil: Cui Bono, a quién conviene esto. Si me conviene a mí lo uso, pero si no me conviene a mí no lo uso, para qué lo voy a usar, ¿porque me dice la publicidad que tengo que tener quince computadoras en mi casa, pantalla gigante, móvil y qué sé yo? A mí no me sirve, entonces prefiero no tenerlos.
— ¿Tiene libros en la mesita de luz?
— Claro.
— ¿Recuerda cuáles está leyendo en estos días?
— Vamos a ver, como estamos preparando una muestra sobre Frankestein para el año que viene estoy leyendo un libro del escritor francés Meirieu que se llama Frankestein pedagogo, que es interesantísimo. Estoy leyendo un clásico ruso que nunca leí, lo estoy leyendo ahora, que es Almas muertas, de Gogol. Estoy leyendo la última novela de Alberto Ruy Sánchez, Los sueños de la serpiente, magnífico, magnífico. Y tengo un libro de poemas de Santiago Sylvester, además. Creo que hay una novela policial también, no me acuerdo cuál ahora.
— ¿Salta de arriba a abajo cuando elige qué leer?
— Según cómo lo siento. Es decir, si siento que tengo la cabeza despejada voy a leer un ensayo. Si necesito despejar la cabeza voy a leer una novela policial.
— ¿Usted es de los que piensan que si uno no quiere terminar un libro tiene derecho a no terminarlo?
— Pero por supuesto, por supuesto. ¿Quién lo obliga a uno? Mire, es una de las pocas cosas donde no hay un padre diciéndole "vos terminá lo que está en el plato porque los pobres chicos en Vietnam se están muriendo de hambre". Con los libros no sucede así, si yo no termino el libro, sé que algún lector en algún momento lo terminará, entonces no me siento culpable.
— Vuelvo a internet, un poquito ¿Está al tanto de la llamada "ley Pinedo" que se está debatiendo en este momento?
— No.
— Es una ley que le quitaría a los proveedores de servicios la responsabilidad de controlar los contenidos de sus plataformas. Y la CAP, la CAL, la Fundación del Libro están en alerta porque esto afectaría los derechos de autor.
— Bueno, no la conocía bajo el nombre de "ley Pinedo" pero es algo que se está discutiendo en todo el mundo. Hay un uso necesario de los textos que los investigadores, los lectores, tienen que hacer y por el cual no tendrían que pagar derechos de autor. Es lo que en el mundo entero se llama fair use y que en Argentina no se aplica. Entonces, por ejemplo, en la Biblioteca tenemos una gran audioteca y no podemos permitir a un investigador copiar más que ocho compases. No le sirve a nadie eso. Entonces tenemos que encontrar la forma en la que el lector que lo usa no para venderlo sino para usarlo para una investigación o porque quiere leerlo por algún motivo lo pueda hacer gratuitamente. Mire, todos mis libros por ejemplo están impresos, entonces se venden. Tengo poquísimos derechos de autor porque, supongo, cualquier lector que vaya a internet puede descargar todos mis libros gratis. Yo no lo he autorizado, me hubiese gustado que me pidieran permiso. Pero esa es una realidad. De manera que yo creo que tenemos que ver cómo contener esa realidad.
— Perdón, ¿y las fotocopias? Porque no se pueden copiar más de ocho compases pero hay una fotocopiadora en el quinto piso.
— Hay una fotocopiadora. Tratamos de controlarlo, por ejemplo hay un acuerdo en muchos países de que cuando usted fotocopia un texto, el dueño del texto, la institución, paga un cierto porcentaje a una agencia que distribuye después el dinero que recauda a los escritores basándose en la proporción de libros que la Biblioteca tiene de un cierto autor. Bueno, eso no existe en la Argentina.
— El día de mañana, cuando deje la Biblioteca, ¿cómo le gustaría que recuerden esta gestión, qué le gustaría que se destaque el día de mañana de su gestión?
— Cómo me gustaría que recuerden esta gestión. (N. de la R: larga, larguísimo silencio) Bueno, primero me gustaría que la recuerden. Y luego, que no puedan reprocharme haber hecho algo injusto. Yo trato de que todo lo que hacemos en la Biblioteca beneficie a los usuarios y a la gente que trabaja en la Biblioteca y soy muy cuidadoso con tomar decisiones que puedan perjudicar a alguien. Quizás eso sería lo mejor para mí cuando yo me vaya, que no me reprochen una injusticia.
— El escritorio de Groussac que después fue de Borges, ¿está en algún lado?
— Está en el Tesoro y va a ir a la calle México, donde tiene que estar. En estos días se va a mudar.
— Muchísimas gracias.
— Muchas gracias a ustedes.
— Igual me quedo muy tentada de regalarle un lector electrónico, director…
— Cuando aparecieron los lectores electrónicos, Apple me mandó uno porque querían que escribiese una nota de cómo yo leía y me resultó insoportable. Me resultó una mala imitación de un libro. Es decir, estaba… Era la imitación de un libro, entonces digo: ¿para qué necesito una imitación de un libro si tengo un libro? Yo digo siempre que, bueno, leer un libro electrónicamente para mí es como tener sexo virtual, yo prefiero lo verdadero.
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