Por Marcelo Carnero
En el año 83, después de que se incendiara el conventillo en el que vivíamos y de pasar meses durmiendo todos en la única cama de un altillo prestado, con mi mamá y mis hermanas llegamos al conventillo de unos tanos que parecían salidos de un delirio de Fellini.
Al lado de las habitaciones que ocupamos vivía una familia. Él era armenio, ella italiana. Tenían una hija de la edad de mis hermanas. Ni bien llegamos, Señora me adoptó como si fuera su hijo. Muchísimas veces que en mi casa no había para comer, ella me invitaba a comer a la suya. Si era el mediodía almorzamos mirando a Pepe Biondi. Si era de noche mirábamos Realidad '83.
Como tenía un problema de salud, no podía bajar la escalera que daba al patio. Eso no impidió que cada vez que cruzara la puerta de su casa, nos divirtiéramos como locos. Esos ratos que pasábamos eran islas de felicidad. Entonces aprendí a aprovecharlos al máximo. Me sentaba en un sillón de mimbre que tenía en el comedor y mientras ella cosía, tomábamos mate y charlábamos.
Esos ratos que pasábamos eran islas de felicidad. Entonces aprendí a aprovecharlos al máximo.
Adoraba esos momentos en los que me contaba historias de otros inquilinos que hubieran pasado por el conventillo. Como cuando escarbando entre la chapa y la madera de la cocina de mi casa, encontré un montón de muelas y dientes envueltos en billetes de lotería viejísimos. Esperé a que se levantara de la siesta y fui corriendo a mostrarle mi tesoro. Ella frunció el ceño y después de un rato de estudiarlos, develó el misterio. Durante años el único regalo que yo recibía los días de mi cumpleaños era de ella. Me esperaba atrás de la puerta de su casa y a las 7.30 de la mañana, que era el horario en el que yo salía para el colegio, aparecía con una cajita sylvapen que, además de los marcadores, siempre traía unos australes.
Cuando desde La Boca, escuchábamos la sirena del Docke y el río crecía, nos pasábamos las tardes amasando pan y jugando al chinchón o a la guerra. En chiste me persiguió todo un invierno porque en una partida me había ganado el único abrigo que tenía. Antes de salir yo miraba por la cerradura para asegurarme de que no hubiera moros en la costa y pasaba zumbando por el lavadero. Mientras bajaba a saltos la escalera, escuchaba sus carcajadas a todo volumen. Un mediodía, después de almorzar, le pregunté qué iba a hacer y me dijo que iba a mirar la novela y a dormir la siesta. Le pedí si me podía quedar con ella y me dijo que sí. Nos acostamos en la cama y de repente sentimos un ruido y nos fuimos al piso. Los dos nos miramos sorprendidos y entre carcajadas me dijo: "Me parece que rompimos la cama, negro". Nunca me voy a olvidar de su voz burlona gritando "Forza azurra" cuando Italia metió el primer gol en el partido contra Argentina en el mundial del '90.
Tampoco que algunas noches de verano, rompía la veda que le imponía su cuerpo y bajábamos con una banqueta a sentarnos a la puerta de calle. Esas noches, que siempre van a ser hermosas, nos quedábamos hasta tarde hablando, comiendo sándwiches de tortilla de zapallitos. A veces me dormía sobre su falda mientras me acariciaba el pelo y me cantaba en italiano: Piu piu piu canaru, cantando triste, de pena llora porque te fuiste.
Algunas noches, cuando no puedo dormir, me trepo a esa voz para que me lleve. Se llamaba Teresa, pero nunca pude llamarla por su nombre, hasta el último día que la vi y todavía hoy, cada vez que la nombro, la sigo llamando Señora, queridísima Señora.
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