En la ciudad de Buenos Aires hay calles que recuerdan a virreyes, caudillos variopintos, grises integrantes de Triunviratos y hasta a presidentes de la década infame. Pero Rosas, el hombre que ejerció durante décadas la suma del poder público, no tiene ni un pasaje. Juan Manuel de Rosas es una grieta añeja en la historia argentina. Sabido es que su propiedad de Palermo fue arrasada, que se construyó sobre aquel solar una estatua nada menos que de Sarmiento y que hasta se bautizó todo aquello como parque 3 de febrero, fecha de Caseros, la batalla que puso fin a su gobierno.
Durante el kirchnerismo se le puso Juan Manuel de Rosas a una estación del subte D aunque no prosperó la idea de trasladar ese nombre a la avenida Monroe. También se decretó feriado el 20 de noviembre, Día de la Soberanía en conmemoración de la Vuelta de Obligado.
El menemismo había vivido un rosismo precoz: la repatriación de los restos del Restaurador desde Inglaterra fue parte de una liturgia que quiso dar marco a una idea de reconciliación que incluía los indultos. Pero poco después Rosas fue desapareciendo del discurso oficial de los 90 casi a la misma velocidad que las patillas del rostro del primer mandatario. Las palabras "soberanía" o "federalismo" a las que podía asociárselo pasaron a ser parte de un léxico en desuso.
Estas tensiones en torno a la figura de Rosas, siempre entre la exaltación y el denuesto, también se experimentan en el cine argentino. Dos películas tensan la cuerda con una diferencia de 12 años, algo que en nuestro país siempre es demasiado tiempo. Sobre todo si hablamos de los vertiginosos años que van del 72 al 84.
El único filme que encara un intento biográfico es Juan Manuel de Rosas (1972), del director Manuel Antín. Lo hace desde un tono reivindicatorio, con guion de José María Rosa, uno de los máximos exponentes del revisionismo histórico. El productor de la película fue Diego Muniz Barreto, que puso dinero, prestó muebles y hasta aportó al elenco: su mujer y sus hijos actúan en el filme. "Era más un interés en Rosas que en el cine", recuerda hoy su hijo Diego.
Barreto había pasado en pocos años de ser empresario pesquero a adherir a la Tendencia. En los 70 conoció la cárcel y la Cámara de diputados. En el 77 sería secuestrado por una banda encabezada por Luis Patti y aparecería muerto en un accidente de auto fraguado por las fuerzas del terrorismo estatal. Tenía 43 años.
Antín, a quien se vinculaba con un cine de influencia europea, acentúa con JMR un giro hacia una cinematografía más cercana a cierta épica nacional que había iniciado ya con Don Segundo Sombra (1969). Las películas "históricas" sobre personajes del siglo XIX vivían un pequeño auge en un contexto difícil para filmar, cuando los créditos escaseaban y se hacía sentir el Ente de Calificación Cinematográfica instaurado por Onganía.
JMR escapa a la estructura clásica para construirse a partir de una serie de flashbacks que se disparan desde el presente triunfante de Obligado. Hay un discurso con rasgos catequísticos en el que estampas (o estampitas) de la vida del Restaurador sirven para ilustrar ideas y virtudes en un recorrido que va desde la "anarquía" de los 20 hasta el momento de máxima gloria militar. De hecho, la película no llega al final del régimen rosista sino que termina con los festejos de 1845.
Uno de los argumentos con los que se intenta reposicionar a Rosas es su cercanía al indiscutible San Martín. Por eso se apela una y otra vez a la famosa carta que le envía el Libertador de América en 1848 con motivo de la victoria de la Confederación sobre las fuerzas francesas y británicas en las costas de San Pedro.
Y si hacia atrás se piensa en San Martín, hacia adelante se está pensando en Perón. Rosas –interpretado por un Rodolfo Bebán con presencia teatral y reflejos capilares- le dirá a Dorrego (Alberto Argibay) que "los gobiernos populares son mal vistos por algunos". Y en sus negociaciones con Lavalle (un atribulado Sergio Renán) prometerá: "Como representante del Partido Federal me hago responsable de un pueblo que, ante todo, es bueno". Alusiones que en el escenario del 72, con Perón en el exilio y al borde de un regreso impostergable, tienen ecos que se pretenden proféticos. Se reestablece cinematográficamente la línea San Martín-Rosas-Perón, tan taquillera entre los sectores más ortodoxos del peronismo.
Juan Manuel de Rosas está atravesada por los tics más comunes de cierto cine histórico. Los personajes carecen de cualquier tipo de contradicción, lo que les otorga más eficacia didáctica que interés dramático. Además, hablan como si estuvieran escribiendo: de hecho muchos de los diálogos son citas textuales de cartas y escritos varios. A esto hay que sumarle un rasgo ciertamente risible: en la necesidad de dejar claro las coordenadas temporales se escuchan líneas de grueso corte informativo: "¡Qué difícil es gobernar en este año 1820!", se queja alguien. Y los personajes se llaman entre ellos de un modo reconocible para el espectador del siglo XX: "¿Usted qué piensa de esto, José Mármol?" le pregunta alguien al escritor, encarnado por un joven Andrés Percivale.
Doce años después, la elección de una historia basada en hechos reales sirve para contar el lado oscuro del régimen: en mayo de 1984 se estrena Camila, de María Luisa Bemberg. Narra el romance de Camila O´Gorman y el padre Ladislao Gutiérrez, que desafía usos y costumbres de una época opresiva desde el seno mismo de una familia ligada al rosismo. Por eso va y viene entre la denuncia política y la telenovela, en un mix que explica –seguramente- parte del suceso: la vieron cerca de 2,5 millones de espectadores. Camila haría además un exitoso recorrido por festivales internacionales llegando a la nominación al Oscar a la mejor película en idioma extranjero de ese año. Y sería –por lejos- la película más exitosa de María Luisa Bemberg.
Los cambios políticos del 83 modifican para bien las reglas de la producción de películas. Se disuelve el Ente de Calificación Cinematográfica y el INCAA vuelve a incentivar a la alicaída producción local. El primer presidente del Instituto en democracia va a ser el propio Manuel Antín. A esto hay que sumar el comienzo de un eficaz esquema de coproducciones con España. Un acuerdo ventajoso que en contrapartida llenaría la pantalla de criaturas curiosas: los personajes "cláusula de coproducción", actores ibéricos que aparecían de maneras muchas veces injustificadas. En el caso de Camila se opta por Imanol Arias, que para hacer de sacerdote tucumano usó la voz de Lelio Incrocci, actor experto en doblajes.
Si la película de Antín transcurre –casi exclusivamente- en los escenarios del poder (los dirigentes y sus reuniones o conspiraciones), la de Bemberg se mueve en el territorio de la vida cotidiana, claro que de los sectores altos ligados a la estancia. En una se establecen motivos y causalidades de las decisiones políticas, en otra: sus consecuencias.
También las separa un abismo en el tratamiento del rol de la mujer. En JMR es presentada como mero tándem de apoyo de las decisiones del líder. Lo más parecido al cuestionamiento será el diálogo "educativo" en el que su papá "le explica" a Manuelita por qué debe fusilarse a Camila y Ladislao. Sí, también hay en JMR una explicación para eso: "han incurrido en crímenes de escándalo sacrílego que es penado con la muerte", expone -paternal- don Juan Manuel. Y agrega: "Usted sabe que he perdonado a muchos unitarios pero a los federales no puedo hacerlo. Ellos son los que deben dar el ejemplo."
En Camila, por el contrario, hay una abuela confinada por criticar al régimen y una nieta que decide arriesgar su vida por amor. Camila O´Gorman (trabajo consagratorio de Susú Pecoraro) toma las decisiones en una aventura en la que el hombre es siempre el eslabón débil: el que duda, el que tiene culpa y el que finalmente se paraliza cuando les ofrecen la posibilidad de huir. María Luisa Bemberg, una directora mujer -cuando eso era ya de por sí una rareza- hace de la rebeldía femenina contra las instituciones una constante de su cine.
Hay sin embargo algunas imágenes que aparecen indistintamente en ambas películas: la del retrato de Rosas formando parte de la iconografía de una iglesia y la de algunas patrullas mazorqueras gritando "Viva la Santa Federación" en la oscuridad, a modo de amedrentamiento. Pero ambas toman sentidos opuestos según la película en la que son incluidas. Algo que vendría a probar que las imágenes nunca vienen al mundo solas y con un sentido completo. Siempre son según lo que vino antes o lo que siga después.
JMR es un producto de los 70, propone una lectura acerca de la relación entre líder y pueblo, y establece –de un modo cándido o temerario- un relato en el que la violencia no es escondida sino que es más bien entendida, cuando no justificada. Camila tiene las marcas de la primavera alfonsinista. La violencia nunca tiene motivos ni contextos que la hagan entendible. Y la historia puede ser leída siempre como un largo enfrentamiento entre la libertad y la opresión.
Ambas películas tienen un valor histórico que excede largamente sus intenciones. Y es que más allá de los propósitos y de los géneros, todo cine es histórico.
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