Por Martin Kasañetz
Lo primero que recuerdo es el paredón interminable. Íbamos doblando por la avenida y el paredón del cementerio de la Chacarita era un gigante alargado. Yo trataba de estirarme para poder mirar por la ventanilla del auto de mis viejos y leer los grafitis. "Perón Vuelve", decía uno de los que siempre leía. Después el clásico del barrio: "Chacarita capo de la B". Eran los años ochenta, apenas tenía 8 o 10 años y me llamaba la atención ese gigante que ocultaba del otro lado algo que me daba miedo.
Después recuerdo el parque Los Andes, pegado a aquel paredón. El Parque de las Ánimas lo llamaban en el barrio porque había sido el primer cementerio antes de la construcción de la Chacarita. Se llamaba el cementerio del Oeste y, decían, que no se habían podido levantar todos los restos mortales al momento de mudar el nuevo cementerio. Este parque aún tiene unos árboles gigantes y oscuros. Más tarde supe que se llaman Tipas y, además de su aspecto lúgubre, sueltan unas gotas de resina que cae como lluvia a los que pasan por debajo – "Escupe", decían mis amigos "en serio, fijate" -.
Escupía de verdad y cuando alguna gota caía sobre nosotros nos reíamos. Pero la primera vez que fui a ese parque la voy a recordar para siempre. Me llevó mi viejo y trajo una pelota naranja recién comprada. La pelota brillaba y me parecía hermosa. Mi viejo me indicó que me aleje unos metros y empezamos a hacernos pases, primero despacio y luego cada vez más fuerte. En uno de esos golpes mi viejo levantó la pelota varios metros hasta que golpeó una de las Tipas que nos rodeaban. La segunda vez fue más fuerte y la pelota subió pero no volvió a bajar. Las Tipas se habían quedado con ella.
Cuando fui más grande empecé a escribir pequeñas historias. Muchas sin sentido. Relatos que incluían leñadores que mostraban su valentía luchando contra fantasmas en el bosque. El primero se llamó El leñador y los fantasmas e incluía un final absurdo en donde Argentina pagaba la deuda externa y se salvaba. En mi casa familiar se discutía mucho de política y se me mezclaban las historias heroicas contra el más allá con la situación económica argentina que escuchaba de fondo.
Años después leí una historia que me cautivó: en 1871, la ciudad de Buenos Aires vivió el último brote de fiebre amarilla que diezmó a la población de la ciudad. La capital pasó de tener un promedio de 20 muertes diarias a 500. En un intento por resolver qué hacer con tantos cadáveres se instaló una locomotora inglesa que recorría la calle Corrientes día y noche transportando a los muertos de la peste. La locomotora partía de Centroamérica (Av Pueyrredón) y Corrientes hasta el Cementerio del Oeste (Parque Los Andes). En mi cabeza pude ver un tren fantasmal atravesando la noche, cargado de ataúdes, manejado por dos inexpertos voluntarios. Ese fue el comienzo, la idea disparadora de Los acostados.
La escritura de la novela comenzó con un diario personal, fechado el 12 de Abril de 1871, de uno de los voluntarios que manejaban la locomotora de la muerte. Se trataba de León Paz, un catedrático de la UBA, un hombre de ciencias, que debió enfrentarse a sus temores y conducir la máquina.
Mientras yo escribía la novela, todo parecía haber estado ahí desde siempre, esperando: el parque Los Andes, el paredón, la calle Corrientes y los muertos. Todo se iba combinando dando forma a la novela. Pero todavía faltaba algo. Necesitaba un enlace con la actualidad que pudiera articular una parte con la otra. Y ahí vinieron las otras historias. La gente del barrio que empezó a participar con su pasado. Apareció el viejo ex militar, Emilio, partícipe de la dictadura; Amada Eva, la adivinadora con las cartas del peronismo, que utilizaba las figuras del movimiento para comunicarse con el general Perón; apareció José y su amigo, jóvenes cuidadores del mantenimiento del cementerio de la Chacarita. Pero también el Rubio y Osvaldo, ex combatientes de Malvinas, con su taller mecánico ahora vuelto un lugar para la delincuencia. Todos ellos trajeron sus muertos: los de la peste, los de la dictadura y los de la guerra de Malvinas. Formaron un objeto de dos caras, una que apuntaba al pasado y otra a la actualidad, ambas en el mismo lugar geográfico más de cien años después.
Los acostados son nuestros muertos. Los que aún hablan y en muchos casos reclaman justicia. Este es su relato, ubicados en un punto geográfico mínimo, apenas una conexión con nuestra historia, pero que aquél paredón no logra silenciarlos.
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