La novela de Ana Paula Maia se llama Así en la tierra como debajo de la tierra. Aparece con el sello de Eterna Cadencia, que ya tradujo, en 2015, De ganados y de hombres. Ambas versiones son de Cristian De Nápoli y me atrevo a decir que muy buenas. Ana Paula Maia es brasileña. A los amantes del color local, esas dos novelas pueden confirmarles la idea de que lo "brasileño rural" se expresa con una violencia arcaica. Sin embargo, esta lectura sería simplemente de superficie. Las novelas de Maia no son imposiciones de un destino identitario, sino de una elección estética.
La violencia de esta nueva novela se ejerce sobre todas las cosas y todos los hombres. Impresiona por el detalle: la cabeza de un jabalí es minuciosamente descarnada y, después, enterrada en un pozo para que las hormigas terminen de limpiar el cráneo, que, de este modo, queda preparado para recibir, sobre los huesos pelados, la piel del animal que antes fue arrancada a cuchillo. En la colonia penitenciaria donde estas cosas suceden como labores normales de los presos, el jefe se dedica a exterminarlos. Los lleva de a dos a correr en el monte, de noche cerrada; deja pasar algunos segundos que les otorga como ventaja y tira a matar. El carcelero queda impávido cuando los pedazos de cerebro le salpican la cara. Finalmente, ¿qué es un preso? Vivo, arrastra una tobillera explosiva que lo haría pedazos en cuanto se atreviera fuera del límite de su cárcel. Muerto se lo entierra, sobre otros cadáveres, incluso sobre huesitos de niños.
Tales cosas pasan en la tierra y debajo de la tierra porque la violencia no causa escándalo. Incluso los muy viejos o los casi tullidos reconocen en ella un instrumento neutro y necesario. Han sido asesinos a sueldo y la mayoría sigue siendo corajuda. Melquiades, el jefe de la prisión, vive allí sin recordar una cualidad moral que sea diferente a la crueldad, el coraje o la destreza física. Nunca conoció a un hombre bueno. Su trabajo es "cuidar que los demonios no se escapen de ese infierno". Mata hombres y, una noche, se le ocurrió liquidar cinco caballos. Esa carnicería fue el inicio de la periódica cacería de presos.
La escritura es tan seca para narrar los tormentos de los hombres como de los animales. La muerte de un caballo tiene antecedentes inolvidables: en las primeras páginas de Crimen y castigo de Dostoievski, a la salida de una taberna, se castiga hasta matar al que arrastra un carro; y, por supuesto, el último abrazo de Nietzsche a un caballo apaleado en las calles de Turín. En la novela de Maia, la sequedad de los disparos parece casi más piadosa.
Hombres y animales pertenecen a la misma especie: la de los seres vivos. Las hormigas trabajan despellejando la cabeza del jabalí que Bronco Gil, personaje central de Así en la tierra como debajo de la tierra, mató de un flechazo cuya precisión es más certera que los palos y las patadas que recibe el caballo en la novela de Dostoievski. Respecto de los restos humanos, lo único que queda por hacer es enterrarlos antes de que se los coman los insectos o los cuervos.
Así es la vida o la muerte en la colonia penitenciaria. Nadie puede ser acusado de crueldad en un escenario donde todos son crueles y todos han matado. Se trata de sobrevivir bajo una ley violenta. Donde deberían encontrarse cuarenta y dos convictos, quedan solo tres. En realidad, no falta nadie, porque los hombres que han muerto "son cosas que no sirven". De esto se convence el oficial que ha llegado para inspeccionar. Comprueba que, allí donde los presos han vivido, casi no hay vida.
La sangre, las cuchilladas, los golpes, las humillaciones físicas son extremas y se ejercen sobre hombres que conocen esos límites, que los han pisado y los han impuesto sobre otros. Asesinos por encargo o por venganza, no piden nada, excepto una imposible huida, porque "ellos corrigen con una bala en la cabeza y nos hacen libres cuando nos matan. Al final somos todos libres, porque al final estamos todos muertos".
Sería fácil y equivocado pensar que esta colonia penitenciaria evoca otras igualmente crueles de la literatura occidental. La colonia kafkiana es el escenario de una violencia refinada. En ese aspecto, la imaginación técnica caracteriza también a una dura novela escrita por una mujer: Trasfondo, de la argentina Patricia Ratto (publicada en 2012 por Adriana Hidalgo). Maia se propone no atenuar y, por eso, escribe sin desvíos: del desprecio por la vida a la matanza; del odio al odio. Esa es la sustancia de los personajes. Algunos, porque son viejos o tullidos, tienen un patetismo del que carecen los jóvenes o los diestros. Pero es una diferencia menor.
Sin embargo, esta acumulación no es monótona. Cada una de las violencias tiene sus rasgos, como si se tratara de un paisaje moral único con pequeñas variaciones. Quien las imagina, con una intensa verosimilitud descriptiva, es una mujer. Si esta novela se leyera sin nombre de autor, bajo el anonimato, seguramente muchos dirían que fue escrita por un hombre, no solo porque no hay personajes mujeres, ni pasamos por los habituales episodios donde aparece una niña o una adolescente, sino por la obsesiva precisión de su violencia: tiros, cuchilladas, degollinas, patadas, quebraduras, costras de mugre y sangre. Es una novela de hombres, narrada por una mujer.
Hay mucho para pensar sobre esto. En primer lugar, que se han borrado los rasgos que pudieran conducir a una dimensión autobiográfica, aunque sea remota y enmascarada. No hay madres, no hay niños, no hay sentimientos dulcificados por aquello que la sociedad atribuye a las mujeres o por lo que las mujeres poseen "naturalmente" como destino. Es un tema de hombres; una ficción que enfrenta hombres en una cárcel de hombres, que no se detienen a pensar ni a sentir la violencia, no desean otra cosa sino escaparse. En este sentido es literatura distante de lo que se dice que es la sensibilidad femenina, literatura indiferente a los mitos y al imaginario de género. Excepto en la denuncia de la violencia ejercida por un hacendado sobre la muchacha que será la madre del personaje más fuerte del relato: Bronco Gil, un indio a quien un buitre le comió un ojo.
Maia muestra posibilidades que la literatura escrita por mujeres no acostumbra explorar. No escribe desde la subjetividad de género ni desde los saberes que se le atribuyen. No expone rasgos del "yo", ni historias que lo evoquen. El narrador es un narrador, sin marcas femeninas. Más bien al contrario. O quizás también podría decirse que esas marcas femeninas están en la posibilidad de mantener una distancia dura, y probar que una escritora puede escribir sobre una violencia masculina, sin otros gestos. Muestra que la literatura puede independizarse de las experiencias de quien pone su nombre de autora y ejerce su poder de narrador. Finalmente, no necesita de la primera persona, que a veces parece más una condena que una liberación de la subjetividad femenina.
Literatura, en este sentido, experimental.
*Fuente: Télam
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