Viaje apasionado y pleno de nostalgia al cine de los 80

"La máquina de chicle y de neón" propone una excursión hacia los fenómenos populares de una década marcada por el reaganismo y el período final de la guerra fría, a la vez que el comienzo de una etapa dominada por la tecnología. Su autor cuenta en Infobae cómo surgió la idea del libro

Por Sebastián De Caro

La máquina de chicle y de neón empezó a ser un sueño en interminables charlas de café y cine con Leo D'Espósito (el editor y director de la colección de Paidós) anteriormente solo había escritor ficción y el sueño de un libro sobre cine estaba ahí. La idea era construir un libro sobre el cine de los 80, pero poco a poco mutó a un viaje a lo que fue ese cine, la cultura de VHS y la aparición de tantos íconos y cultura pop. Se me ocurrió también sumar charlas con directores, amigos y mentores, a la vez que confeccioné una lista caprichosa sobre clásicos y películas menores. Ojalá el libro sea un ticket hacia ese tiempo para los que lo vivieron y una ventana para los que no…

La noche del 4 de noviembre de 1980, Ronald Wilson Reagan se convirtió en el cuadragésimo presidente de los Estados Unidos; asumiría el 20 de enero de 1981 y dejaría el poder otro 20 de enero, en 1989. El 30 de marzo de 1981 atentaron contra su vida; sobrevivió superando a Lincoln y a Kennedy. Era actor, un mal actor; pero había llegado a presidente del Screen Actors Guild (SAG). En Volver al futuro, el Doc Brown de 1955 se le cagó de risa en la cara a Marty McFly cuando le contó quién iba a ser el presidente en 1985. Bodhi, por otra parte, siempre prefirió su máscara para los atracos perfectos de la banda de los ex presidentes en Punto límite.

Volver al futuro

Reagan marcó el pulso de los Estados Unidos en los ochenta y, en gran medida, también el pulso del mundo. Lo reaganiano –ese término que podría tener tantas acepciones, desde la cocaína, el consumo y la violencia gráfica hasta la propaganda kitsch– implicaba muchos colores para esa década fundamental en la cultura popular. Antes de continuar, arriesgo una breve lista de diez nombres fundamentales de esos años:

  • Stephen King (escritor de varios hits de la década, adaptado al cine varias veces).
  • Christa McAuliffe (la maestra de colegio que falleció en el fallido viaje del Challenger).
  • Magic Johnson (jugador de los Lakers que contrajo VIH y logró curarse).
  • Michael Jackson (superestrella pop que con Thriller cambió la historia del mercadeo musical).
  • Gary Coleman (estrella de TV con problemas de crecimiento que protagonizó Blanco y negro, 
  • una de las más extrañas sitcoms de la historia).
  • Madonna (diosa del pop que básicamente inventó miles de clones que jamás lograron estar ni 
  • cerca de su belleza y controversia).
  • Martina Navratilova (jugadora de tenis, ícono gay).
  • Prince (gurú de la música y excéntrico esteta genial).
  • Alain Prost (piloto prodigio que, después de Senna, era el mejor en las pistas).
  • Mijaíl Gorbachov (referente del comunismo  y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, enemigo de Reagan, bastante bien parodiado en Rocky IV).

Reagan y estos nombres constituyen parte del espíritu de esos tiempos inolvidables cuyas luces y sombras siguen tocándolo todo. Estas páginas van a contar un viaje que se inicia con la aparición del VHS, que continúa con el gran espectáculo y que culmina con Michael Keaton en un tejado gritando "I'm Batman!". Advierto: será un viaje personal, apasionado y lleno de nostalgia. Éramos chicos, estábamos en Villa Crespo, el cinismo no era moda y Bazooka parecía no tener límite para inventar gustos de chicle nuevos. Imaginemos un tiempo donde los videojuegos recién asomaban, las computadoras personales no habían aparecido aún y los cumpleaños infantiles a veces se transformaban en pequeños festivales de cine. Los niños de los setenta y ochenta vivieron aquellas míticas proyecciones hogareñas de películas en Super-8, en realidad de tres o cuatro rollos que resumían algo de la trama o las mejores secuencias de los éxitos del momento. Star Wars, El planeta de los simios o Dedos de oro: cualquier cosa podía suceder. El plato fuerte de aquella reunión a todo chizito y sanguchito de miga era el cine y luego de veinte minutos de gloria, a correr jugando a la película del momento. Así vi Tiburón por primera vez, así vi Star Wars por primera vez.

“Star Wars”, ícono de la década

Hubo un cumple legendario e inolvidable en mi historia familiar. Sucedió el 16 de junio de 1986. Además del gol de Pedro Pablo Pasculli que permitió a la Selección Argentina ganarle a Uruguay en Puebla, mi hermano Pablo festejó su cumpleaños. En la calle Camargo 327, un grupo de infantes asistimos a la proyección de DARYL, la primera película que vi en VHS. Sé que hoy una serie, un dibujo animado o miles de videos se ven en celulares, en tablets o en lo que sea. Por lo tanto, no suscita sorpresa o magia el concepto del cine en tu casa. Pero esa tarde de los ochenta, ese concepto apareció como una trompada al cerebro. Se podían tener películas para ver cuando uno quisiera, se podían tener cajitas con afiches; uno podía ser dueño de las imágenes que más lo conmovían y recurrir a ellas como quien recurre a un amuleto, a un lugar seguro. El cine era nuestro.

Empezaron las visitas de sábado a la tarde a los videoclubs: Video Audio Kleid, en la calle Drago, Wingate en Aráoz y el Family en Camargo. El ritual de elegir entre tres a cuatro títulos para devolver el lunes, lo ominoso de las cajas rental (las que eran gigantes), los títulos cambiados, el arte alternativo, los consejos de los videoclubistas, acaso barmans reformulados –"Maestro, lo de siempre"–, y la data precisa sobre esa gema oculta y hecha a medida para cada cliente formaban parte del ritual. Así eran los fines de semana en casa, mientras que los cines se dividían entre las salas del Centro y las de barrio.

“Karate kid”

En el Centro, los estrenos con lobby cards en las puertas de vidrio y promociones imposibles (el sorteo de la BMX en Los bicivoladores, el avión para armar en la reposición de 1941, los dientes verde fluorescente de La hora del espanto 2, las calcomanías del logo de Muchacho lobo y las remeras de Los cazafantasmas 2, una por persona). Eso y la vincha de Karate Kid: eso era ir al cine. En los barrios se armaban programas dobles dedicados mayormente al cine de acción y aventura de los sesenta y principios de los setenta: Gerónimo, Condorman, El ladrón de Bagdad y El pirata hidalgo eran algunas de las películas programadas en el Rialto de Canning y Córdoba.

Todo parecía dar cuenta de un fenómeno único: el cine como espectáculo total, como vehículo para videojuegos, muñecos, discos y todo lo que podamos imaginar. Desde novelizaciones de cada película hit hasta Atari haciendo lo imposible por tener un vínculo más o menos aceptable entre las carátulas de los juegos y la animación de estos.

Gary Coleman, protagonista de “Blanco y negro”

Por año había tres o cuatro hits que todo el mundo sentía que tenía que ver, como una obligación. Como cuando vimos por primera vez Volver al futuro, El cristal encantado, El secreto de la pirámide o El último guerrero espacial. Caminar por la avenida Corrientes, mirar el frente del cine Los Ángeles, leer en neón aquello de "la primera sala del mundo dedicada a Walt Disney", cruzar a Pumper Nic, llevar a la abuela a ver Tron, matar por los libros de Plesa, por la Guía del buen detective, o la del buen espía; vivir el terror de El misterio de la casa de piedra, acaso el título más importante que leí de Elige tu Propia Aventura. Eso era. Un momento tan poco cínico, tan luminoso…; quizás lo más cerca que una hamburguesa estuvo de Rembrandt. Así lo recuerdo, con mucho amor y profundo agradecimiento. Fueron días de novedades, de misterio y de muchas primeras fascinaciones, y este libro trata de rescatar su sentido.

Bienvenidos a La máquina de chicle y neón.

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