Sylvia Molloy: memorias de una lectora exquisita

Una mirada aguda sobre "Citas de lectura", el último ensayo de la gran escritora y crítica argentina radicada en Estados Unidos, editado por Ampersand, que reconstruye su itinerario de lectura y las huellas de esos escritos clave.

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(Télam Foto Archivo: Gentileza Javier Narváez Estrada/AA)
(Télam Foto Archivo: Gentileza Javier Narváez Estrada/AA)

A la autobiografía oblicua que los libros de Sylvia Molloy componen desde hace años sin proponérselo, acaban de sumarse, previsiblemente, unas páginas sobre la lectura. Experta en la retórica de la escritura autobiográfica hispanoamericana que estudió en un ensayo ya clásico, Acto de presencia, Molloy sabe que si hay una escena elocuente del escritor frente al espejo es precisamente la escena de lectura. "Al lector con el libro en la mano", se lee en el comienzo de Citas de lectura, y ya la dedicatoria es una "cita de lectura": la frase robada a Sarmiento es la misma que abre el capítulo sobre Sarmiento-autobiógrafo en Acto de presencia y por lo tanto un homenaje al maestro. "El lector con el libro en la mano, el 'traductor' de las minas de Copiapó, el jactancioso que lee a los apurones y cita mal, el apropiador -por no decir plagiario- de vidas otras", escribe Molloy en uno de los dos fragmentos que le dedica, "se volvió uno de mis guías."

Como Borges, es cierto, Sarmiento ocupa un lugar central en la biblioteca (Molloy confiesa que Facundo y Recuerdos de Provincia la acompañaron en todas sus muchas mudanzas), pero si Sarmiento-lector se jacta de "leer muy bien", de traducir a una velocidad prodigiosa y de dominar los clásicos en varias lenguas, Molloy en cambio es toda discreción y sutileza. Y si la figura que rige la autobiografía es la prosopopeya, la suya habla en voz muy baja y cultiva más bien la atenuación, la economía y la modestia. Antes que exhibir las lecturas, Molloy las aminora, les quita exclusividad y brillo, y las cuela en el fondo de una escena como quien muestra con cierto pudor una foto íntima. Claro que en su biblioteca están los clásicos de la escuela inglesa y la academia francesa, los de la profesora neoyorquina y la lectora crítica, y hay entre sus "citas de lectura" cameos de Dickens, T. S. Eliot, Stendhal, Flaubert, Gide, Barthes, Rubén Darío o Clarice Lispector, y encuentros cercanos con Borges, José Bianco, Victoria y Silvina Ocampo. Pero antes que recorrer la biblioteca para componer la escena, Molloy aquí la descompone, confiesa lo que no ha leído, rescata lecturas marginales o clandestinas y, para escándalo de la théorie, elige recordar al escritor en persona antes que el primer encuentro con el libro.

Confiesa por ejemplo que su conocimiento de la literatura latinoamericana dejaba mucho que desear cuando aceptó un puesto como profesora en una universidad norteamericana ("aprendí la literatura latinoamericana enseñándola") y que no había leído Pedro Páramo antes de incluirlo en un programa; que sus primeras lecturas en castellano fueron fragmentos de best sellers (de preferencia escenas de sexo, homosexualidad y violencia) leídos a escondidas en la mesa de luz de su madre, y que las primeras en inglés fueron también fragmentarias, a expensas de la directora del colegio británico, una inglesa práctica que para no aburrir a las alumnas salteaba páginas enteras de los clásicos decimonónicos.

La escena de lectura, parece decir Molloy ahora frente al espejo, también se recupera en lo que se lee en diagonal, a las apuradas o a escondidas, y hasta en lo que no se ha leído. Cuentan incluso las lecturas raras, insignificantes o triviales, que la mayoría de los autobiógrafos que estudió seguramente dejaron de lado: libros de recetas nimbados de exotismo en la lista de ingredientes, un poemario de un mediocre escritor francés prenda de amor entre sus padres, un viejo libro de lectura escolar con imágenes de Perón y Evita.

Contrariando bibliotecas enteras de teoría literaria que han querido borrar a la persona que esconde el texto, Molloy, la autora de Las letras de Borges, uno de los grandes ensayos críticos sobre Borges, dice aquí que no recuerda cuándo lo leyó por primera vez, pero recupera dos encuentros "con el hombre", y también con José Bianco, Victoria y Silvina Ocampo. Son escenas de tono menor con la misma atenuación del resto ("inconsequential", como ella misma las define con una de las pocas palabras en otra lengua que muy de vez en cuando se cuelan en el recuento), y sin embargo resumen bien las mismas peculiaridades poéticas que ya ha señalado en sus lecturas críticas. Una escena con Silvina Ocampo, por caso (que malentiende el título de su primera novela, En breve cárcel por En breve cáncer), se recupera como cifra de su "invitación a ver el otro lado, los posibles otros lados de las cosas", y uno en seguida recuerda unos versos de Silvina: "Afuera está la primavera inmunda; la irisada paloma que fecunda; los insectos que son como ladrones, ya lo sé, en los azahares con limones…" Sucede más de una vez. La evocación íntima de Molloy se vuelve empática en el juego de espejos; "el lector con el libro en la mano" que la está leyendo también recuerda y compone sus propias citas en el blanco generoso que separan los fragmentos.

Jorge Luis Borges (Getty)
Jorge Luis Borges (Getty)

Como era de imaginar, los temas de sus ensayos y sus ficciones -la autofiguración, la pose, el olvido-, sobrevuelan las escenas de lectura, y el gesto que prima, aprendido también en los libros, es el vaivén, el ir y venir entre lenguas, entre crítica y ficción y sobre todo entre lectura y vida vivida. La lectura se "vive" como un acto de posesión, de apropiación ("yo le doy voz, le doy yo"), que convierte al lector en coproductor, como Pierre Menard del Quijote. Pero hay también manías, caprichos, deslices que hacen a la vida vivida del lector en los que es difícil no reconocerse: cargar siempre libros de más por miedo a quedarse sin lectura (una especie de test del lector adicto), sellar una amistad con el gusto compartido por un cuento, una novela o un escritor menospreciados (aquí The Life of Ma Parker, un cuento algo sentimental que seguramente reconocerán otros lectores devotos de Katherine Mansfield), o el gusto por compartir y argumentar el gusto, germen inocultable de la crítica.

Entre las veintinueve delicadas miniaturas hay lugar todavía para las pasiones literarias mediadas por pasiones amorosas, la identidad mediada por las lecturas (dime qué lees y te diré quién eres, y los posibles equívocos) y una cuota de artificio en la construcción deliberada de la escena de lectura. A las muchas observaciones filosas que Molloy nos ha dejado sobre la pose, agrega ahora un estampa íntima en el último fragmento, el acertijo de un bric-à-brac de objetos dispuestos sobre la mesa de luz que la define, presidido, por supuesto, por un libro.

*Fuente: Télam

 

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