A cien años de la caída de los zares, las reflexiones acerca del significado histórico de la experiencia soviética se han multiplicado. La revolución de octubre de 1917 sigue siendo un objeto que excita la imaginación del mundo, no sólo porque fue una de las puertas de entrada al turbulento siglo XX, sino también porque en ella se condensan algunos de los dilemas más fascinantes de la política moderna. Esta doble condición de la revolución bolchevique, como objeto de investigación histórica y como prisma a través del cual podemos pensar la realidad contemporánea, aparece también en el reciente libro iEl revolucionario profesional/i de Claudio Ingerflom (Prohistoria, 2017), que desentraña el pensamiento político de Lenin a la luz de la tradición populista rusa.
Radicado en la Argentina luego de pasar varias décadas en Francia, donde se desempeñó como director de investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), Ingerflom es uno de los mayores especialistas de historia rusa en nuestro país. Ha sido también uno de los principales promotores en la Argentina del pensamiento del alemán Reinhart Koselleck y de la disciplina de la historia conceptual, consagrada al estudio histórico de los conceptos políticos modernos. El cruce entre estos dos dominios de investigación ha dejado una marca profunda sobre el modo en que Ingerflom interpreta la historia revolucionaria rusa: es que el autor la aborda procurando reconstruir la red de conceptos producida en el contexto político mismo de la Rusia zarista, es decir desentrañando el lenguaje y las aporías conceptuales de sus propios actores.
En rigor, iEl revolucionario profesional/i no es un trabajo sobre la revolución de octubre, sino un estudio sobre la formación histórica de un concepto político: el del revolucionario bolchevique, tal y como quedó plasmado en las páginas del célebre i¿Qué hacer?/i de 1902.
La investigación se propone reconstruir el pensamiento político de Vladimir Ilich Ulianov, intentando ir más allá de su lenguaje marxista para desentrañar una inserción conceptual más profunda: la que conecta el pensamiento del líder revolucionario con el populismo ruso de autores como Aleksander Herzen y Nikolai Chernyshevski, preocupados en el siglo XIX por pensar las condiciones de posibilidad de una revolución democrática y socialista en la Rusia de los zares. De esta manera, el trabajo de Ingerflom abre perspectivas de indagación no sólo sobre las fuentes intelectuales de la revolución de octubre, sino sobre los lenguajes políticos de todo el período tumultuoso que la Rusia imperial atravesó entre la revolución de 1905 y la llegada al poder de los bolcheviques en 1917.
Para comprender el pensamiento de Lenin, sostiene el autor, es preciso partir de las especificidades de la Rusia de los zares, sumergiéndose en la estructura conceptual de su sistema político. Los rasgos estructurales de la autocracia rusa ya han sido analizados por Ingerflom en otros trabajos, tales como el reciente iLe Tsar, c'est moi/i (Presses universitaires de France, 2015), cuya traducción al español llegará pronto a las librerías de Buenos Aires, donde ha trazado una genealogía del poder político ruso y soviético.
Según Ingerflom, si la experiencia de las democracias occidentales descansa sobre una lógica de representación inmanente según la cual los individuos se constituyen en pueblo y legitiman la acción de un soberano, la autocracia rusa se levantaba en cambio sobre una lógica despótica y patrimonialista, legitimada sobre principios religiosos y ajena a cualquier forma de consciencia contractualista entre gobernados y gobernantes. De allí que el dilema fundamental del pensamiento revolucionario en la Rusia de los zares residiera ante todo en la necesidad de desarrollar una estrategia para establecer formas de solidaridad horizontal entre individuos que se encontraban aislados y sometidos a la voluntad del soberano. Pero, como escribió alguna vez el novelista ruso Vladimir Sorokin en una novela inspirada en los desenfrenos despóticos de la era de Iván el Terrible, "una gran idea genera una gran resistencia": el producto final de la autocracia será nada más y nada menos que el leninismo, cuyo objetivo principal será precisamente romper la vertical de la dominación despótica y hacer de los rusos un pueblo en el sentido moderno.
El trabajo de Ingerflom reconstruye el sentido de esta ambición democrática en el pensamiento revolucionario de Lenin rastreando en sus escritos políticos las huellas de la tradición populista. El autor posa gran parte de su atención sobre el efecto que la lectura del primer i¿Qué hacer?/i, la novela clásica de Nikolai Chernyshevski, tuvo sobre el joven Vladimir Ulianov tras la ejecución de su hermano Aleksander. Pero Ingerflom no lee el clásico de Chernyshevski atendiendo sólo a la figura ya célebre de Rajmetov, el revolucionario profesional de la novela que inspiró a generaciones de militantes rusos durante el último siglo y medio. El autor subraya en cambio que la conexión del leninismo con el pensamiento populista no residía exclusivamente en este imaginario de sacrificio y eficacia revolucionaria, sino también en una antropología, tan presente en Chernyshevski como en Lenin, que veía la necesidad de terminar con el orden social autocrático, marcado por el servilismo y la arbitrariedad del poder, como condición sine qua non de la revolución.
A la vez, sostiene Ingerflom, lo que enlazaba el pensamiento de Lenin con la tradición del populismo ruso, y que permitió al líder revolucionario abrir un espacio para pensar lo político más allá de las tendencias deterministas de la tradición marxista de la época, era una noción cara a las reflexiones de los populistas: la idea de que la historia no tiene un camino trazado a priori.
Si Lenin fue capaz de pensar la política en clave moderna fue gracias al reconocimiento de que, pese a que su concepción del socialismo abrevara en fuentes europeas, una estrategia revolucionaria exitosa tenía que arraigar en las especificidades de ese contexto ruso marcado por el orden social autocrático, en el cual era imposible la formación de solidaridades horizontales entre los individuos y la constitución de clases sociales en el sentido moderno. Dicho de otro modo: que el horizonte del socialismo estaba atado en Rusia a la posibilidad de transformar el despotismo en democracia, y que este proceso debía ser motorizado por un partido político revolucionario que articulara las reivindicaciones anti-autocráticas de todos los sectores de la población.
Pero la operación conceptual de Lenin, una reactualización marxista del pensamiento populista, estaba también plagada de límites y contradicciones. Como señala bien el autor, aunque reconociera la necesidad de instituir un pueblo activo y abriera así un espacio para pensar la política en clave moderna, en última instancia el pensamiento leninista inspirado por el socialismo científico no reconocía la autonomía de las clases sociales modernas que pretendía ayudar a constituir. Se trataba de un vicio autocrático que marcaría profundamente el derrotero de la revolución de octubre y de la experiencia soviética durante las décadas siguientes. Una aporía interna del pensamiento leninista que, al encarnarse en gobierno y en sistema, dejaría profundas marcas en el tejido social ruso hasta nuestros días.
La reflexión de Ingerflom sobre el pensamiento de Lenin nos da un lente a través del cual ver la historia reciente de Rusia, pero también su presente, notablemente hostil a pensar la política en clave democrática. En la Rusia de Vladimir Putin, la palabra misma "revolución" goza hoy de una pésima fama, a diferencia de lo que ocurre por ejemplo en Francia, donde el joven Emmanuel Macron anunció su decisión de candidatearse a la presidencia con un libro titulado iRévolution/i. Poco ha quedado del programa político modernizador de 1905 en una Rusia que, como señala un reciente artículo publicado en The Economist, se empeña en reactualizar elementos propios del poder autocrático, desde el lenguaje y la simbología religiosa a la autoridad incuestionable del zar y su manejo patrimonialista de lo público.
Pero quizás la despolitización alentada por el gobierno de Putin no sea en realidad tan distinta de la que, por otros medios, se cultiva en la mayor parte de las democracias occidentales. La ambición leninista de instituir un pueblo allí donde el poder pretendía impedirlo se vuelve más iluminadora en un contexto como el actual, caracterizado por una crisis de representación, un agotamiento de los canales tradicionales de la participación política y la masificación de formas de vida crecientemente individualizadas que, a la vez que mundializan los consumos, vuelven difícil la formación de solidaridades horizontales universalistas, repensar en clave democrática los dilemas de la política moderna puede dar pistas para el futuro. Analizadas con la distancia crítica de la historia, la pujante originalidad de la reflexión de Lenin, así como también sus profundas contradicciones, quizás nos ayuden a pensar nuevas formas de integrar en ámbito de la política a la ingente pluralidad de voces que atraviesa las sociedades contemporáneas.
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