Felices hasta que amanezca me habitó mucho tiempo antes de ser escrito. Cada uno de los nueve cuentos que integran el libro vivieron conmigo en estado de latencia antes de poder materializarse en una forma. Cuando nacieron, lo hicieron de un tirón. Fue un parto rápido, fácil, natural. La gestación había llevado bastante más de nueve meses; casi nueve años.
Cada cuento surgió de un detalle: una frase que me quedó resonando; el recuerdo de una escena en un lugar concreto (la playa del Cabo Polonio, una avenida de Buenos Aires, un hotel de El Salvador, la costanera de Beirut, un cementerio en Comodoro Rivadavia), o una imagen que volvía a mi memoria de manera recurrente, como si hubiera algo en ella que tenía pendiente descubrir.
El primer cuento, "La sensibilidad de nuestra adolescencia", narra la agitada aventura del reencuentro entre dos mujeres que fueron mejores amigas en los tiempos del colegio. A los treinta, una busca a la otra y la arrastra con rumbo disparatado, hasta una experiencia límite. El germen del cuento fue una frase: "Vos que me conocés, lo sabés: Yo amo las cosas desnudas, sin interpretación", le dice Sol a su amiga, la narradora.
En el caso de Lucía, la protagonista de "La despedida", lo que tenía al comenzar a escribirlo era el apunte de una imagen de su infancia, signada por la frialdad de su familia (de la cual huirá hasta encontrar un insólito refugio en los brazos de un joven militante): "Cuando me estaba por dormir me vino el recuerdo de la despedida de mi abuela materna. Era de mañana, en nuestra casa de Playa Unión, poca luz y de fondo el sonido del viento patagónico. Parecía una estatua de piedra con sus dedos asomando en las sábanas, tan blancas que casi reflejaban la silueta del cura que había llegado a darle la extremaunción. Nancy, ¿cómo fue tu vida?, le preguntó el cura y ella, con su voz impasible, le dijo: Fría. En Inglaterra hacía frío, y aquí también".
El germen de "Una sola cosa con sus manos" fue el apunte de la escena donde Julieta entra al consultorio del médico y se produce entre ellos una situación extraña: "Se levantó de la silla para acercarse a saludarme y durante todo el trayecto nos miramos fijo: me pareció que jugábamos a tensar una cuerda en las pupilas del otro. Venía hacia mí, un paso, dos, tres, cuatro, hasta que nuestras miradas quedaron imantadas, tanto que en un instante tuve la sensación de que resbalaba y caía adentro de sus ojos, como si aquella tensión me hubiera hecho atravesar un umbral y aparecer en otra dimensión".
Experiencias y lecturas se entremezclan para formar eso que llamo "materiales", apuntes a partir de los cuales escribo. Surgen de prestar atención a ciertas cosas que son apenas estrellas fugaces: la llama de un momento en el que tuve la necesidad de detener el tiempo para que cierta frase, cierta imagen, cierta escena, cierto universo que había logrado entrever no se desvaneciera en el olvido.
Para mí, escribir nunca es una tarea que me impongo con esfuerzo. Más bien, en cierto momento me asalta la señal de la necesidad: la realidad me asfixia y deseo intensamente sentarme a releer mis apuntes y reunirme con eso que me estuvo habitando tanto tiempo.
Fue una experiencia vertiginosa: Una pareja que se descubre en crisis en un viaje de descanso. La inteligencia de dos amigas travestis en medio de la desgracia. Una anciana obsesionada con la idea de que le implantaron un microchip en la nuca cuando se operó de cataratas. Los juegos turbios del poder y la violencia. Las caóticas maneras de escapar a un destino convencional. Quienes narran estos cuentos tienen que asumir el desafío de salir de su propio mundo para acercarse a otro. El otro es un mundo posible. Y en Felices hasta que amanezca, de lo que se trata es de animarse a comprender los mundos de los otros.
Todos esos materiales se fueron desplegando en la escritura a partir de dos elementos: la imaginación y el ritmo. Me gusta rendirme por completo ante la imaginación; permitirme improvisar y confiar en que luego la reflexión corrige. Meses después me dediqué a corregir, durante todo el invierno. Pero ese verano en que los nueve cuentos salieron de un tirón, fue uno de los más felices de mi vida: el placer de escuchar todo el tiempo la música de la lengua, dejarse llevar por un ritmo y que el teclado se convierta en una pista de baile, hasta dar con el tono cargado de aquello que el personaje siente.
Recuerdo haber estallado en carcajadas, porque algo que empezaba narrado como una historia sensata terminaba resolviéndose de un modo delirante y absurdo, de un modo tan imprevisible y difícil de explicar como resulta lo real al mirarlo descarnadamente. Al levantarme de la silla, entre risas, más de una vez pensé: ojalá que quien lo lea se divierta al menos la mitad de lo que yo me divertí escribiéndolo.
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