Aún no se qué me resultaba atractivo de La Nueva Provincia, el diario de Bahía Blanca, un diario sábana, blanco y negro, la mitad de mi tamaño en aquel entonces. Hoy solo se llama La Nueva, apócope para evitar el lastre de la dictadura y de su ex dueño, Vicente Massot. Pero en honor a la versión que entonces tenía de él, a mis 8, 9 años, recuerdo cargar en mano una cámara de fotos compacta, rota, pesada, en desuso, vuelta preciado juguete, y salir a recorrer el barrio. Frente a mi casa estaba mi escuela, proximidad geográfica causante de la envidia en mis compañeros. También, sobre la calle Chiclana, la panadería Anahí donde compraba medio kilo de felipes todos los santos días. (Y una vez, avergonzada de un modo bochornoso como nunca hasta entonces, de un modo que aún evoco en la piel y en la manera de mirar hacia abajo, tuve que buscar el pan de prepo, con ruleros bajo una redecilla, enviada por mi inconmovible madre, para cumplir con la obligación diaria, incluso antes del acto escolar para el cual debía lucir ricitos de oro de "dama antigua".)
Mis recorridos incluían también la placita Brown, árboles de moras amargas y manchadoras, tierra seca, capas de polvo movedizas al compás del viento fuerte de cada jornada, y la calle 25 de mayo, para mí siempre angosta y demasiado gris con sus veredas rotas que estropeaban las llantas de las bicis y las rodillas chocadas que llegaban al piso. Además, albergaba una casa embrujada sobre la cual nunca escribiré. En la puerta había dibujos de calaveras fotocopiados y amenazas de muerte a quien quisiera entrar; ni en grupo nos animamos a tocar timbre y esperar a que alguien nos abriera. En aquellos recorridos, apenas a una cuadra de casa, encontré un auto quemado. ¿Sería un Renault 4? Me acerqué con mi cámara e hice la gestualidad de quien saca una foto profesional. Avancé, retrocedí, y "tomé" al objeto desde distintos ángulos. Creo haber pronunciado algún sonido para emular el ruidito del obturador (chac, chac). Ahora pienso que debí verme ridícula pero durante aquella representación no sentí vergüenza como sí en la panadería. (Tampoco voy a confesar a cuántos vecinos me crucé aquella vez.)
Terminada la sesión de fotos, volví a mi casa y, en unas hojas abrochadas escritas de un solo lado, deshechos de adultos, anoté en letra grande, por primera vez: La Nueva Provincia. Y luego dibujé el auto con una lapicera, marcando muchas rayas para enfatizar los rastros del fuego y la destrucción, y abajo comencé a escribir –a inventar- la historia de aquel vehículo. Quizá, a esta altura, también haya mucho de invención en este recuerdo. Pero estoy segura de que el auto era tan real como la imaginación y de que, quizá esa costumbre de llevar el apócrifo La Nueva Provincia con varias noticias y notas de mi autoría, haya sido mi primer acercamiento al periodismo, y al periodismo en tanto universo de ficción.
Por la misma época, las maestras nos daban como "tarea para el hogar", o como práctica en clase, la consigna de "escribir una redacción"; se referían a la confección de pequeños relatos. Tengo evidencia a prueba de "fact chequers": vi ese término en cuadernos de tercero, forrados en papel de Sara Kay que aún conservo. Y ante la visita de amigas a casa yo, entusiasmada, y como anfitriona orgullosa y egoísta proponía: "Juguemos a la redacción". Repartía hojas y lapiceras y nos sentábamos alrededor de la mesa: las invitadas debían jugar a escribir. Yo vinculaba ese término –redacción- a escribir una historia, una pequeña ficción, –aunque no le decía así, le decía, repito, redacción- más que al lugar donde trabajan los periodistas, fotógrafos, ilustradores o administrativos de un medio; lugares que no conocía ni había imaginado. Mis amigas se pegaban tremendo aburrimiento, y yo continuaba, o pretendía continuar, o representaba hacerlo, una saga cliché de relatos breves protagonizados por un extraterrestre del tamaño de una mariposa que vivía en el patio.
Tiranías propias de la edad. Actitud pesada propia del converso que a toda costa quiere persuadir al otro de adherir a lo que a él mismo le parece bien. Extraterrestre encerrado en una flor: quizá cursilerías propias de cierta educación "para nenas". Quizá me habrá influido la relectura compulsiva de Pulgarcita, un libro hermoso, de páginas duras, de ese cartón calado sobre el cual se insertaban ojos móviles de los animales que aparecían en el mismo lugar de cada hoja. (Distinto bicho dibujado, los mismos ojos incrustrados a lo largo de la historia.)
Ahora, entonces. ¿Esas anécdotas se relacionan con algo que escuché sobre el libro de cuentos, Periodismo? Algunos distraídos preguntan: "¿Periodismo? ¿Es una compilación de tus crónicas?¿Una compilación de tus notas, tus críticas o artículos culturales?"
Y después se avivan:
—Ah, no. Es ficción.
Una de las primeras preguntas resultó ser por los géneros que, como cualquier sistema de creencias, está bueno, cada tanto, poner en cuestión. Hace unos días, en Confesionario Radio UBA, la conductora y escritora Cecilia Szperling me decía que le recordaba al juego del título Literatura y otros cuentos de Martín Rejman. Me puso contenta aquella lectura.
Y al mismo tiempo: ¿de dónde salió?
Cada pieza de los medios son relatos más o menos logrados; al fin y al cabo arman un mundo posible, una analogía más o menos referencial y sí, no acabo de brindar una gran revelación. Más allá de las teorías, una escribe porque no le queda otra, por su aparente gratuidad, que nunca es tal, siempre la ecuación buscada es robarle tiempo al ocio, al trabajo, al ladrón que pasa por la esquina; comprar tiempo con trabajo para poder escribir, aunque el trabajo, nuestro hermoso trabajo, consista también en hacerlo pero esa es otra discusión (o no, ¡es parte de lo mismo!). Entonces, tarea porque sí, inútil, inevitable, la escritura arma un laboratorio para pensar problemas, un método de conocimiento profano para enfrentar las preocupaciones domésticas, amorosas, sociales y todo lo que se presente, molesto, con signos de interrogación.
Una síntesis, una lista, sobre Periodismo podría decir:
Una pasante quiere quedarse a trabajar en el noticiero más visto de la televisión argentina. Lo intenta, persiste y aprende del maravilloso mundo del entretenimiento, de las noticias en la televisión. ¿Lo logra?
Una experimentada periodista con más de veinte años de trayectoria en la misma editorial se debate entre el cinismo y la pasión, si es que algo le queda, por lo que hace. Y decide si irse, o no.
Un director de cine publicitario esconde tras su tiranía el profundo deseo de filmar una película "de verdad", no un "comercial" al que de todos modos, en su entorno, llaman "película".
Una periodista de cultura, acostumbrada a entrevistar escritores e intelectuales se mete en un territorio que combina poder, deporte, espectáculo, fantasías y tal vez amor y desprecio, al perseguir a una verdadera celebrity.
Un grupo de periodistas atraviesa un conflicto gremial. ¿Cuánto va a durar la unión de esa asamblea?
Una vocera de una diputada compite entre alianzas y adversarios para mantener su puesto y el honor de su jefa. Pero, sobre todo, compite con el tóxico poder del rumor.
¿Qué problemas están en el origen de esas historias de Periodismo? No lo sé con certeza pero es verdad lo imaginable: alguna inspiración, en diversos grados, me habrá dado mi experiencia como periodista; hubo, seguro, situaciones o personajes conocidos, luego transformados en ficción. Y, quizá, dos percepciones que me llevaron a escribir este libro.
Una: los protagonistas de Periodismo son trabajadores, aunque no siempre sean conscientes de eso. Y acá, una digresión. Sorprende que, más que en otros gremios, aparezca algo confuso en la propia autopercepción de los empleados de empresas o entidades públicas cuya labor es, sobre todo, creativa o intelectual. Ahí había un problema atrapante y extrañísimo; la dificultad para entender la trama empantanada que recorren los personajes con naturalidad, lo que ellos mismos representan, y cierta negación.
Dos: Más allá de lo específico de esa profesión u oficio liberal, el mundo del trabajo resulta muy rico narrativamente. Es multi conflictivo; una arena vital que todo lo mezcla y superpone: lo afectivo, lo íntimo y lo social; lo individual y lo grupal; la obligación y el placer; la economía y la subsistencia más material; la pertenencia. Y, como dice el mandato del marketing, de los recursos humanos y de la comunicación interna y externa de las organizaciones (y del periodismo), y que me interesaba cuestionar, también en el trabajo se dirimen identidades, aspiraciones, el estatus, y las pujas de poder. Que también es, en definitiva, para quienes arman historias como los periodistas, los publicitarios, los agentes de prensa, los artistas, los profesores y maestras, y las niñas que juegan, una disputa por el sentido. Y por el lenguaje.
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