Entrar al Museo Nacional de Bellas Artes es como meterse en una burbuja barroca. Caminar bajo los árboles de la Plaza Francia o la Plaza Mitre, cruzar la enajenada avenida Libertador, subir las escaleras llenas de estudiantes de guardapolvos blancos es una tarea que bien podría ser cotidiana —y de tan cotidiana, ordinaria— pero cuando uno ingresa por los pasillos y entra a las diferentes salas de este gran museo nacional, todo es complejísimo. Hay cuadros de Cándido López, vasijas de Asia, retratos del siglo XVI y una enorme cantidad de obras intensas, con mucho detalle y claroscuros. Y sin embargo, en medio de tanta solemnidad y fascinación, hay una nueva exposición que funciona como simplificación de todo el mundo del arte, porque sus colores y sus formas tienen una simpleza que desborda llevándolo todo a una expresión mínima, casi gestual. Se trata de Miró: la experiencia de mirar, la muestra que inaugura hoy 25 de octubre traída especialmente desde el Museo Reina Sofía, de Madrid. Son 18 pinturas, 6 dibujos, 26 esculturas más dos filmes: Miró habla (1974) de Clovis Prévot, y el cortometraje Miró, otro (1969) de Pere Portabella. Estas obras fueron producidas durante los últimos veinte años de vida de Joan Miró, entre 1963 y 1981.
La sala donde esta exposición fue montada es enorme. Los presentes van de un lado al otro y se ve que muchos ya la han recorrido varias veces en círculo, como si fuera una espiral interminable, una caminata hipnótica. Pasadas las 12:30, Andrés Duprat, actual director del museo, toma el micrófono, agradece la presencia de todos y dice: "Miró es un artista maravilloso. Es la primera vez que estas obras llegan a la Argentina. Vienen del Museo Reina Sofía, de Madrid, y debo decir que el planteo curatorial de sinergias y analogías es muy innovador". Por su parte, Julio César Crivelli, presidente de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes (Aamnba), asegura que "hay una referencia muy fuerte de Miró en la Argentina. Son muy pocos los argentinos que no conocen su obra".
Tras breves aplausos, vuelve el silencio. "Son los últimos momentos de Miró", dice Carmen Fernández Aparicio —curadora de la muestra, junto con Belén Galán Martín—, una vez que tomó el micrófono. "En esa época retomó su carrera y la llevó a una mayor simplificación con un valor vital", agregó, y luego guió a la multitud a recorrer brevemente algunas de sus obras. "Miró era consciente de que quería trascender su propia estancia en la Tierra" y señaló los cuadros dispuestos en un sector apartado de la enorme sala: obras donde predomina el blanco y se ven "pequeños detalles de color en el espacio infinito". Luego, ya en el sector de las esculturas, comentó que "Miró hacía estas obras con objetos populares, cosas que encontraba en la calle durante sus paseos. Para él, el arte no era un trabajo improvisado, sino un trabajo de tiempo". Luego aludió a los seres fantasmagóricos que construyó el artista catalán durante su obra, como la Mujer-pájaro: "seres inventados donde se da una conexión entre tierra y cielo; la tierra es la fertilidad, la humanidad, y el cielo es la poesía, la música".
"Ser alguien en la vida". Eso le decía su padre, un hijo de herrero que llegó de Cornudela para montar un taller de orfebrería y relojería. Se instaló a metros de la Plaza Real de Barcelona donde conoció a su esposa y tuvo dos hijos, Dolors y Joan. Para ser alguien en la vida —le decía su padre— hay que estudiar. Comercio fue lo que finalmente estudió y, tras recibirse, se puso a trabajar en una droguería. Dos años fue lo que duró allí. No había nada de arte en ese lugar. ¿Eso era "ser alguien"? Por supuesto que no, que eso no lo motivaba en lo más mínimo. Cuando Joan Miró le dijo a su padre, incluso antes de estudiar, que quería dedicarse al dibujo, el hombre lo aceptó siempre y cuando fuera como un pasatiempo. "Vale", habrá dicho, y por dentro: "¡Pasatiempo mis cojones!". En catalán, por supuesto.
La historia de vida de Miró es intensa, como la de los grandes pintores vanguardistas de los años veinte. Nació en Barcelona en 1893 y tras un paso lógico por oficios y changas que poco tenían que ver con su verdadera vocación, decidió involucrarse de lleno en la pintura. Era bueno, le sobraban condiciones y tenía una gran facilidad de aprendizaje. Tal es así que llegó a abrazar prácticamente todas las ramificaciones que las artes plásticas le permitían: fue pintor, escultor, grabador y ceramista. No dudó en zambullirse en el mar chispeante del surrealismo, y del contacto con sus poetas llegó a entender lo que realmente quería: lograr que sus obras provocaran en el espectador la misma intensidad que los buenos versos. Miró era un gran lector de poesía; algo de eso se percibe en sus pinturas y esculturas.
Su estancia en el pueblo catalán de Montroig es quizás el punto clave en su biografía. Como fue la India para George Harrison, Cuba para Hemingway o el Paraguay para Cándido López, encontró una suerte de conexión con algo del orden de lo trascendental y decisivo. Su famoso cuadro La masía da cuento de ello. Lo terminó de pintar en París, donde se transformó en uno de los grandes referentes del surrealismo. Sin embargo, y con el tiempo, prefirió apartarse del movimiento, hacer su propia búsqueda, desatarse cualquier tipo de ataduras. Esa ruptura derivó en algo mucho más ambicioso: asesinar a la pintura para —como escribió Georges Hugnet— "no doblegarse a sus exigencias, a su estética, a un programa demasiado estrecho para dar vía libre a sus aspiraciones y a su sed". Pero, ¿cómo asesinar una disciplina tan longeva y con tanto futuro? Llevándola a un estado más esencialista, más emocional.
Entre los cuadros —algunos son realmente inmensos— se ven frases de Miró. Como todos aquellos grandes vanguardistas de los años veinte, este catalán tiene en su lengua la virtud de la provocación. No por decir barbaridades, sino por poner en palabras la irreverencia de su arte. "El espectáculo del cielo me trastorna. Me siento trastornado cuando veo, en un cielo inmenso, el creciente de la luna o el sol. Los espacios vacíos, los horizontes vacíos, todo lo despojado me ha impresionado mucho siempre", se lee a un costado. "Todo lo despojado", dice y entonces aparece de forma más clara su intención pictórica, su programa artístico. Y luego: "He sentido la necesidad de obtener el máximo de intensidad con el mínimo de medios. Es lo que me obliga a dar a mi pintura un carácter cada vez más despojado". De nuevo el despojo. Esa fue su concepción del arte, lo que quiso dejar en este mundo.
En Miró: la experiencia de mirar se puede ver de forma clara esa renovación, la intensificación del trabajo directo en el lienzo, haciendo de sus trazos algo así como gestos pictóricos. En 1959, él mismo lo dijo con claridad: hacer que "las figuras parezcan más humanas y más vivas que si estuvieran representadas con todos los detalles". Esto nos lleva a un nivel mucho más profundo que el subsuelo, nos lleva a pensar las formas artísticas de representación, a quitarle el artificio del intento del parecido, a dejar en claro que la pintura no es lo real y no tiene por qué esforzarse en serlo. Simplemente se trata de hacer con esa representación una evidencia emocional. "Miró supera la realidad como referente —se lee en el texto curatorial— para convertirla en materia y signo, y construye un lenguaje simbólico esencial que emplea en la resolución de problemas plásticos".
Después de la visita guiada que dio la española Carmen Fernández Aparicio, el público vuelve a recorrer una vez más la muestra, vuelve a perderse entre colores y trazos simples, entre formas que juegan a la simbología fugaz. Minutos después habrá que salir a la calle donde está lo cotidiano, lo simple, lo ordinario. Miró se burlaría de esa idea. ¿Acaso su bellísimo arte no lo es?
Miró: la experiencia de mirar
Museo Nacional de Bellas Artes
Desde el 25 de octubre hasta el 25 de febrero
De martes a viernes, de 11 a 20 horas; y sábados y domingos de 10 a 20
La entrada es libre y gratuita
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