No queda claro cómo fue que Patricio Pron comenzó a hablar del realismo o, más precisamente, de las diferentes formas del realismo en la literatura argentina. Sé, sí, que eso fue lo primero que se grabó de nuestra larga charla en el café del Hotel Las Letras, de Madrid, un par de semanas atrás, en los días en que la Argentina era país invitado de honor en Liber, la feria internacional del libro de España. Sé también que el escritor llegó cuando yo llevaba un buen rato allí y ya había adivinado que la especialidad del lugar es la torta de zanahoria, dato que Pron (Rosario, 1975) confirmó entusiasta, a poco de sentarse en uno de los sillones blancos, de la gran sala blanca y con enormes ventanales que convertían a la Gran Vía en una pasarela fabulosa.
Escritor, crítico literario y animado protagonista de la vida cultural madrileña, Pron vive en España desde hace diez años. Antes vivió varios años en Gottingen, Alemania, adonde viajó para estudiar Filología Germánica y en donde se doctoró tomando como objeto de estudio la obra de Copi. Autor de novelas y relatos que han ha recibido premios y diferentes modalidades de consideración crítica, la distancia con la Argentina no lo aleja de la escena literaria local. Sus narraciones tienen la singularidad de su prosa y también la de sus títulos, sus largos títulos como El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia o La vida interior de las plantas de interior, entre otros.
Y entonces el grabador deja oír la voz de Pron, que clasifica y define un estado de cosas literario, mientras habla de sus novelas y del sentido político que toda ficción adquiere a partir de ciertas lecturas o en determinados contextos históricos. Y habla también de cómo las ficciones que pueden servir para clausurar temas personales del pasado siguen siendo también puertas abiertas a temas irresueltos del presente.
—Se supone que habría una literatura de clase alta que sería la de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo; una literatura que habría encontrado en el género fantástico una forma de evasión de los problemas políticos de la Argentina de esa época. Debido a esto, la historia debería ser, en el marco de la discusión, lo nuevo y lo que se impone es un supuesto compromiso con la realidad, el realismo. Esta discusión está en el origen de la popularidad que tienen actualmente algunos libros realistas, deliberadamente realistas, producidos en los últimos 10 años.
— ¿Por ejemplo?
— Bueno… Creo que la cuestión del realismo juega un papel muy preponderante en la recepción de libros de Hernán Ronsino o de Selva Almada, por ejemplo. Al margen de lo que se piense de sus libros. Pero, en cualquier caso, me parece que la discusión está viciada por la dificultad para pensar el realismo como una suma de convenciones literarias tan artificiosas como las que presiden la literatura fantástica. Creer que el realismo reproduciría en una escala de 1 a 1 la realidad no solamente es no comprender cómo funcionan los vínculos entre lenguaje y realidad, sino que es además soslayar una larguísima tradición de la literatura realista en la Argentina.
— Casi como creer que las novelas dialogadas de Manuel Puig reproducen efectivamente el habla del diálogo, letra a letra.
— O creer que las novelas de Saer dan cuenta de una especie de idiolecto santafesino que, quienes venimos de esa región y la conocemos bien, sabemos que no se habló. Lo cual no invalida…
— Esa reconstrucción.
— Sí, desde luego no es una crítica al enorme talento de Saer. A mis ojos, sus méritos son mayores por el hecho de haberse inventado una lengua. aunque posiblemente él creyese que la estaba reproduciendo, no lo sé. Pero hay allí una discusión que se viene librando en la Argentina en los últimos 10 años diría yo…
— ¿En tu generación de autores decís?
— Sí, y también tenían esa discusión quienes son de la generación precedente. Hablábamos en estos días con amigos de Fogwill como un realista, algo que me resultó muy interesante porque nunca pensé en Fogwill como realista. Todo intento de lectura es válido y jamás he pensado que hay una lectura equivocada de alguna índole, de hecho las lecturas equivocadas, dicho entre comillas, son las más productivas. Pero nunca pensé en él como un escritor realista. Creo que sería interesante relanzar la discusión a partir de una demostración muy fácilmente realizable de las muchas convenciones que presiden el realismo. Revisamos la historia literaria argentina y comprendemos que es erróneo que no haya habido literatura realista en Argentina en los últimos 100 años o que la literatura del género fantástico fuese apolítica en comparación con la otra. La política se filtra en los textos, aparece en ellos en formas impensadas y a menudo indeseadas por sus propios autores. De manera que hablar de la apoliticidad de ciertos textos en relación con otros textos -que sí serían estrictamente políticos porque sus temas lo serían- es olvidar por completo que la política de la literatura se encuentra en las formas, no en los contenidos. Los contenidos son irrelevantes en relación con el tipo de discusión que las formas proponen.
— Pero independientemente de esta cuestión formal, lo que me parece que hay, y que tiene que ver con el modo en que fueron leídos ciertos textos, es cierto interés por lo que puede ser más cool. Quiero decir, ni Abelardo Castillo ni Andrés Rivera han sido autores cool nunca.
— Bueno, yo tenía esa impresión de alguna forma. Quizás no sean autores cool pero sí han sido autores influyentes.
—Al mismo tiempo, y por más que uno pelee permanentemente para distinguir autor de narrador, muchas veces se hace difícil. Sobre todo ahora, que hay acceso a la información completa de quiénes están detrás de los textos y uno ve y dice: esta persona nació acá, vivió allá, estuvo allá, estuvo en tal momento. Entonces ahí hacés una lectura realista siempre.
— Sí, en realidad esta confusión entre autor y narrador es permanente. Es también, como decíamos antes, productiva en el sentido de que permite extrapolaciones y, de a ratos, confusiones que dejan de ser percibidas como confusiones cuando pasan a integrar el orden de aquello que se cree firmemente acerca de un autor o una autora.
— O cuando te cambian la entrada en Wikipedia y usan algo de un personaje tuyo y lo incorporan como que le pasó al autor (Risas).
— Sí, sí, a mí eso no me parece necesariamente pernicioso. Lo que sí diría es que convierte la tarea de quienes somos críticos literarios en una tarea particularmente dificultosa por la incapacidad, tanto por parte de los lectores como por parte de los autores de los libros sobre los que escribimos, de comprender que son los libros a los que estamos juzgando y no a los autores. Entiendo también que nadie está excluido de esta confusión. Cuando escribí El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia la llamamos novela por convención, pero en sustancia es lo más cercano a una crónica personal o una autoficción o como lo quieras llamar que yo puedo producir. El hecho es que la escasísima distancia entre el narrador y yo hacía que fuese muy dificultoso para mí leer las reseñas, al margen de que fueran positivas o negativas… Era yo el que estaba siendo juzgado. De hecho me prometí a mí mismo no volver a producir ese tipo de textos. Admiro a los autores que se desnudan de esa forma pero yo descubrí que no era un tipo de literatura que me gustase escribir y mucho menos una literatura sobre la que me gustase leer. Entonces creo que esas confusiones son un poco inevitables. Quizás el problema añadido es que ahora hay más información acerca de los autores, verdadera o falsa poco importa, de forma que una inocencia que incluso de forma forzada deberíamos tener ante un texto, y que es la que creo que preside la forma de leer de quienes leemos profesionalmente, es completamente imposible a esta altura.
— Una pregunta que puede sonar frívola, pero si uno tuviera que pensar en El espíritu… ¿Qué porcentaje de ficción tiene?
— Bueno, realmente hay muy poca ficción que yo pueda reconocer como tal. Incluso los sueños narrados son verdaderos, sueños que yo tuve efectivamente, hace años que llevo un diario de sueños con la idea inicial de que estos sueños me iban a ayudar a escribir textos. Ahora bien, el hecho de que la novela sea fiel a lo que yo recuerdo de estos hechos, lo que yo he podido investigar acerca de esos hechos, no significa necesariamente que esos hechos sean verdad, o que mi propio recorte de ellos lo sea. Si la pregunta es si creemos en la falacia intencional de acuerdo con la cual un libro debería reflejar las intenciones de un autor tendríamos que decir que El espíritu de mis padres no es una novela, es un testimonio. Creo que por fortuna en los últimos años -en particular en la Argentina- hemos empezado a discutir el estatuto de verdad del testimonio debido a que, y esto es evidente, lo que recordamos no es necesariamente lo que sucedió. De la misma forma que nosotros recordándolo no somos los mismos que quienes vivimos esos hechos. Al margen de las consecuencias que puede tener esta constatación para una discusión sobre asuntos de enorme importancia como, por ejemplo, el testimonio en el marco legal. El hecho es que, y en nombre de una honestidad total para con el lector, yo siempre preferí decir y admitir que el libro era fiel a mi recuerdo de los hechos, lo cual no significa necesariamente que fuese fiel a los hechos mismos.
— ¿Y qué pasa con los documentos que se reproducen en tu libro?
— Los documentos, desde luego, tienen un estatuto muy singular, más en el marco de ciertos documentos que hacen a las luchas políticas de la década de los 70 en la Argentina. No sé si lo sabes: antes de publicar el libro se lo envié a mis padres, algo que nunca hago. Pero para mí era muy importante contar con su apoyo al proyecto debido a que la historia que iba a contar era también parcialmente su historia.
— Claro.
— Entonces ellos no querían inicialmente que yo lo hiciera, estuvimos años discutiendo sobre ello, finalmente aceptaron a condición de que ellos pudiesen ejercer el derecho a veto a la publicación del libro en la Argentina, una condición que yo acepté. De tal forma que cuando terminé el libro se los envié y hubo una especie de silencio de radio durante una semana en la que no tuve noticias de mi familia. A continuación me mandaron un largo correo diciéndome que no iban a ejercer el derecho de veto porque comprendían y respetaban mi decisión de contar la historia. Y comprendían también que esta era mi versión de los hechos. Sin embargo, sin deseo de que yo modificase nada del libro, mi padre quería que yo conociese su propia versión acerca de los hechos. Con su permiso yo publiqué en mi página web la carta en la que mi padre está leyendo el libro y comentándolo página a página.
— Algo así como las notas al pie de tu padre a tu libro.
— Exacto. Más allá que fue una de las experiencias más reconfortantes vinculadas a mi poco reconfortante experiencia como escritor, el hecho es que se produjo allí una especie de diálogo entre generaciones y de transmisión de conocimiento político deliberadamente interrumpida por el asesinato de 30 mil personas en la Argentina y por el terror en el que vivimos sumidos quienes sobrevivimos. Pero además, y esto es lo interesante en el gesto de mi padre para mí, al permitir que yo contase mi versión también parece haber una aceptación de que no necesariamente lo que él recordaba era más verdad que lo que yo recordaba. El caso es que eso y el esfuerzo por contar lo que yo consideraba que era la verdad nos ponía en algún sentido en un pie de igualdad, mi padre como periodista y como activista siempre procuró buscar esa verdad. Fue una experiencia muy interesante. Pero nuevamente, y para responder a tu pregunta, digamos que si yo desease ser generoso y precavido al mismo tiempo diría que hay un 10 por ciento de fingimiento intencional en la novela, todo lo demás…
— Es un tipo de estilización que te servía a los fines formales.
— Sí, lo que sucede es que hay determinadas fuerzas narrativas que llevan a los hechos, sean verdaderos o imaginarios, en direcciones distintas a lo que uno esperaba. Los hechos se acomodan, incluso se acomodan sintácticamente, de tal forma que se imponen a la voluntad del autor. Tal vez una de las certezas casi intuitivas que jugaron un papel más importante en el esplendor de la literatura argentina es una especie de reconocimiento tácito o certeza de que era innecesaria la imitación o un apego excesivo a la realidad, ¿no? Incluso aquellos autores que más apegados parecen haber estado a la realidad, Roberto Arlt o incluso en Rodolfo Walsh… En Walsh, por ejemplo, hay una dimensión claramente autorreflexiva que apunta al cuestionamiento de lo que está narrando y del estatuto de verdad de lo que está narrando. En cosas como ¿Quién mató a Rosendo? se pone de manifiesto no solamente el conflicto de versiones sino también la imposibilidad de algunas de ellas e incluso de la versión final a la que llega el autor. Hay un cuestionamiento de la realidad que es muy valioso y que en algún sentido también se pone de manifiesto en Arlt allí donde, careciendo de antecedentes, Arlt está procurando dotarse de un vocabulario para narrar la ciudad. En ese sentido, la escritura de novelas en este momento en la Argentina que pretendiesen ser lo nuevo, entre otras cosas porque estarían narrando la realidad argentina con lenguaje de los argentinos, supone en mi opinión una cierta ingenuidad. Que quizás tuviese como efecto positivo el permitirnos un debate acerca de cuáles son los vínculos entre lenguaje y realidad, cuáles son los vínculos entre forma y contenido de los textos y qué es la falacia intencional; de qué forma los textos tienen una politicidad que siempre, subrepticia o involuntaria, se relaciona más con la forma en que son leídos que con las verdaderas intenciones de su autor.
— Si uno lee hoy El espíritu…, va a encontrarse con las marchas y las plazas por Burdisso, en las que necesariamente va a poder ver las marchas y las plazas por Santiago Maldonado. Además de la historia de Alicia Burdisso, la hermana desaparecida. Cuánto de todo eso que tiene que ver con tu novela pero también con tu historia personal sentís que reverdece a la luz de lo que está pasando en este momento en la Argentina.
— Bueno, obviamente, una de las escasas razones para escribir un libro, que es una tarea dificultosa e ingrata, es clausurar determinados temas… Objetivar por decirlo así, convertir en un objeto lo que era una obsesión personal, un interés personal del que uno desea desprenderse de una manera o de otra. En el momento en el que escribí esta novela pensaba que si bien el cadáver de Alicia Raquel Burdisso no ha sido recuperado todavía hasta donde yo sé y el juicio por su desaparición está en marcha aún, en el marco de la tríada problemática que preside la cultura argentina de los últimos 40 años que es Memoria, Verdad y Justicia, esta novela tenía más que ver con la memoria que con los otros dos elementos de la tríada. El crimen de la desaparición de Maldonado obviamente pone de manifiesto que, contra mi deseo y contra mi voluntad, en esa novela también estaba hablando de verdad y de justicia, ¿no? Y que desafortunadamente era y es posible hacer una lectura contemporánea de este libro acerca de los enormes vacíos que deja la figura de quien desaparece. El hecho tan trágico y desafortunado de la desaparición de Maldonado también es una manifestación de que la politicidad de los textos, como decía hace un momento, no depende necesariamente de la intención del autor. Con eso no quiero decir que no haya decidido escribir una novela política sino el hecho de reconocer que fueron los lectores quienes le otorgaron la politicidad. Los lectores y los hechos dotaron de politicidad a esta novela que en condiciones ideales no tendría, o no debería tener. Cuando escribí mi última novela, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles, sucedió algo similar. Yo pensaba que estaba escribiendo acerca de un congreso de fascistas en Italia en los años 40 y…
— Y no pensabas en el surgimiento de un partido como Alternativa por Alemania, por ejemplo.
— Jamás pude ni deseé el resurgimiento del fascismo en Europa o la crisis de los refugiados, que ha puesto en la primera plana de los periódicos imágenes muy similares a las de los refugiados en la Segunda Guerra Mundial. Jamás pensé en el recrudecimiento de la violencia racial en los Estados Unidos. Tampoco imaginé ciertos giros recientes en la política latinoamericana, que nos obligan una vez más a pensar en nuestra participación directa o indirecta en la discusión de las ideas políticas en las sociedades en las que vivimos.
— Cuando decís "nuestra participación", ¿de quiénes hablás?
— De todos nosotros.
— ¿Los escritores? ¿Los ciudadanos? ¿Los hombres y las mujeres?
— Los integrantes de esta comunidad de lectores y de quienes escribimos y leemos libros. Cuando estaba escribiendo la novela pensaba que iba a escribir solamente acerca de ese congreso que termina fatalmente pero luego me dio la impresión -mientras estaba escribiendo el libro- que era necesario narrar también la historia de alguien que hubiese sido hijo de uno de estos fascistas y, por consiguiente, heredero de esa experiencia política. Y la escribí. Pero luego resultó que me parecía que el libro quedaba incompleto si no incluía la continuidad de esa herencia en el presente de jóvenes, no solamente europeos, que por una razón o por otra han visto la imposibilidad de sus padres para transmitir la experiencia política a ellos. Y que, sin embargo, se encuentran ante situaciones en las que tienen que tomar posiciones políticas.
— ¿Te interesaba pensar esa herencia desde la derecha como contrapartida de lo que había sido tu propia experiencia de hijo de militantes de izquierda?
— Sí, creo que era una forma de desautomatizar mis propios vínculos con esta historia pero también los vínculos de los lectores. Digamos: yo no soy un relativista moral, no puedo serlo. Yo puedo tener muy claro -como muchas personas- que la distinción entre víctima y victimario no puede ser puesta en cuestión. Sin embargo, asumir la posición de las víctimas puede llevar a un autor a la desactivación política de lo que desea narrar debido a un consenso en torno a la figura de la víctima.
— Bueno, parte de los consensos es que las víctimas son muy buenas, y no necesariamente es así. Las víctimas son eso, víctimas.
— Sí, bueno, yo nunca pienso en esos términos morales absolutos, no pienso siquiera en buenos y malos. Yo no suelo pensar en términos morales prácticamente en ningún ámbito de la vida, pero tampoco soy un relativista moral. E incluso contra mis propias convicciones intelectuales a veces me veo haciendo lo mismo, reduciéndolo a buenos y malos. Ese reduccionismo es por supuesto inevitable tras períodos históricos trágicos. Y determina tanto un posicionamiento como un reconocimiento. No solamente de las víctimas sino también del lugar que uno ocupa en relación con ellas y con los victimarios. Sin embargo, mi impresión era y es que la abundancia de textos, no solamente en la Argentina, en los que se asume la figura de la víctima y se la asume de forma acrítica podía llevar a que mi libro fuese leído en esa línea y por consiguiente desactivado políticamente. Resultaba más inquietante para el lector y, al mismo tiempo, un mayor esfuerzo para mí tratar de entender a unos personajes que habían tomado una posición política injustificable a mis ojos, digamos, y tratar de pensar si su posición no se parecía en algunos sentidos a mis propias posiciones o a las posiciones de personas que están cerca de mí.
— ¿Hablás de los futuristas, por ejemplo?
— Claro, por ejemplo los futuristas, gente que comenzó con convencimientos que todos podemos compartir, como que la literatura debería transformar la realidad, de que el arte debería integrarse a la vida y demás, y que sin embargo, habiendo surgido la izquierda, el aspecto político de su época, derivaron en las posiciones que todos conocemos.
— Además, hay como una automatización en pensar que todo lo antisistema viene por izquierda, ¿no? Y estamos viviendo un momento que claramente nos muestra que no es así.
— Sí. Mi impresión es que ambos términos, izquierda y derecha, ya no son operativos.
— Ah, me interesa eso.
— Eso es parte de una discusión que tenemos con amigos y en torno a la cual no tengo una posición asumida.
— No describen las mismas cosas, ¿querés decir? ¿En ese sentido no son operativos?
— No son operativos en el sentido de que, al menos en las democracias europeas y debido a la fragmentación de los electorados y a las presiones del mercado, la gestión de gobierno de las derechas es muy similar a la gestión de las izquierdas. Al menos en lo que tradicionalmente y dentro del espectro político es denominado izquierda y derecha.
— Es que tanto unos como otros se acercaron al centro.
— Bueno, habría que ver de qué centro hablamos. Me parece que más bien el eje actualmente se ha desplazado y hay una distinción más operativa entre partidos que podríamos denominar "fuerzas políticas del consenso" y "fuerzas políticas del descontento". Las políticas que por su naturaleza de rechazo al sistema político están por fuera de él y pretenden tomarlo por asalto, cuando ingresan a las instituciones son domesticados por esas instituciones…
— O se desarticulan.
— O se desarticulan debido a sus contradicciones, ¿no? En España, el caso de Podemos, que ha hecho un tránsito muy dificultoso pero por otra parte típico de la izquierda de una fuerza de masas a un partido político de cuadros y que quedó completamente atrapado en sus contradicciones. Esas manifestaciones radicales, esa fuerza política no difiere mucho de las fuerzas políticas que se arrogan la representación de cierto descontento de derechas en España. No quiero afirmar esto porque creo que yo mismo no he conseguido comprender todavía, pero creo que podríamos apuntar en la dirección de una discusión acerca de la escasa operatividad de estos términos.
— Términos que todavía no han tenido relevo.
— Lo que no quita que por razones personales tenga deliberadas simpatías por la izquierda, ¿no? Pero creo que si conseguimos dejar de lado esta discusión, que como digo entorpece el debate en lugar de favorecerlo, este binarismo, es posible que seamos más hábiles para reconocer las contradicciones por ejemplo de los modelos emergentes de derecha, así como para reconocer nuestras propias contradicciones, que todos tenemos.
— Recién hablabas de clausurar un tema. "Yo creí que había escrito sobre el pasado", me decías.
— Sí. Las dos ocasiones, tanto en El espíritu… como en el caso de No derrames tus lágrimas…, yo pensé que estaba escribiendo libros acerca de hechos del pasado que deberían ser actualizados mediante la literatura. Tenía la impresión, para decirlo de alguna forma, que era pertinente que la literatura volviese sobre esos temas para evitar su musealización, para que estos temas permaneciesen abiertos en la discusión de los asuntos públicos y por consiguiente, disminuyese la posibilidad de que se repitieran.
— Claro, ahí sí habría una especie de posibilidad de intervención por parte de la literatura.
— Hablábamos de que existe una tendencia a creer que toda víctima es buena persona. Hay que decir en el marco de esto que, sin embargo, toda persona que es desaparecida forzosamente o que es víctima de la represión espontánea o planificada de las fuerzas del Estado es posiblemente inocente, en el sentido de que, si no lo fuera, el Estado podría haberla sometido a su sistema legal, que está muy bien aceitado y funciona. Si se sustrae al activista político del sistema legal, se lo hace en virtud de que se considera que, o bien no existen leyes que vayan a condenarlo o bien existe un consenso social en relación con el hecho acerca de que aquello por lo que estaba luchando el activista no merece condena. Entonces, hay en la desaparición forzosa no solamente una actitud dictatorial sino en estos días una, casi me atrevería a decir, aceptación tácita por parte de las fuerzas del Estado de que quien es desaparecido no hubiese sido condenado. Eso lo quería mencionar porque hace a la cuestión de la bondad o la supuesta bondad de las víctimas.
— En aquellas políticas planificadas en relación con la desaparición de las personas ahí una autoatribución del lugar de la Justicia por encima de cualquier otra cosa, entiendo. Yo te hablaba antes de la necesidad de épica y de héroes…
— Todas las sociedades lidian de la forma en que les resulta más viable, menos dañina, con sus víctimas. Y efectivamente una de las formas más habituales de desactivar el duelo es atribuirles una cierta santidad a las víctimas, de hecho deificarlos. El proceso más habitual tras la muerte de un emperador en la Roma antigua, en particular si la transición al siguiente emperador había sido problemática, era deificar al emperador anterior y dedicarle un culto. Esto, que creo que es una constante en la historia humana, adquiere ribetes muy específicos en la Argentina también debido a que la experiencia política de la generación anterior a la mía es muy difícil de comprender para los que venimos después, que crecimos bajo el imperio del individualismo. En lo que hace a mi generación, lo que diría es que habiendo crecido en un momento de frivolidad y estupidez, profundamente individualista, en algún sentido estamos incapacitados para comprender una experiencia colectiva como la que hubo en ese período. La superación de esa incapacidad en los últimos años ha adquirido la forma de una, cómo decirlo, de una aceptación acrítica de la experiencia política que es percibida como una experiencia política integrada, común, y que en realidad tiene muchas especificidades que quienes vivieron esa experiencia reconocen de inmediato y quienes venimos después no acabamos de entender. En ese sentido quizás sea más interesante en este momento trabajar sobre las contradicciones o la diversidad de la experiencia.
— A ver, ¿cómo sería eso?
— La recuperación de la política en la Argentina en los últimos años se articuló sobre una política de derechos humanos excepcional en el marco latinoamericano, al asumir la reparación de los crímenes de lesa humanidad como una responsabilidad del Estado. Esto, que es notable y en algún sentido único, supuso, en consonancia con la recuperación, el descubrimiento de la política por parte de una generación de nuevos activistas políticos argentinos, y también supuso una serie inevitable de simplificaciones. Me parece más interesante en este momento contribuir a la complejización…
— Recuperar los matices.
— Exacto, sí, sí. En España hay un debate en estos momentos en relación con hechos que podrían parecernos menos polémicos por cuanto tuvieron lugar no hace 40 años sino hace 70 u 80 años en la Guerra Civil. La relativización de la responsabilidad moral en ciertos textos españoles recientes es algo a mis ojos peligrosísimo porque supone además una contribución a una supuesta respetabilidad de ciertos juicios que deberían ser puestos en cuestión.
— Lo peor es que hay ciertas cuestiones en las que uno cree que ya se alcanzó un consenso y de pronto advertís que no es así.
— Sí, sí. Quizás eso no sea tan malo, digo yo, que acabo de decir que no acepto la definición de buenos y malos; pero me parece que hay una cierta productividad en ello relacionada con que las rupturas espontáneas de consensos permiten volver a revisar ese consenso. Por ejemplo, yo observé con mucha atención la discusión acerca del número de desaparecidos que tuvo lugar recientemente. No puedo decir que celebré la polémica que tuvo lugar aunque desde luego sí celebré que el consenso volviese a imponerse. Pero me pareció que la discusión podía ser planteada de otra forma o vista de otra forma como una magnífica oportunidad de recordar el hecho que no solamente fueron 30 mil sino que posiblemente hayan sido más. Es necesario para la salud intelectual y moral de una sociedad poder hablar de todos los temas de todas las formas posibles. En segundo lugar, también es necesario cada cierto tiempo revisar críticamente ciertos consensos. No precisamente para echarlos por tierra pero sí para reactivarlos. Lo peor que puede suceder es la musealización de un tema.
— Pero, Patricio: ¿y si fueron menos?
— Si fueron menos, posiblemente los responsables de la desaparición de estas personas hubiesen hecho públicas las listas que tienen para librarse de la responsabilidad política y penal y de la condena social por el asesinato y la desaparición de 30 mil personas. Si la derecha desea cancelar el tema lo puede hacer simplemente exhibiendo las listas. En tanto las listas no estén, tenemos el derecho de pensar que fueron 30 mil o incluso más.
— ¿Tenes alguna hipótesis del caso Maldonado?
— No, no, francamente asisto al caso con el mismo dolor y la misma perplejidad con que mis compatriotas o la mayoría de mis compatriotas ven este hecho. A su vez pienso que esta policía o estas fuerzas represivas del Estado no son muy distintas de las que teníamos hace 10 años, o hace 15, o hace 30. No son muy distintas a las fuerzas represivas que yo conocí cuando era un adolescente en la Argentina. Las que nos golpeaban con la excusa de cachearnos cuando entrábamos a las canchas de fútbol o tiraban tiros al aire para divertirse cuando íbamos a conciertos de rock. No soy lo suficientemente mayor, por fortuna, para haber vivido los hechos más trágicos de la historia argentina reciente pero no soy lo suficientemente joven como para no recordar episodios de brutalidad policial. Entonces, constatar que esta policía no es muy distinta de la policía que hemos tenido las últimas décadas debería poner el caso bajo otra perspectiva, una perspectiva que no soslaye desde luego la responsabilidad política sobre esta desaparición, que es enorme, sino más bien que nos permitiese pensar en el caso como una manifestación más muy trágica de una de las muchas formas de violencia que tienen lugar en la Argentina desde hace muchos años. Mi impresión siempre ha sido que la historia argentina a partir de 1983 podía ser contada como la historia de los esfuerzos individuales y colectivos por recuperar algunos de los derechos y libertades que habían sido cancelados con la dictadura. En realidad, posiblemente libertades y derechos que habían comenzado a ser cancelados en torno a junio de 1955 con el primer acto de violencia política de la historia argentina moderna que es el bombardeo a la Plaza de Mayo. Entonces podríamos, sobre todo a partir de 1983, pensar en la historia argentina como la historia de la recuperación de los derechos y las libertades. Y de los retrocesos que en esa lucha se han producido.
— A uno de los cuales estaríamos asistiendo ahora, decís.
— Exacto. Entonces, no solamente asistiríamos a un retroceso flagrante en esa recuperación siempre incompleta de nuestros derechos y libertades sino que además se pondría de manifiesto que uno de los fracasos más brutales de la democracia argentina ha consistido y consiste en la subordinación de las fuerzas represivas del Estado al control político. Mejor aún, al control de la sociedad a la que debería servir. Hay un fracaso de todos nosotros como integrantes de la sociedad civil y ciudadanos argentinos a la hora de exigir que nuestras fuerzas represivas se adecuen a los valores actuales y a lo que deseamos de ellas. Cuando alguien como yo, que creció en la Argentina en las décadas de los 80 y los 90, nunca se sintió particularmente seguro en presencia de un policía: eso no solamente tiene que ver con la historia de la generación de mis padres sino también con historias personales. Hay un fracaso ahí muy importante.
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