Es, absoluta, total, definitivamente, una vieja dama inglesa. Mirarla de abajo hacia arriba (es decir, empezar en sus cerrados zapatos, seguir por su severo tailleur, terminar en su pelo blanco pegado a la cabeza y con rodete, como la reina Victoria) es imaginar que acaba de huir de una película de James Ivory o de la novela Pasaje a la India, de E.M. Forster. Sus setenta y dos años no parecen muchos más de cincuenta. Mira fijo, toma café, toma jugo de naranja, espera las preguntas con atención de águila.
–¿En qué piensa ahora, aquí?
–En lo de siempre. En la discriminación, en la crueldad, en el dolor humano.
–¿Su idea del mundo es tan apocalíptica como hace una o dos décadas? Como sabrá, no es usted Miss Optimismo 1990.
–Deme una buena razón para no ser apocalíptica.
–No se me ocurre.
–A mí tampoco.
–Todavía cree en el poema que dice "Sólo mi propia clase me matará", por lo visto.
–Sí. Es de un poeta ruso.
–Finalmente, ¿tiene al menos una visión más tenue, más atemperada del mundo?
–No veo porqué tenerla: somos una especie que se prepara para matarse entre sí. Es lo que hacemos cada día, y cada vez más rápido. Me asombra, en este tiempo, el cambio. La velocidad del cambio.
–¿Por qué la consagraron como escritora feminista, si sus novelas no lo explicitan? En todo caso, usted detesta que la tengan por una escritora feminista.
–Soy una feminista. Pero cuidado: nunca conocí a una mujer que no lo fuera. Por lo demás, hay escritores buenos y malos, no escritores feministas o antifeministas.
–¿En qué bando está?
–Soy una buena escritora que escribe sobre hombres y mujeres. Nada más.
–Advierto en usted cierto malestar al hablar del feminismo. ¿Qué le pasa?
–La actual corriente feminista no me gusta nada. Es increíble el tiempo –el inútil tiempo– que le dedican las mujeres a la política, a la ideología feminista.
–¿Le parece una pérdida de tiempo? Si no fuera así, tal vez las mujeres caminarían tres pasos detrás de los hombres, como en ciertas culturas.
–No crea que a las mujeres de hoy y de cualquier cultura les va mucho mejor.
–¡¿What?!
–No se asombre. Después hablamos de eso.
–Bien. Hablaba del tiempo que pierden las feministas, y…
–Lo que necesitan las mujeres es algo muy simple: igualdad de oportunidades, igualdad de pago, permiso por nacimiento, y buenas guarderías. Nada más. Cuando eso exista se terminará el feminismo. El resto es bla, bla, bla…
–Margaret Thatcher, Violeta Chamorro, las mujeres del parlamento sueco, las dueñas de empresas, ¿no hablan de una fuerte, casi huracanada irrupción de la mujer en el mundo de las decisiones?
–Eso no significa "irrupción huracanada", como usted dice, ni cambio de roles, ni una victoria del feminismo. Son excepciones. Pero los verdaderos problemas de la mujer, los que nos aterraban hace cien años, persisten.
–¿Cien años? ¿No exagera?
–¡Já! En Pakistán todavía discuten por el velo, y no me extrañaría que en algunas culturas todavía se dudara de la existencia del alma en la mujer.
–No es el caso de Occidente.
–No exactamente. Pero hace poco estuve leyendo las cartas que, a principios de siglo, las feministas pioneras les escribían a sus hijas. ¿Sabe cuál era la mayor reinvindicación, la conquista por la que luchaban a brazo partido?
–No. Supongo que por la igualdad de derechos civiles. O algo así.
–Usted tiene un candoroso espíritu, amigo mío. En esas cartas, las pioneras les aconsejaban a sus hijas ponerse firmes… ¡y tener sólo doce hijos! En vez de trece, catorce o quince. Al descubrir cosas semejantes sólo se me ocurre apelar al poder económico, que en el caso de la mujer es el único poder liberador. Le aseguro que una mujer rica jamás, en ninguna época, tuvo que aceptar tener catorce hijos contra su voluntad.
–¿Cuál debería ser el gran cambio, la verdadera revolución femenina?
–El cambio en el mundo del trabajo. Por una Thatcher hay millones de no Thatchers que sufren abusos en el trabajo. Ése es el gran fracaso del movimiento feminista.
–¿Fracaso total? Ha vuelto al Apocalipsis, mi querida amiga.
–Bueno, le concedo algo: no es un fracaso total. La situación de las mujeres de clase media de Occidente mejoró algo, es cierto.
–¿Cómo son las mujeres cuando llegan al poder?
–¡Oh! Igual que los hombres. No hay diferencia. A ningún hombre ni a ninguna mujer habría que permitirle estar en el poder –en cualquier forma de poder– más de siete años.
–¿Por qué?
–Porque se enloquecen. Analice el mundo, la Historia, y verá que es cierto.
–Hablemos de mujeres y sus países posibles.
–La mujer vive bien en Europa y en los Estados Unidos. En Brasil y en la Argentina se alcanzaron algunas metas, creo…
–Hablemos de mujeres y sus países imposibles.
–En toda África. Allá, las mujeres viven como perros. ¡Y para qué hablar de Rusia! Hay un marco legal que establece la igualdad femenina, pero es una farsa: nada se cumple. La mujer rusa tiene dos trabajos –algunos, los más pesados y crueles que se conocen–, cría a sus hijos y maneja su casa. Mientras, el hombre ruso no hace absolutamente nada.
–Usted fue una comunista militante. ¿Por qué rompió con el comunismo?
–Fui comunista… como todo el mundo. Y me aparté del comunismo como todo el mundo. Digamos que fui comunista cuando había que serlo. Cuando el comunismo parecía la única arma posible contra el fascismo.
–Usted dice –siempre– que los cuarenta años son una edad dramática en la vida de una mujer. ¿Por qué? Usted pasó los setenta, y no la veo demasiado deprimida.
–¿Cuántos años tiene usted?
–Cincuenta.
–¿Recuerda cómo se sintió cuando cumplió treinta? ¿Fue un buen momento?
–No.
–Bien. La pregunta queda contestada.
–Hablemos de amor.
–Es un poco tarde.
–De amor en general, digo.
–Detesto el tema. Pero bien: el hombre y la mujer han amado y aman de modo diferente. Tratar de buscar coincidencias es estúpido.
–¿Por qué?
–Porque tienen diferente programación biológica. No coinciden en sus tiempos, en sus urgencias, en sus fatigas, en sus entusiasmos, en sus desencantos.
–Pero algunos, a pesar de esos choques biológicos, caminan juntos más de medio siglo.
–Caminan juntos, sí. Pero eso no significa que se amen. Si un hombre y una mujer logran amarse durante más de diez años, bueno: significa que la sociología ha derrotado a la biología.
–Sin embargo tuvo usted dos maridos, y sus matrimonios no fueron tan cortos…
–No quiero hablar de eso. En realidad, no sé hablar de eso. Ni siquiera estoy segura de que algún hombre me haya dado algo. No, no… Olvídese del tema, por favor…
–Después de diez, quince novelas de éxito, ¿cree que su literatura hizo algo por las mujeres?
–Por desgracia, la literatura no cambia el giro del mundo. Sin embargo, creo que algo hice. Soy parte de un movimiento, de una atmósfera general a favor de las mujeres. Y ahí termina mi misión.
–Como feminista militante, ¿qué errores no cometió?
–Ninguno de los estúpidos errores de las feministas militantes. No me politicé, no formé pequeños grupos opuestos a otros grupos, no perdí el tiempo peleando y odiando a otras mujeres: algo muy frecuente entre las feministas.
–Su literatura revela una visión bastante cínica de la sociedad. ¿Cuál es la raíz?
–Viví en Rhodesia (N. de la R: Actualmente ese territorio es Zimbabwe). Crecí en el centro de una pequeña sociedad blanca y opresora. Por eso tengo una visión cínica de la sociedad.
–A pesar de todo, ¿a qué gente admira?
–A la gente práctica que tiene ideales pequeños y pelea por ellos. Respeto a esa gente tanto como odio a los grandes idealistas y a los movimientos de masas.
–¿No hay en la historia un idealista ni un movimiento que la conmueva?
–Hummm… Creo que no. Creo que los grandes idealismos son poses, y que casi siempre arrastran a la gente al error. Casi todos los dictadores, los más crueles y brutales, partieron de un idealismo.
–¿Cuál es su idea de un héroe?
–Un héroe, para mí, no es alguien que sube a una tribuna y dice "Voy a liberarlos de la pobreza y hacer un país en el que todos sean felices". Un héroe es alguien que dice "Tenemos estos seis problemas: vamos a ver cómo podemos resolverlos".
–¿Su fórmula para escribir?
–No perder el tiempo en tonterías. Llamo tonterías a la política, la economía, la religión, cualquier cosa que distraiga a un escritor de su tarea. Son temas importantes para la gente común, pero no para un escritor que busca su tono y su voz exactos.
–Hoy es rica. ¿Fue pobre?
–Pobrísima. Pero no me importó, porque nunca busqué seguridad.
–Sin embargo, antes me dijo que la independencia de la mujer reside en el dinero. Es una contradicción.
–Es posible. Pero yo soy escritora. Pertenezco a una raza diferente. En todo caso, mi frase vale para el resto de las mujeres.
–A pesar de su desapego por la política, debe tener alguna posición…
–Sí. Me gustaría una sociedad socialista. Pero mi idea del socialismo nada tiene que ver con los socialismos actuales. En general, me llevo muy mal con los políticos. Creo que ninguno me aceptaría en su partido. Entre otras cosas, porque nunca uso grandes palabras ni creo en ellas: libertad, democracia, idealismo… Todo me parece muy frágil y muy amenazado. Dejé mi casa a los catorce años y tuve una vida muy dura. No me dejo tentar por los cantos de sirena…
–¿Por qué su libro El cuaderno dorado pasó a la historia como la biblia del feminismo?
–Es un misterio. No se me cruzó por la cabeza la idea de escribir una biblia, y mucho menos una biblia feminista. Cada uno lee lo que quiere, no lo que está escrito.
–¿Qué siente ante la vejez y la muerte?
–Es… complicado. La vejez, el deterioro, la decadencia, son peores que la muerte. Yo moriré, usted morirá, mis dos gatos morirán, todos moriremos. No tengo miedo. La vejez… bueno: nos causa repulsión porque es el espejo de todos nosotros. Sabemos que un día inspiraremos esa misma repulsión, y por eso nos repugna. En definitiva, el horror a la vejez es el horror a encontrarnos con nosotros mismos.
–Padres. Maridos. Hijos. Hable de ellos.
–No me gustan las preguntas personales. No me gustan nada. Se lo dije. Pero usted insiste…
–No sólo tienen que ver con su vida. También con su literatura.
–Sí, pero de todos modos…
–Pongo en marcha el motor. Nació en Persia (hoy, Irán). Es hija de ingleses. Su padre trabajaba para la Corona. Creció en Rhodesia. Vive en Londres. Tuvo dos maridos y tres hijos. Siga usted…
–No hay mucho más que decir. Mis padres fueron imposibles, pero hoy los comprendo: eran víctimas de la guerra, y la guerra lo cambia todo. Mi padre quedó inválido por una herida. Mi madre quiso ser una brillante enfermera, pero tuvo que optar por el matrimonio y los hijos. Los dos se frustraron, y yo padecí esa frustración.
–¿Qué pasó con sus maridos?
–No quiero hablar de eso. ¡De-fi-ni-ti-va-men-te!
–¿Y de sus hijos?
–Mientras fui joven ocuparon la mitad de mi vida. Pero después, ya vieja, los vi y los veo de otra forma. Siento que no quieren hablar de sus padres. Y yo tampoco de mis hijos.
–Pero al menos quiso tenerlos…
–Sí, sí, desde luego. Era muy joven, tenía una salud fantástica, y me gustaba estar embarazada. Tanto, que estaba embarazada cuando escribí mi primera novela. Entonces todo era energía y alegría. Después, los años se lo llevan todo…
–¿Qué son y qué hacen sus hijos?
–Mi hijo mayor, de cincuenta años, cultiva café. Mi hija es directora de una escuela. Y tengo un hijo de cuarenta y cuatro años que todavía no se casó.
–¿Influyó en ellos?
–Mi hijo es plantador de café en Zimbabwe. Pertenece a la minoría blanca africana. Es, claramente, un blanco de la línea dura. ¡Ya ve usted cómo influí en mis hijos!
(Post scriptum: Esta entrevista transcurrió en Buenos Aires en mayo de 1990. Doris Lessing ganó el Premio Nobel de Literatura 2007, hace una década. Entre 1950 con Canta la hierba y 2008 con Made in England entregó al mundo, entre novelas y poemas, más de cuarenta títulos. De admirable lucidez, me tentó seguir ese diálogo hasta que las velas no ardieran, como suele decirse, porque en esas dos o tres horas nos unieron muchas cosas. En especial, el amor a los gatos).
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