Esta semana se estrenó Yo soy Tita, de Buenos Aires, costosa producción del cine nacional dirigida por Teresa Constantini. La película tiene entre sus varios problemas, uno especialmente grande: su necesidad de recorrer la vida de Tita Merello como si fuese una acumulación de hitos llamativos, desde su infancia en la pobreza, pasando por su conocimiento de diferentes personajes históricos (Discépolo, Gardel, Sandrini), sus relaciones más famosas y los temas musicales que la hicieron más conocida. Este abordaje es un problema por una cuestión sencilla: termina volviendo a Tita Merello una pieza de museo, una serie de anécdotas ubicadas en un tiempo pasado. Adolece del defecto que suelen tener las peores historias de vida en el cine: vuelven a su personaje un ser de mármol, una persona cuyo interés mayor reside en los personajes históricos con los que se codeó en su ascenso a la fama, una leyenda desde el vamos con la cual es muy difícil sentir empatía.
Digamos, en ligera defensa de ese rasgo de Yo soy Tita, de Buenos Aires, que caer en esa tentación era fuerte, cualquier persona que lea la vida de Tita Merello se ve contagiado por la estatura épica de su figura. A todos nos gustan después de todo las historias de superación y la de Tita Merello es una de ellas. Nacida en un hogar pobrísimo de San Telmo, con una infancia llena de carencias afectivas (ni hablar de las materiales), diagnosticada erróneamente de tuberculosis a los diez años lo que hizo que pensara que iba a vivir poco (finalmente vivió hasta los 98), analfabeta hasta pasada su adolescencia, mujer que declaró que se hizo actriz básicamente por hambre y que, según su biógrafo Néstor Romano, nunca recibió educación actoral ni vocal de ningún tipo, haciendo que básicamente su voz particular y su tremendo talento como intérprete hayan venido de un espíritu autodidacta y un instinto actoral al que no es exagerado definir como genial. A esta vida se le suman otros aspectos como mínimo llamativos: su exilio tras el peronismo, su relación de amor y traición con Luis Sandrini, el propio cariño eterno que ella sintió por él (Tita conservaba una silla en su casa que era la de Sandrini y prohibía a cualquiera que se siente en ella), varias escenas icónicas y por supuesto, una buena cantidad de películas exitosas e históricas dentro del cine nacional. Enumerarlas resulta una tarea ardua e innecesaria, sobre todo cuando no todas son buenas (de hecho hay algunas espantosas), aunque en todos los casos sus apariciones resultan hipnóticas y absolutamente personales.
Pero tratemos de definir mejor qué quiero decir con esto de actuaciones personales. Uno de los ejemplos más contundentes es la película Los isleros, dirigida por Lucas Demare en el 52, cuando ya Merello era una artista popularísima tanto como actriz como cantante. Si esta película suele considerarse como una de sus actuaciones más consagratorias es en buena parte porque Demare entendió muy bien un aspecto importante de su forma de actuar. Allí Tita interpreta a Rosalía (también conocida como La Carancha), una mujer que vive con su pareja una vida rudimentaria en la isla del Paraná. La primera vez que Demare presenta a Tita lo hace con un movimiento de cámara veloz a su cara mientras mira desafiante a tres hombres que se burlan de ella. Lo impresionante de esa mirada fuerte y vital, es que apenas le basta con un movimiento de cejas y una mueca para mostrar una sensación de desprecio y autoridad frente a esos tipos que la desafían. El rostro de Merello muestra así una cualidad expresiva única, que no viene necesariamente de una exageración teatral sino de la propia naturaleza de su mirada. Por eso también después de esa presentación, Demare se da el lujo de tomar a Merello en un plano general mostrando que su altura era mucho más baja que la de los tres hombres a los que ella intimida. En la lógica de Los isleros, Rosalía puede imponer su autoridad sin necesidad de que su físico sea más grande, y la forma de actuar de Merello lo hacía fácilmente convincente. De hecho, muy pocos actores como Tita logran prescindir tanto de lo físico como ella. Merello podía simplemente actuar de manera extraordinaria moviendo las cejas y los labios, haciendo que su cuerpo sea un mero transporte para un rostro y una mirada que parecía concentrar toda la expresividad que necesitaba.
También en esa película es donde se ve una de las cuestiones profesionales más originales de ella: la de su absoluta falta de temor en afear su rostro, hacerlo más viejo, o más sucio, llenarlo de maquillaje o permitir que lo iluminen de modo tal que no quede como una persona agraciada. No es un dato común. Como bien indicaron críticas feministas como Laura Mulvey o Molly Haskell, afearse podía ser un lujo que podían darse los hombres, pero en la industria del cine –y mucho más de los 40 o 50– la diva debía ser bella. La genialidad de Merello estuvo en construirse como una de las primeras divas que aún pudiendo ser atractiva, (ver sin ir más lejos sus números musicales en Filomena Marturano, uno de sus mayores éxitos) rechazaba ser bonita, e incluso quería papeles que la identificaran mayormente con los barrios y clases bajas.
De los pocos directores que se atrevieron a invertir esta lógica en esa época fue Daniel Tinayre en Deshonra de 1952, verdadera obra maestra del melodrama, que transcurre mayormente en una cárcel de mujeres y con una Golde Flami increíble haciendo de lesbiana (si leyeron bien, la película es de 1952). En ese mundo infernal planteado por Tinayre, en el que todo parece estar dado vuelta, Tita Merello justamente hace de millonaria, postrada en silla de ruedas y sufriendo por amor.
Los primeros años de los 50 fueron justamente la gran época de apogeo actoral de Tita. Tras el 55 vendría la llamada Revolución Libertadora y una actriz de filiación peronista como Tita (filiación discreta, pero filiación al fin), empezaría a ser censurada y perseguida –se la llegó a acusar de traficar té desde Sri Lanka por una comisión investigadora– y con esto el exilio se transformó en inevitable. Así es que Merello fue a trabajar a México por unos años y se despidió de una época de oro laboral que no volvería nunca.
Al volver a la Argentina, las películas de Tita dejaron de tener demasiado interés, en buena parte porque se dedicó a filmar con Enrique Carreras, un realizador muchísimo menos talentoso que Tinayre o Demare. No obstante, en los 60 filmó la que sería para mí su última gran película: la interesantísima y desatada Amorina dirigida por Hugo del Carril. Allí el realizador volvió a hacer que Tita hiciera una mujer de clase alta y, más aún, hizo que esta mujer que unos años atrás se caracterizaba por hacer personajes que se imponían ante todo, fuera ahora una dama anímicamente tan débil que no podía soportar psicológicamente que el marido tuviera una amante. Del Carril construyó con esto una historia terminal, que en alguna medida era una despedida de un matrimonio, de una familia, pero también de una Tita arrabalera que parecía no tener vuelta.
Pero Amorina también es una muestra cabal de otra cosa, y es que Tita Merello era aquello que el filósofo Edgar Morin llama un arquetipo de estrella de cine. Según Morin, una estrella es aquella que carga de manera inevitable con algún o algunos papeles anteriores, que está tan identificada con un tipo de personaje que ya es imposible poder desligarla de eso. Así es como Marilyn Monroe fue siempre la rubia ingenua eterna, o Cary Grant el chanta simpático. Podían hacer papeles diferentes, pero cada vez que los hacían era imposible que el espectador no los contrastara con esa base que tenían de ellos, y no construyera un sentido a partir de ese contraste. De este modo, una Tita millonaria y débil no era solo un dato más, era una significación de otra cosa, algo que impactaba más allá de lo que pudiera pasar con el personaje.
Para ser ese tipo de estrella hay que tener un talento gigantesco, tanto o quizás más que ser versátil en la forma de actuar (ser popular por décadas mutando siempre es difícil, pero hacerlo siendo identificada con un solo tipo de personaje debe ser aún más meritorio). Que Merello lo haya hecho además sin ser ni querer ser hermosa, haciendo papeles antipáticos en películas que transcurrían muchas veces en barrios bajos y lugares empobrecidos, habla de hasta qué punto era una actriz excepcional.
El final de Tita tuvo una aura legendaria también, recluida en una clínica, llegando a longevos 98, poco afecta a las cámaras –"la gente me quiere por lo que fui, no por lo que soy" llegó a decir– y con unas últimas décadas marcadas por la soledad. Toda una ironía acaso involuntaria por parte de una actriz cuyo papel más famoso se dio en la película Los Isleros, pero quizás también toda una toma de posición de una mujer con una presencia tal que le hacía pensar a uno que ella estaba sola contra el mundo y que de vez en cuando hasta podía ganarle.
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