Adriana Lestido, la fotógrafa que miró a la Antártida a los ojos

Célebre por sus series sobre mujeres presas y madres adolescentes, entre otros, la artista argentina acaba de editar el libro “Antártida negra. Los diarios” donde relata su viaje a ese territorio sorprendente para hacer una residencia que se convirtió en una experiencia iniciática. En diálogo con Infobae, habló de esa travesía, de su vínculo con la escritura, de su trayectoria y de sus planes

Adriana Lestido (Gentileza Constanza Niscovolos)

No faltan las peripecias. Tampoco el iI Ching/i, la meditación, la ropa colgada de manera improvisada dentro de una pequeña habitación compartida por varios, las referencias a la obra de Werner Herzog, los peligros de un territorio hostil, los anuncios imprevistos, las inclemencias del tiempo, las preguntas sobre el amor y la libertad. En iAntártida negra. Los diarios/i Adriana Lestido le pone palabras a temas que la acompañaron a lo largo de toda su trayectoria como fotógrafa mediante el registro íntimo de su viaje a la Antártida en 2012. Lo que comenzó de manera azarosa con la idea de una doble exploración –la interna y la territorial– se convirtió en dos libros (uno de fotografías, otro con sus textos) y una posibilidad distinta: la de probar con un nuevo lenguaje.

¿Como fue que la fotógrafa, célebre entre otras cosas por sus series sobre madres adolescentes, mujeres presas o el amor, en riguroso blanco y negro, optó ahora por un terreno árido, donde lo humano pareciera quedar tapado por la bruma del paisaje? "Estando en Madrid en el 2010 vi una retrospectiva de Miquel Barceló y en una pequeña salita había una serie blanca que él había hecho luego de una temporada que pasó en el Sahara", le cuenta a Infobae Lestido y agrega: "Fue muy fuerte lo que sentí en esa salita con esas pinturas: la clara necesidad de ir a un lugar así, como hacia la nada. Al principio pensé en el Sahara como fantasía. En ese momento también estaba con la idea de no fotografiar más gente, de trabajar sobre lo básico, sobre los cuatro elementos: agua, tierra, aire, fuego. No deja de sorprenderme cómo se dan las cosas, por ahí uno piensa en hacer algo y después se da cuenta que ya estaba trabajando en eso. Si tiene que ser, las posibilidades empiezan a abrirse desde distintos lados. En ese mismo período conocí a una chica que vino a verme por el taller. Es una bióloga que vive en Mar del Plata, Cecilia Ravalli, que se embarca periódicamente en altamar. Me gustó la idea de embarcarme y trabajar sobre el agua y ella quedó en averiguarme si había posibilidades de que viajara en algún barco. Al poco tiempo me comentó que El Deseado estaba yendo a la Antártida. Ahí dije '¡la Antártida! ¡Es la Antártida!'. Es ese nuestro desierto. Apliqué incluso para una beca del Conicet para subirme al Deseado. ¡No me dieron bola, por supuesto! (risas). No sé si me llegaron siquiera a responder. Entonces surgió más claramente que no era el agua sino que era la Antártida. También el año anterior, estando en México, arriba de una montaña en Hierve el agua (Oaxaca), me vino la imagen de ir al blanco. Al año siguiente, y ya con la idea de ir a la Antártida, conocí a otra bióloga (Luciana Motta), que va periódicamente al Polo Sur. Ella también hace fotos y se comprometió mucho para ayudarme".

Así fue que luego de presentarse a la convocatoria para una residencia de artistas promovida entonces por el Instituto Antártico de la Argentina, ganó y comenzó la aventura. Sin embargo, en lugar de ese blanco imaginado para sus fotografías, la Antártida le ofrecería un paisaje completamente opuesto.

“Antártida negra. Los diarios” de Adriana Lestido

Al llegar ocurre que te encontrás con un lugar que no era como habías pensado.

En el fondo creo que ahí es donde tenía que ir, a ese lugar. Al negro. Claro que fue decepcionante en principio. Íbamos a ir a la Base Esperanza, que es hermosa, íbamos a tener un cuarto para cada uno, wi-fi, señal. Y terminamos en Decepción, que es una base de verano muy básica. Fue fuerte llegar esperando ver blanco y ver negro. Como es una isla volcánica el calor derrite la nieve inmediatamente y la tierra es negra. Hay sólo algún que otro manchón blanco. En pleno invierno supongo que será blanca pero en verano no. Pero en realidad ahí estaba todo; ¡estaba el fuego! es una locura que esté ahí, bajo el hielo. Erupcionó en los 60. A su vez, la dureza y lo áspero de las condiciones en las que estuvimos estaban mucho más en sintonía con el espíritu de la Antártida, que es un lugar extremo y salvaje. Si bien lo padecimos, en el fondo estuvo bien. Estuve donde tenía que estar. Hay dos cosas que son clave. Por un lado, es un lugar totalmente imprevisible. Puede estar el cielo azul, despejado, y al rato taparse todo y que no se vea nada, ni a diez metros. Eso sumado a la logística militar, que lo hace más imprevisible todavía. Que sea un lugar tan extremadamente imprevisible es lo que hizo que esto fuera de un aprendizaje vital enorme. La vida es así. ¡Que yo quisiera ir al blanco y me encontrara con el negro estuvo buenísimo! El cambio es permanente y el desafío, justamente, es la aceptación de ese cambio permanente. La entrega.

“Antártida negra”, de Adriana Lestido

Como si se tratara de una continuidad de aquello que experimentó durante su estadía en la Antártida, una vez de regreso apareció la idea de editar un libro con los registros que la fotógrafa llevaba en sus diarios. "En realidad yo siempre escribo. Pero ni ahí pensaba en publicar el diario de viaje. Otra vez, un regalo de la vida. Siempre llevo diarios y es más lo que escribo que lo que fotografío. Y más en una situación de viaje. Yo quería un libro de imágenes muy despojado. Que no hubiera textos, que no hubiera prólogo, nada. Simplemente las fotos y un par de citas. Es lo que hice. Cuando ya estaba toda la maqueta del libro armada en un momento se lo mostré a Juan Forn. Le encantó pero me dijo: '¿Y todo lo que me contabas de la Antártida negra? ¡Poné algo!'".

Un diálogo similar tuvo con la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide –a quien Lestido admira profundamente– y entonces, después de leer los textos que había escrito a mano durante su travesía, en un cuaderno que le compró a un grupo de presos de José León Suárez, se decidió a publicarlos. "Fue hermoso todo el proceso. El sentido de lo que uno hace siempre se va develando con el tiempo. Por ahí uno puede partir de una idea o de una necesidad concreta y después se da cuenta por dónde va la cosa. Y más tarde, de que en realidad hay un sentido más profundo y así. El tiempo es el que dice. Hoy creo que el sentido de la Antártida tiene que ver con la necesidad de pasar a otra cosa, como un lugar de pasaje. Final y principio. Es el fin del mundo y de alguna manera fue ir al final para empezar algo nuevo. Un lugar de muerte también, porque la muerte está muy claramente ahí al lado. La muerte siempre está al lado, pero en la Antártida eso es muy claro. En cuanto llegamos a Frei se había incendiado la base brasilera que está al lado y había muerto mucha gente, estaban los sobrevivientes evacuados en Frei. En Orcadas, cuando pasamos volviendo, habían muerto hacía un tiempo el jefe de una base y un cocinero porque salieron y cayeron en una grieta. Pero bueno, me refiero igual más bien a la muerte en el sentido de transformación. Que esto lo pueda presentar con un libro escrito, que es el principio de algo nuevo para mí, está buenísimo", asegura.

Adriana Lestido es autora de diversos ensayos y libros como “Mujeres presas” (en 2001 y 2007), “Madres e (2003), Interior (2010), La Obra (2011), y Lo Que Se Ve (antología) (2012)

Hablando de comienzos, el tuyo con la fotografía se da a los 24 años, después de varias búsquedas.

Nunca había hecho fotos en realidad. Primero fue Ingeniería, después Enfermería, algo que tuvo que ver más con la militancia. Fui vendedora también, de especias surtidas, fue un trabajo con mi padre, mi primer trabajo. La fotografía, en realidad, fue recién en el '79, cuando tenía 24. En ese año empecé a estudiar cine y sentí por primera vez que era algo que realmente tenía que ver conmigo. Ahí fue que descubrí la fotografía. Nunca había hecho fotos, salvo en el viaje de egresados de quinto año, con una Kodak Fiesta que me prestó una amiga. ¡Unas fotos malísimas!

¿Las tenés?

¡Sí, son tremendas! Después fui a un festival en Villa Gesell con mis compañeros de cine. Ahí uno de mis compañeros tenía una cámara de fotos. Yo miraba la cámara y pensaba "no puede ser que yo no sepa hacer fotos". Entonces después hice un curso de fotografía pero lo pensaba más en función del cine. Fue una revelación y ahí fue que me dediqué con todo a la fotografía.

Autorretrato, 1996

¿Y cómo llegás a la fotografía para medios de comunicación?

Fue para mí un medio de vida. Yo encontré a la fotografía como mi lenguaje. Sentí que lo era. En ese momento yo trabajaba en una oficina, con un despachante de Aduana, y tratando de ganarme la vida como fotógrafa lo dejé y empecé a hacer fotos en las plazas. Hacía retratos a chicos. Después empecé a ver otras posibilidades y entre ellas estaba el periodismo como algo más afín. Casi no había mujeres, fue difícil empezar a trabajar. Y fue muy apasionante. Pero tenía claro que el periodismo iba a ser una parte del camino, no me imaginé nunca que iba a pasar toda la vida trabajando en prensa. Fue buenísimo en mi formación, me ayudó muchísimo. Sobre todo cuando trabajé en la agencia DyN. Era un momento muy bueno del fotoperiodismo y los mejores fotógrafos estaban en las agencias. Se trabajaba la imagen con un cuidado que no era usual. Y en el trabajo de agencia se daba una cosa que para mí fue muy buena: había que resolver una situación en una imagen. Yo había empezado a trabajar en el diario La Voz. En la agencia, a diferencia del diario, había que concentrar en una imagen. Fue un aprendizaje clave. Pero bueno, yo sabía que era un tiempo. Dejé de trabajar en periodismo en el '95 y no lo hice nunca más. Lo último fue en Página/12, después en Página/30 y después hice un tiempo los suplementos del diario, el Metrópolis y Primer Plano. Fue una etapa muy feliz porque como no importaban mucho, trabajaba con una libertad total, realmente lo disfruté. Pero en el '95 dejé el periodismo con la clara sensación de que ya estaba. Mis primeros trabajos personales están cerca del reportaje, pero poco a poco me fui alejando.

¿Cómo fue la transición de trabajar en una agencia, donde debías resolver todo en una imagen, a pensar en la idea de series o ensayos fotográficos?

Estando en DyN me mandaron a hacer fotos en el Borda y en el Moyano. Ahí fui tres o cuatro veces, tenía que armar un reportaje que había pedido un diario del interior. Yendo al Borda me quedaba mirando las ventanas del Infanto-Juvenil, que lindan con el patio del Borda, y me dieron ganas de hacer algo en el Infanto. También quizá con la influencia y la imagen interna de una foto de Sara Facio que siempre me encantó, que es "Entre el cielo y la tierra", de su libro Humanario. Como sea, surgió la necesidad de fotografiar ahí. Pero enseguida pensé que no quería fotografiar como lo venía haciendo. Quería ir sin tiempo. Yo en ese momento no sabía bien lo que era un ensayo fotográfico, pero sí sentí claramente la necesidad de fotografiar en ese hospital y de otra manera, sin condicionamientos de tiempo ni editoriales. Así surgió la serie del Hospital Infanto-Juvenil, que hice mientras estaba en DyN. Estuve todo un año haciéndola. Las (madres) adolescentes también, estaba en DyN y fue justo en la etapa en la que pasé a Página.

“Madre e hija de Plaza de Mayo” (1982)

Entre tus fotos, hay una muy destacada que es "Madre e hija de Plaza de Mayo". ¿Cómo te llevás con la trascendencia de esa imagen?

Es de 1982, la hice a la semana de entrar a La Voz. Es la imagen fundante de todo, ahí nace todo lo que desarrollé durante más de 20 años, todo sale de ahí. La madre, la hija, la fuerza, la fuerza de la hija, la protección mutua, el desamparo, el apoyo, la cosa poderosa de las dos, la ausencia del hombre, el dolor, poner el pecho. Está todo ahí, más allá del camino propio que siguió esa imagen después. Para mí eso es hermoso: que haya más gente que conoce la foto que la que me conoce a mí es lo más que uno puede pedir. Como creador es lo máximo que se puede pedir. La vida propia de lo que se haga. También "La Salsera", que hice cuando trabajaba para Página, la siento como parte de mi trabajo personal. Pero después hay muchas que me encantan, pero son otra cosa. De todas formas cuando salía a hacer fotos para prensa ponía todo: no puedo fotografiar si no estoy cien por ciento presente en una situación. En los últimos tiempos igual tenía muy clara esa sensación de ciclo que se cerraba. En ese año, el '95, también empecé a dar talleres, algo que como medio de vida siento más afín.

“La salsera” (1992)

¿Los seguís dando hasta hoy?

Sí. Igual los talleres van mutando y van tomando distintas características según las distintas etapas. De alguna u otra forma los seguiré haciendo. Los talleres tienen que ver con la transmisión desde lo que soy sin excusas, sin peros ni nada. Desde lo que soy. Es transmisión… no sé bien qué es pero es algo que se da tanto en los talleres como en mi trabajo. Es estar al servicio.

¿Hacés fotos todos los días?

No, no hago fotos todos los días. Para nada. Y no sé por dónde voy a seguir. Siento que todo esto –la serie de la Antártida, el libro con los diarios– marca un quiebre. Entonces no sé. Hago fotos pero sin ningún rumbo. No me imagino encarando un nuevo proyecto fotográfico como vine haciendo hasta ahora. Siento que algo en mí se agotó y que necesito probar otras cosas. Por eso también me movió tanto ponerme a trabajar en el diario de viaje, ponerme a trabajar con las palabras. Necesito volver a ser aprendiz.

En los diarios hablás de varios proyectos que en ese momento te rondaban (desde llevar iEisejuaz/i de Sara Gallardo al cine, hasta recorrer la línea del Ecuador). ¿Seguís con eso? ¿En qué estás ahora?

Con Eisejuaz quería intentar por el lado del cine. Tenemos con Pablo Reyero los derechos pero no encontramos productora. Pero es algo que me interesa mucho. La fotografía fue muy generosa conmigo, me ayudó a ser lo que soy. Pero ahora siento que hay algo que tengo que soltar. Igual siempre voy a seguir haciendo fotos. Lo que quiero decir es que tengo la clara necesidad de hacer algo nuevo y de ponerme con algo que me abra a otras cosas. No importa tanto lo buena o mala que pueda ser, aunque "bueno" o "malo" no sea un valor. Creo que es parte de la limpieza intentar dejar un poco la fotografía de lado y abordar otros lenguajes, otras cosas o nada… ¡Tampoco hay por qué tener que hacer algo! (risas). ¡Mirar el cielo está tan bueno! Hacer algo sólo cuando cuando surge la necesidad. Mientras tanto, practicar el no hacer también es un desafío.

Entre numerosas distinciones, en 1991 obtuvo la beca Hasselblad, en 1995 la beca Guggenheim -otorgada por primer vez en fotografía en la Argentina-, en 1997 el Premio Mother Jones y en 2009 el Gran Premio Adquisición del Salón Nacional de Fotografía

¿Te llevás bien con lo digital, con el boom de Instagram, por ejemplo?

Instagram no tengo. Sí, me llevo bien. Tengo una bella camarita digital, que es hermosa y la uso bastante. A veces también hago fotos con el teléfono. Pero es otra relación con lo digital que con lo analógico. Si pierdo una carpeta de fotos en la computadora, por más que me encanten, no me preocupa demasiado. En el viaje perdí un montón, lo lamenté un poco y listo. En cambio, si pierdo un rollo, aunque no haya nada que me interese especialmente, me duele. Si algo me atrajo de la fotografía como medio fue la magia. La magia y toda la cosa alquímica. La imagen latente, la luz incidiendo en la gelatina de plata y haciendo la imagen, el tiempo que esa imagen está latente hasta que se revela. Los rollitos esperando el revelado, las copias de trabajo, todo el tiempo y la energía humana que lleva todo el proceso, desde el momento en el que se hace la foto hasta que finalmente se hace la ampliación de una imagen en la que se siente que hay algo; todo eso es vida. Esa vida está en la imagen y se siente. Y eso en la imagen digital no está. Va por otro lado. Yo celebro todo medio que permita la expresión humana. Y lo disfruto también. Pero quiero decir que para mí todo lo analógico, la copia hecha en gelatina de plata, tener en las manos un original, me produce una sensación distinta de tener una copia inkjet, aunque la copia inkjet sea más perfecta quizá que la otra. La cosa orgánica de la fotografía analógica me atrae mucho. No es que me lleve mal con lo digital, para nada. Y lo celebro porque a su vez da posibilidades de todo tipo. Alguien decía "es lo mismo pero sin magia". Y yo creo eso. Hay una magia que tiene lo analógico y a mí me atrae la magia más que cualquier otra cosa.

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