Sergio Bizzio (Ramallo, 1956) es principalmente un gran narrador, que ha escrito una decena de novelas, entre las que se destacan Rabia —que tuvo una edición homenaje a los diez años de su publicación—, El escritor comido y Borgestein; también ha publicado libros de cuentos, como Chicos y Dos fantasías espaciales, y de poesía, Te desafío a correr como un idiota por el jardín. Pero no es el escritor que se ha quedado conforme o satisfecho con la expresión literaria; ha incursionado en la música, con el disco Música para pensar sentado, y con la banda que integró junto a Alfredo Prior, Alan Courtis y Francisco Garamona, Súper Siempre; en el cine, como director y guionista de las películas de su mujer, Lucía Puenzo, y en el arte, donde hace poco inauguró junto a Mondongo la muestra Trío en galería Barro. Por si eso fuera poco, es padre y tiene muchos proyectos, entre los cuales está la publicación de dos novelas en lo que resta del año: Diez días en Re por Mondadori y la reedición de En esa época por Mansalva.
Más allá de las presentaciones, Bizzio, que no es amigo de las entrevistas ni de las categorizaciones o los dogmas, es un creador con la mente abierta, y eso se nota en sus respuestas. Es el primer día de calor de esta primavera y la entrevista sucede en el patio de un tranquilo bar en el barrio de Colegiales; a pocas cuadras su hijo tiene un control con el médico, por eso de vez en cuando mira de reojo su celular: le gusta llegar puntual a sus citas. Pero no se desconcentra y habla de todo: de la creación, del arte en colaboración, de su gran amor por la música, de su miedo a volar y de una anécdota muy hermosa sucedida en unos de los pocos festivales de cine a los que se animó a viajar.
— Hace años reuniste tus plaquetas en un libro que se llamó iTe desafío a correr como un idiota por el jardín/i. Si mal no recuerdo dijiste que ese título lo había puesto tu hijo…
— El editor de Mansalva, Francisco Garamona, me había propuesto hacer una selección de esas plaquetas para editar un libro y yo no encontraba un título para eso, y entonces una noche fuimos al cumpleaños de una amiga de mi mujer: había llevado a mi hijo que tenía diez años y estábamos los dos muy aburridos en el jardín de esa casa, de pronto mi hijo me codea y me dice: "Te desafío a correr como un idiota por el jardín". Y yo dije: sí, cómo no, ese es el título del libro.
— ¿Es un gesto de amor haber considerado la propuesta de tu hijo?
— Yo tengo mucho amor por mi hijo, pero me gustó el título; si no me hubiera gustado el título, por más amor, no se lo hubiera puesto.
— Eres un narrador con una obra admirada por muchos colegas, pero me gustaría detenerme en tres textos: iBorgestein/i y 'Estancia' incluida en iDos fantasías espaciales/i y en iUn amor para toda la vida/i, en todos ellos el escenario es la provincia. ¿Qué tiene ese interior que no tenga la ciudad?
— Bueno, me tiene a mí, es decir al paisaje de mi infancia y adolescencia. Mis personajes aparecen con ese paisaje a cuestas, así que no necesito salir a buscar locaciones, como se hace en el cine. Los sigo. Yo nací en un pueblo chico a orillas de un río y cuando van para allá los acompaño encantado.
— Igual en esos textos parece como si la tranquilidad de provincia conllevara soledad.
— Es una cuestión que sale sola, no hay ninguna premeditación ahí en la elección de ese paisaje; pudo haber sido el campo o un pueblo perdido del interior del país. No veo ningún secreto ni ninguna intriga demasiado intensa o que merezca ser registrada.
— ¿Nunca trabajas con premeditación?
— Casi nunca, porque yo no tengo una historia en la cabeza cuando empiezo a escribir. Me pasó con Rabia, que sí se me ocurrió un panorama completo, pero creo que fue la única vez en mi vida; por lo general empiezo a escribir por una frase, por una escena, y después los personajes, si es que hay personajes, encuentran su lugar en la historia, si es que hay una historia. No es que me proponga escribir una historia que sucede en el campo. Empiezo con nada.
— Entre la nada y cuando tienes esa frase o esa imagen y te pones a escribir, ¿hay momentos en que has rechazado esa frase o esa imagen y no has escrito nada?
— Es lo que me pasa casi a diario, no es que cualquier cosa que comienzo termina siendo un relato o una novela, descarto muchas cosas; soy un gran abandonador, casi todos los días abandono algo, y alguna vez, como decía Barthes, algo cuaja, y entonces sigo adelante y es lo que publico después, pero escribo casi todos los días y casi todos los días abandono algo.
No me obsesiono con nada
— ¿No te obsesionas?
— Yo no me obsesiono con nada, hay un momento en que me entusiasmo, que es otra cosa, y por el que sigo adelante.
— ¿Mientras estás escribiendo, la pasas bien?
— No hay ninguna otra razón para escribir, por qué otra razón escribirías si no hay un disfrute o placer, o la necesidad de hacerlo. Nada de los placeres mundanos de los que podríamos hacer una lista son reales con la escritura: uno no gana plata, no consigue mujeres, no viaja por el mundo presentando cosas, estás encerrado en tu casa escribiendo cosas.
— ¿Y esta no premeditación también está presente en la poesía, en la música, en las artes visuales, en el cine?
— Mirá, son todas cosas distintas. En cuanto al asunto de la premeditación ni siquiera me sucede entre una novela y otra. Yo cuando termino una novela tengo que aprenderlo todo de nuevo, por lo que los comienzos son todos distintos: en Era el cielo pensé que iba a ser nada más que un cuento y terminó siendo una novela, porque encontré hilos de los que fui tirando. En cuanto a la música yo no sé tocar ningún instrumento, pero toda la vida hice composiciones mentales, tengo un texto que leí en la presentación del disco que saqué y que está muy bien explicado esto. Tengo la sensación de que sería una respuesta muy larga. Igual te adelanto algo: de las artes, la música fue la que más me interesó, la que más me gustó y sigue gustando. Yo vivía en un pueblo muy chico de la provincia y no había profesores de guitarra, entonces como mis viejos veían que me gustaba mucho la música me regalaron una guitarra y después trataron de conseguirme un profesor. El primero que consiguieron fue Vittorio, un tecladista del grupo Ero, que se llamaba así porque lo integraban el panadero, el carnicero, el cartero y el sodero del pueblo. Entonces imagináte, mi primer profesor de guitarra era un tecladista, que me enseñó durante un mes solfeo en el garaje de una casa que le habían prestado, porque él vivía en el pueblo vecino, muchas veces estas clases eran con el auto adentro del garaje. Abandoné. Luego empezó a venir al pueblo un tipo de apellido Marocco, recuerdo muy bien su apellido porque era un concertista, un intérprete serio de música clásica y me anoté para tomar clases con él, y me fue enseñando los primeros acordes de una chacarera, pero lo que pasaba siempre es que en los primeros quince minutos de la clase se quedaba dormido, y yo me quedaba tocando los acordes de esa chacarera durante el resto de la hora de la clase. Me dio vergüenza decirle a mi mamá que el profesor se dormía, porque tenía mi orgullo –ni se me ocurrió que ella podía sentirse estafada, con lo caras que eran las clases–, así que cuando me preguntó por qué no quería ir más hice un gesto de tedio que implicaba a la música en general, como si en esas pocas clases hubiera entendido que la música no era lo mío. Terminé abandonando también.
Soy un gran abandonador. Escribo casi todos los días y casi todos los días abandono algo
— Pero te las ingeniaste para sacar un disco en 2015.
— Pese a no saber tocar, tengo cierto sentido de lo musical, pero no puedo reproducir nada de lo que invento, y me pasé toda la vida inventando melodías, tocándolas como podía, y muchísimas veces, imaginándolas; hacía música mental, música muda, hasta que un día dije: basta de hacer esto, vamos a grabar lo que sea. Y contraté un estudio de grabación una semana y me fui a tocar cualquier cosa, todos los instrumentos que había ahí, que eran varios; hice una gran pelota de sonido al cabo de esa semana y pasé otros días editándolo, que es un trabajo que a mí me gusta mucho, muy parecido al trabajo de edición de imágenes en cine, y edité todo lo que había grabado en forma de temas que parecen de un intérprete que domina sus instrumentos. Pero después me olvidé completamente del disco. Y siete años después, en el 2014, le mostré el cedé de ese disco, un cedé amarillento, a punto de perderlo todo, a Nicolás Moguilevsky, y a él le encantó y me dijo: Por qué no lo editás en forma de disco. Ese mismo día ideamos la tapa. Entonces tampoco hay premeditación en la música, sino más bien la solución de algo que estaba flotando sin definirse.
— ¿Y cómo llegaste a trabajar en esta exposición con los Mondongo?
— Bueno, muy fácil: me invitaron un día a dibujar y fui. Yo los quiero mucho, son mis amigos y además los admiro como artistas, así que por qué no ir. Y a partir de ese momento nos juntábamos; al principio una o dos veces por semana, varias horas cada vez, después bajamos la frecuencia a un encuentro semanal de varias horas también, y eso duró como un año y medio o dos. Hicimos cuatrocientos dibujos, y en la muestra hay una selección de doscientos veinte. ¿Viste el libro que sacamos para la exposición? Es precioso, con diseño muy bueno, con excelente calidad de papel, de impresión, increíble, con el mismo formato de los dibujos. Pero seguimos haciendo esto con los Mondongo.
— ¿No han terminado entonces?
— No, por qué vamos a dejar una cosa que nos produce mucha felicidad, y el resultado nos encanta.
— En los dibujos hay una serie erótica. Recuerdo que en la presentación para la prensa comentaste que la idea era hacer una recreación del iKamasutra/i.
— Nos pusimos dos limitaciones: una, usar solamente una paleta, que eran el rojo, el negro y eventualmente el dorado, y la otra era libertad total. Nunca más nos propusimos nada, excepto una vez que quisimos hacer una versión onírica del Kamasutra. Hicimos cinco o seis y decidimos abandonarlo. Pero a excepción de aquella vez la idea era llegar, sentarse, poner un poco de música, descorchar alguna botella y comenzar a dibujar.
— ¿Fue agradable trabajar con los Mondongo?
— Yo dibujé como un chico, sin que me importara si sabía hacerlo o no. Dibujaba con mis amigos, tranquilo, disfrutando. Por supuesto, no ignoraba que ellos son los artistas, los que le dedican la vida a eso, los que saben, y que yo estaba haciendo, por decirlo de alguna manera, una experiencia. Pero nunca me hicieron sentir esa presión del saber, que es el polo negativo en todos los órdenes de lo que llamamos "creación". En ningún momento, ni siquiera durante un minuto. Empezábamos cada uno en una hoja en blanco, dibujábamos hasta que sentíamos que ahí ya había algo y entonces nos pasábamos las hojas, las hacíamos circular. Yo se la pasaba al que estaba sentado a mi derecha y recibía la del que estaba sentado a mi izquierda, y volvíamos a dibujar, ahora ya en el dibujo del otro. Dábamos dos de estas vueltas, hasta que los tres habíamos trabajado en los tres dibujos. La sorpresa era constante. Los dibujos están llenos de ideas y de combinaciones bastante extrañas.
— Las experiencias colaborativas no han sido ajenas para ti. Ya lo hiciste con Daniel Guebel en teatro y literatura, con Lucía Puenzo en cine y con emSúper Siempre/em en música. ¿Qué encuentras en estas experiencias colaborativas?
— ¿Qué encuentro? Encuentro que la paso bien y que me gusta el resultado, así que no hay ninguna razón para no hacerlo. Y más todavía si además hay contraste, estilos diferentes, porque de ahí siempre resulta un autor nuevo. Si uno escribe o dibuja con otro, aparece un tercer autor.
— Tengo entendido que hace como un año escribiste junto a Lucía el guión de iEstrella distante/i, de Roberto Bolaño. ¿Cómo fue abordar esa novela desde el cine y qué opinión tienes de Bolaño?
— La producción de esa película está en stand by, no sé cuáles son las razones de la productora, una productora brasileña… Estrella distante es una de las novelas de Bolaño que más me gusta, y a Lucía también. Al principio no veíamos por dónde encararla, pero enseguida nos dimos cuenta de que lo mejor que podíamos hacer era seguirla paso a paso, punto por punto, como "desde afuera", con la boca cerrada, y fue un acierto. Parecía imposible y resultó facilísimo y nada pretencioso, además de lo espeluznante que es esa historia.
— ¿A qué se debe esta inquietud por expresarte en tantas expresiones artísticas?
— No sé si es una inquietud y mucho menos a qué se debe, si lo fuera. Tengo amigos músicos, pintores, así que no me extraña que de tanto en tanto nos propongamos hacer algo juntos, en general a partir de una idea que aparece en medio de una conversación cualquiera. La obra ("y en la palabra obra, gruesas comillas y una musicola suena", como decía Lamborghini) se va definiendo a medida que se hace.
— ¿No se te ha ocurrido alguna vez intentar con una ópera, que aúna varias artes en uno?
— Yo no sé nada sobre ópera, no escucho, y las únicas veces que escuché ópera fue cuando estaba con Quique Fogwill. Es un mundo que desconozco, nunca se me ocurrió pensar en términos de ópera, creo incluso que no me gusta. Tampoco hay que hacer todo, renacentista al cuadrado no soy.
Uno hace lo que puede, cómo puede y no más que eso
— Si tuvieras que hacer una evaluación de lo que has escrito, ¿estás satisfecho, contento, cómo lo definirías?
— No, el único momento en el que estoy satisfecho es mientras escribo, después no, por eso no leo nada de lo que escribo. Siempre uno quiere otra cosa, ¿no? A mí me pasa, hay gente que estará satisfecha, yo no. Tampoco me clavo puñales en el pecho: uno hace lo que puede, cómo puede y no más que eso. Suelo pensar con cierta inquietud en qué es lo que puedo hacer una vez que terminé algo, pero siempre se resuelve de la misma manera: una frasecita, un párrafo, una escenita, una pizca de entusiasmo, y si eso se sostiene y va creciendo, termina siendo una novela.
— De los libros que has escrito, ¿hay alguno que le tengas más afecto?
— Ahí tengo que decirte un lugar común: el último. Ahora el último que publiqué es Mi vida en Huel que me gusta mucho, un novelín mágico, onírico, el sueño de una niña, que la escribí muy en la estela de Fran O'Brien, un autor que a mí me gusta mucho. Es curioso, pero hay gente que cree que esa novela tiene una influencia de Aira. Me parece que los críticos ya no leen más. Es tan claro que viene de Fran O'Brien que no entiendo cómo no lo ven. A veces pienso que la crítica es como la policía, y yo desprecio la mentalidad policial.
— Ya vamos terminando y me gustaría preguntarte por tus miedos. Una vez comentaste que le tenías miedo a volar. ¿Es algo ya superado, es trágico, una exageración tuya, qué sientes al volar en avión?
— Tengo mucho miedo a volar, sí, no mientras vuelo, la idea de volar me aterra, por lo tanto me resulta muy difícil subirme a un avión, pero una vez que subo no tengo ningún miedo. Cuando yo era muy chico mi mamá era de un pueblo llamado Recife, vecino a Ramallo, donde nací, y el eslogan de Recife era "cuna de campeones", es un pueblo de donde salieron muchos automovilistas, Pairetti, Di Palma. Di Palma era amigo de mi vieja y estaba medio loco entre comillas, era muy jugado, y cuando yo era muy chico, de ocho o nueve años, me subieron a la avioneta de él con un primo mío; no sé cómo me dejaron subir con el Loco Di Palma, y el tipo levantó vuelo y cuando estábamos bien alto empezó a hacer picadas, y llegábamos muy cerca del suelo y luego levantaba de nuevo. Hizo eso dos o tres veces, me asusté mucho ahí, y creo que ahí nació mi temor a los aviones.
Me parece que los críticos ya no leen más. A veces pienso que la crítica es como la policía, y yo desprecio la mentalidad policial.
— ¿Por eso has rechazado invitaciones a festivales de literatura y de cine?
— A medio mundo, pero no por la literatura, por el cine más que nada. En algunos casos como director y en otros como guionista, sobre todo de Lucía Puenzo. Me invitaron a Roma, a Brasil, a Bangkok, a miles de lugares a los que no fui y a los que fue Lucía sola. Y me animé solamente a ir al Festival de Taormina en Italia.
— ¿Y sigues rechazando invitaciones al extranjero?
— Sí, en parte porque no me gusta volar y en parte porque no tengo mucho que hacer ahí. A mí no me gustan los festivales, ni nada de eso, no es un estímulo suficiente ése. Mirá, una vez estábamos en Taormina, donde se presentaba XXY, de Lucía, basada en un relato mío, y fue muy gracioso porque la entrega de premios se hizo en un anfiteatro maravilloso, iluminado increíblemente, lleno de celebridades de todo el mundo, entonces Lucía ganó un premio a Mejor Película, subió al escenario agradeció, volvió y después me dieron un premio a mí como Mejor Película Basada en un Relato Literario, entonces también subí y cuando volví me di cuenta de que al lado mío estaba sentado Matt Dillon. Me di cuenta porque Matt Dillon se inclinó hacia mí, me dio la mano y me felicitó. Era un tipo muy simpático. Después de ahí nos fuimos a beber algo con Matt Dillon: él hablaba un poquito de español y yo un poquito de inglés, y nos reímos mucho. Tengo una foto con él, hombro contra hombro. Bueno, pero excepto eso, los festivales son lugares donde la gente está negociando cosas, caretéandola, y donde hay mucha histeria, mucho dinero, gente que te habla de millones.
No me gustan los festivales, ni nada de eso, no es un estímulo suficiente. Son lugares donde la gente está negociando cosas, caretéandola, y donde hay mucha histeria, mucho dinero
— Y eso no te interesaba…
— Yo la verdad me aburría un poco en ese ambiente, así que le dije a Lucía que se quedara tranquila, que hiciera todo su trabajo: conseguir financiación para una próxima película es parte del trabajo como director. Y bueno, yo me fui a caminar por Taormina, que es una ciudad bellísima, con un centro bastante turístico, pero si te alejás, por callecitas que suben y bajan, se va apagando eso y vas encontrando la Taormina real, de los habitantes nativos. Me alejé con total confianza, sin ningún temor, me fui metiendo en callecitas cada vez más oscuras, hasta que vi al fondo una lucecita con dos mesitas en la vereda, con una bombita pelada en la puerta, con una fachada verde. Una de las mesitas estaba ocupada, y los parroquianos estaban comiendo una picadita con cerveza, me senté en la otra mesita y sentí que ése era el lugar donde siempre me había querido sentar. Un restaurancito increíblemente bello frente al mar y tomar una cerveza ahí con los pescadores. Adentro había dos o tres mesas más. De golpe miro hacia adentro para llamar al mozo y veo que arriba decía pintado: Trattoria Bizzio. Me pareció increíble. Me hizo así el corazón. Y bueno, me tomé una cervecita, pedí unas rabas y no podía creer lo que estaba viviendo, estaba en mi sueño. Mi lugar soñado se llamaba Bizzio.
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