Te acordás hermana que desde muy lejos
un olor a espanto nos enloqueció:
era de Hiroshima donde tantas chicas
tenían quince años como vos y yo.
Te acordás que más tarde la vida
vino en tacos altos y nos separó.
Ya no compartimos el mismo tranvía,
sólo nos reúne la buena de Dios.
No es sobre la Segunda Guerra Mundial, aunque su trama está vinculada a un desastre nuclear que deja estéril a gran parte de la población. Y a pesar de que tanto María Elena Walsh como Margaret Atwood nacieron en los años 30 y seguramente ambas conocieron el tranvía (una en Ramos Mejía, acaso la otra en su Ottawa natal), The Handmaid´s Tale (El cuento de la criada) no es una canción melancólica ni una poesía otoñal e imperdonable. Y, sin embargo, la singularísima adaptación de la novela de Atwood es también, como el tango de María Elena, un diálogo silente, una búsqueda entre mujeres y amigas, un montón de cartas que las cazadas ocultan de los cazadores. En ese ir y volver entre un pasado normal y un futuro pesadillesco, en el que se castra y viola en nombre de Dios, y donde la familia es un patronato impuesto, la esperanza puede ser una un recuerdo, una rebeldía sin fe, amiga carnal.
The Handmaid´s Tale se alzó hace muy pocos días con 5 premios Emmy que incluyeron nada menos que los de mejor serie, mejor actriz y mejor guion. Y la sonrisa de la actriz Elizabeth Moss fue replicada en todos los medios del mundo. Primera mujer publicista en Mad Men, última americana fértil en The Handmaid´s Tale, Moss es una criatura brillante de apenas 35 años, hija de un padre manager de músicos de jazz y de una madre armoniquista que tocó junto a B. B. King. "Es Jack Lemmon, es Ernest Borgnine en Marty… uno quiere que triunfe. Es muy ambiciosa, pero lo último que haría sería pisar a alguien para llegar a la cima", dijo de ella Mathew Weiner, creador de Mad Men sobre su personaje, la inolvidable Peggy. La que no debía escarbar mucho el paño verde de los slogans para recibir el mensaje del machismo y sus palazos a tres bandas (Sterling, Cooper y Draper) en un juego de hombres en el que las mujeres apenas tenían lugar.
The Handmaid's Tale fue creada por Bruce Miller y está basada en la novela de 1985 de Margaret Atwood. La serie, un éxito total de la crítica que cuenta con las propias Moss y Atwood como productoras, narra una época distópica en la que, luego de una guerra civil y una crisis nuclear que esteriliza a gran parte de la población, de EE. UU. emerge victorioso un gobierno teocrático. Una sociedad militarizada donde también hay nuevas clases sociales. O, mejor dicho, tan antiguas como los del Ancien Regime previo al Iluminismo. La oligarquía triunfadora caza mujeres potencialmente fértiles: son las criadas. A éstas se las llama según el apellido las familias que las somete: las intercambiables y abstractas Offred, Ofwarren, Ofdaniel (de Fred, de Warren, de Daniel). El nuevo poder cambia las palabras y las cosas.
Todo el relato es contado por la voz diminuta de June Osborne / Offred (Elizabeth Moss). En el primer capítulo, June huye con su marido y su pequeña hija intentando llegar a la frontera de la ansiada y liberta Canadá. EE.UU. es ya una niebla sólida y dictatorial y la huida asmática de una madre y su hija rememora el horror puro de La carretera (sobre la novela de Cormac McCarthy) en la que un padre y su hijo huyen de los caníbales, entre un cielo desolado y el quejido de los arboles muertos. Pero en The Handmaid´s Tale no hay escapatoria o revancha como la hay en "Patrón", el cuento de Abelardo Castillo en el que la madre violada puede dejar al recién nacido frente al varón desvalido y huir. Aquí toda la sociedad es el enemigo y la serie aterroriza porque se mueve dentro la mejor ciencia ficción. Y la clave de ésta, como sostiene Elvio Gandolfo en su reciente El libro de los géneros recargados -y citando a Robert Heinlein-, reside en que a diferencia del género fantástico, no niega la realidad sino que se nutre de su marco. Horror: los ogros y las brujas no existen, pero los hombres monstruosos y las mujeres esclavizadas componen un "podría suceder" perturbador.
La serie hace gala de una inteligencia afilada y contemporánea que revela mucho más de lo que cuenta: en ese triunfo de un gobierno ultra-reaccionario, se cuenta una distopía en la que hasta el consumo, como en un comunismo -pero uno construido desde la culpa y la autocensura- es pecaminoso. Así, se despliega un nihilismo estético que podría leerse tan estalinista como de extrema derecha. Las marcas y etiquetas están prohibidas y los comercios se llaman simplemente "Carne" o "Miel y leche". Inquietantes planos generales de supermercados narrados desde una dirección de arte asombrosa dan un tono de levedad soviética y totalitarista donde visualmente la distinción no existe, porque no hay contrastes de marketing para llegar a ningún "target". Las criadas siempre llevan túnica roja y cofia blanca. Las esposas, esa matronas sin hijos, Penélopes que bordan el telar de su propio encierro mientras el macho teje y maneja la guerra y el sexo, usan un traje marcial, azul verdoso y de cuello Eva Braun. Difícil adivinar quién codicia a quién en esta guerra civil y doméstica entre el mismo sexo.
Así y todo, su sinfín de subtextos políticos no le hace perder un ápice de oxígeno a la perfecta aerodinamia de la narración. Porque, a pesar de los lugares comunes con los que cierto progresismo podría interpretar la serie, The Handmaid´s Tale (incluso en plenos tiempos de Trump) no es en esencia una crítica contra EE. UU., sino una diatriba contra el fanatismo irracional. Y en la geopolítica actual su potencia de sinécdoque se actualiza frente a ejemplos como Estado Islámico. Porque allí están, colgando entre los muros que acompañan las caminatas de las criadas, los cuerpos de las lesbianas, los intelectuales y todos aquellos que se oponen a la palabra de Dios.
El otro nítido y escalofriante paralelo de la historia es con la Alemania del ascenso del nazismo. Si todavía es difícil glosar aquella gradualidad que arrolló del antisemitismo folclórico europeo a la Shoah, en The Handmaid´s tale, parafraseando a Lennon, la mujer es el judío del mundo. La rematada y desgastada frase del pastor Martin Niemöller cobra sentido por primera vez en muchas décadas: asistimos en los flashbacks y escena por escena a la construcción de un sometimiento total de las mujeres. Primero se mira mal a las que visten ropa suelta; después echan, como si fuera algo aislado, a dos chicas de un bar al "acusarlas" de lesbianas; luego despiden a las mujeres de sus trabajos y confiscan sus sueldos. Cuando finalmente esclavizan a todo un género, ya es demasiado tarde. Al final (pero al principio del infierno) vendrá su reeducación como "criadas". La picana, la mutilación, la ablación de clítoris, a cargo de la "Tía Lidia" (la extraordinaria Ann Dowd, también ganadora de un Emmy como mejor actriz de reparto). Su atuendo es una cruza de saga "Star Wars", con peregrina recién bajada del Mayflower y Kapo de campo de concentración. Sus ojos, derrumbados de tanto buscar a Dios en los cielos, bajan, se abren y sonríen cuando huele el miedo de las recién llegadas, a las que somete a un sistema de delación social y de tortura física y psicológica.
Y hay incluso más. En el feminismo subversivo de esta distopía, The Handmaid's Tale se enfrenta con tantos feminismos como mujeres, sin importarle sus marcos teóricos. De esta manera, como pocas veces en la historia audiovisual (una excepción sería Perros de paja de Sam Peckinpah), la serie se anima a una libido y un eros femenino que puede mostrar una violación acompañada de placer, en la perversa escena en la que el comandante acaricia el clítoris (algo prohibido en la violación ritual de los amos) de Offred mientras abusa de ella. O la ausencia de culpa, de pecado, en la indecisión de June/Offred entre su marido, muerto o vivo, y el bedel y chofer de la casa, el joven, suculento y noir Nick. Como en Hiroshima mon amour, como en la extraordinaria The black book, The Handmaid´s Tale comprende que, en tiempos de guerra, la verdadera cobardía siempre fue mirar hacia el costado para luego culpar, rapar y escupir mujeres y acusarlas de lo que todos siempre tratamos de hacer -en tiempo belicosos o de amor y paz-: (sobre)vivir.
Hubo otra versión de The Handmaid´s Tale en 1990, para la pantalla grande. Cuenta con Natasha Richardson en el papel de Offred y la dirigió Volker Schlöndorff, el mismo de El tambor de hojalata, el clásico sobre el nene que se niega a crecer durante el ascenso del Tercer Reich. Pero la versión definitiva y los tiempos de su ficción son definitivamente estos, los nuestros. Los mismo de la serie Once Upon a Time, que en 5 temporadas hace crujir todo lo que teorizó Bruno Bettelheim sobre los cuentos de hadas para entregarnos una Blancanieves adulta, adúltera y madre soltera. Los tiempos de la nueva "Mujer Maravilla" y hasta de la colección infantil "Antiprincesas", que incluye desde Clarice Lispector hasta Violeta Parra.
Como Gabriela Massuh dice en la ¿biografía? ¿autobiografía espejada en la retratada? de María Elena Walsh, Nací para ser breve, la serie, con su horror a cuestas, también puede "mezclar la picaresca, la poesía, la bronca, la aspereza y la infinita ternura". La picaresca gore que nos hace estallar de alegría cuando una mujer roba un auto y atropella a hombres ruines, haciendo salpicar sus cerebros en el asfalto. La poesía épica y gospel de Nina Simone en el último capítulo, cantando "Feeling Good": "¡es un nuevo amanecer, es un nuevo día, es una vida para mí, yeah!". Y la infinita ternura del personaje de Moira, la rebelde y eremita, la íntima amiga de June, su hermana del corazón, que al llegar a una tierra prometida (pero sin un Dios subyugante) encuentra a un hombre que la llama "familia".
Mientras tanto habrá que esperar, con bronca y poesía, hasta abril de 2018 para ver la nueva temporada.
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