Un cine distinto y con formas propias: las películas de Lucrecia Martel

Con solo cuatro largometrajes, la cineasta salteña se ha transformado en una de las más importantes del mundo y quizás la más relevante del cine nacional. A pocos días del esperado estreno de “Zama”, vale la pena analizar la carrera y los aspectos más inquietantes de una cinematografía que no se parece a ninguna otra

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Lucrecia Martel (AFP)
Lucrecia Martel (AFP)

Que es una obra maestra mayor, que es algo nunca visto, que va cambiar la historia del cine nacional, son algunas de las cosas que están diciendo de Zama muchos críticos nacionales e internacionales que tuvieron la oportunidad de verla en el festival de Venecia hace unas semanas y cuyo estreno está planificado en las salas argentinas para el 28 de septiembre. La demorada película de Lucrecia Martel (estaba pensada para estrenarse en mayo de 2016 y tuvo que posponerse por problemas durante la filmación) viene acompañada por unas expectativas desmedidas. Que pase algo así con una película argentina es rarísimo, pero no es algo novedoso para la carrera de su directora.

Cuando estrenó en el 2001 su primera película (La ciénaga), cualquier argentino interesado en el mundo del cine sabía de su existencia un año antes. El guión –escrito íntegramente por la propia Martel– había sido premiado en varios concursos internacionales, su producción era lo suficientemente grande como para llamar la atención (participó la productora Cuatro Cabezas y la legendaria Lita Stantic); y estaba la propia Stantic anunciando meses antes del estreno que estábamos ante una película extraordinaria. A esto se sumaba que el trabajo anterior de Martel era un corto llamado Rey muerto, una obra maestra de 12 minutos –hoy es posible verlo por YouTube– acerca de una mujer que decide rebelarse contra un marido violento.

Es muy difícil que un largometraje termine satisfaciendo tamañas expectativas, pero La Ciénaga lo hizo. Se trata de esa clase de película cuya excelencia puede notarse en sus primeros minutos. Comienza con personas caminando frente a una pileta, cuerpos cansados, tomados desde planos rarísimos, mientras se escucha la llegada de una tormenta y el sonido de las sillas arrastrándose. Es fácil notar en esa apertura un trabajo de experimentación brillante con el sonido pero, además de todo, un coqueteo con el género de terror. Ese coqueteo está presente todo el tiempo en La ciénaga. En el relato del perro rata, en un nene y su inquietante relación con la muerte, en la aparición de gritos repentinos que parecían huir de un asesino aún cuando lo estuvieran haciendo de bombitas de agua.

Una arquitectura inaferrable

Es un tipo de terror que nunca termina de revelarse del todo, como si se frustrara justo en el momento mismo en que esperamos su final, pero esa lógica de la frustración es justamente parte de la estructura narrativa de La ciénaga. Su propuesta es contarnos un relato coral (la de la relación entre hermanos y primos de una familia salteña; la de una alcohólica rica y en decadencia; la de una posible pelea amorosa por un chico) en donde nada termina de decirse del todo, y en donde incluso momentos que parecieran relevantes (como una caída en una pileta llena de agua podrida) no termina derivando en nada aparentemente importante. En medio de eso, está la exhibición del territorio salteño –de la que Martel es originaria– no como postales turísticas, sino como un espacio del cual su directora se apropiaba para volverlo personal. A esto se le suma otra cosa, que sería una de las marcas del universo de Martel: su relación con la religión. Martel, quien supo ser una católica devota en su adolescencia, perdió la fe según ella de manera repentina a los 16 años cuando se encontró rezando y de pronto sintió que no había nada del otro lado. Según sus propias palabras, pronunciadas en una entrevista en el año 2000 para la revista El Amante, "fue un proceso muy fuerte que me duró muchos años y del que seguramente no me recuperaré nunca". En La ciénaga, esa pérdida de la fe parecía expresarse en una supuesta aparición de la virgen María que ninguno de los personajes termina viendo.

La visión de un mundo sin Dios será justamente uno de los temas centrales de su película posterior: La niña santa. Estrenada en 2004, la película es por un lado una historia de despertar sexual de dos adolescentes, y por el otro, una reflexión sobre la progresiva pérdida de la fe. Si puede definirse de alguna manera, podría decirse que es una película sobre voces. Empieza con una voz cantante y sigue con una clase sobre la vocación –que justamente viene de voz–. Al mismo tiempo, se habla una y otra vez de la voz de Dios y como esta nos va a indicar alguna vez hacia dónde tenemos que ir y cómo hay que hacer para obrar bien. La película será, lógicamente, una muestra de que las cosas van en dirección contraria. Así es como las actitudes de los personajes son ambiguas, la villanía puede venir en las maneras más impredecibles e inconscientes, y hasta los relatos bíblicos más sencillos pueden estar llenos de contradicciones internas. Al igual que La ciénaga, el relato no termina de tener un cierre y van quedando varias historias abiertas. Esa falta de cierre termina siendo también –y acá más claramente– el reflejo de un mundo que, según Martel, carece de cualquier tipo de orden real, de una arquitectura a la cual pueda uno pueda aferrarse.

Lucrecia Martel (AFP)
Lucrecia Martel (AFP)

El sello distintivo

Cuatro años después, Martel realiza La mujer sin cabeza. Su argumento, mínimo e inquietante, gira en torno a una mujer salteña de clase alta llamada Verónica que al principio de la película atropella algo que no sabe a ciencia cierta si fue un chico o un perro. Lo que sigue después serán escenas en las que vemos a esta mujer desconcertada que va sospechando que la gente que la rodea quiere ocultarle la verdad del hecho y sólo pretende que ella vuelva a su vida normal como si nada hubiera pasado. Suerte de película paranoica al revés, La mujer sin cabeza no es la historia de una mujer que piensa que el mundo que la rodea la persigue, sino que la está protegiendo de algo que ella no puede saber qué hizo. A menudo se ha calificado esta película como una reflexión indirecta sobre la dictadura militar y sobre cómo cierta gente en ese tiempo trataba de disimular un estado de normalidad mientras a su alrededor se producían crímenes y complicidades a la vuelta de la esquina. Pero lo genial de La mujer sin cabeza es que excede cualquier tipo de metáfora histórica para transformarse en una reflexión de una lucidez abrumadora sobre cómo los contextos pueden moldear nuestra percepción del mundo y a veces protegernos de verdades que no queremos saber. Martel, de hecho, nunca juzga moralmente a su protagonista. Más bien adapta la puesta a su mirada entre confundida y culposa, incapacitada de saber qué hacer con su consciencia cuando nadie pareciera querer condenarla por nada, y cuando ella misma no está segura de qué ha pasado realmente.

Lo más notable, de todos modos, de La mujer sin cabeza no es ni el estudio psicológico de un personaje de una complejidad increíble ni su expresión desoladoramente lúcida de un individuo y su relación con su entorno, sino la capacidad extraordinaria que tiene Martel de sostener 90 minutos de película con la sola construcción de imágenes que reflejan el estado de ánimo de Verónica. Así es como ninguna situación en este film deja de tener una sensación de misterio y enrarecimiento. No sólo aquellas que uno puede pensar como más relevantes para la vida de esta mujer, sino cosas como una visita cotidiana de familiares, un beso en la mejilla, una charla banal en el auto o una noche de sexo. La mujer sin cabeza es de hecho la película de su filmografía que mejor muestra un rasgo de Martel: su capacidad de construir una puesta en escena que no se parece en nada a lo conocido, capaz de filmar de una manera completamente innovadora hasta una charla en un café y de cortar el plano en los momentos más desconcertantes. Y acá es quizás donde reside el mayor atractivo de su cine: no se trata de una cineasta meramente hábil o virtuosa, se trata de una directora distinta, capaz de crear sus propias formas cinematográficas, de hacer propias escenas que cualquier otro director –incluso uno muy talentoso– filmaría con habilidad o con pericia pero nunca con un lenguaje tan rabiosamente propio que puede volver enrarecida hasta la situación más convencional.

Hoy decidió volver al cine adaptando Zama, una novela de Antonio Di Benedetto cuya trama mínima y su contenido mayormente descriptivo pareciera imposible de ser trasladado a un relato cinematográfico. Sin embargo, su visión estética es lo suficientemente poco convencional como para ser la directora ideal para adaptar una novela tan abstracta y sensorial. Sucede que Martel no es una cineasta brillante capaz de filmar cosas complicadas, es una cineasta única que creó sus propios códigos formales para encontrar la forma de expresar su visión del mundo. Ese tipo de características está menos relacionado con el talento que con el genio. Yo no sé aún si Martel pueda ser llamada de esa manera, pero seguro es hoy en la industria del cine argentino la persona que más puede acercarse a esa definición.

 
 

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