Ellos estaban en Nueva York. Y Nueva York, amigos, no era California – ese paraje costero en el que se gritaba alto y fuerte que el país era un horrible imperio, y que los negros estaban siendo masacrados, y que Vietnam dolía, y que la Guerra Fría era la de los malos contra los malos-. No, Nueva York era la city, la ciudad en lento pero progresivo declive económico (ahí estaban esos que se iban para New Jeresey) pero en marcado auge cultural. Los hombres todavía soñaban con cierto glamour, el que daba un buen tweed con una corbata, y no estaban para esas rebeliones exóticas de camisas hawaianas o barbas largas o caminos. Nueva York, estimados, no era tan beat. No era el territorio de los Burroughs o los Ginsberg, menos todavía de los Kerouac o de los Gary Snyder. Eran los cincuenta. Y a la ciudad de Tony Bennett le correspondían en la poesía otros Tony Bennett: esos eran los espontáneos pero muy dandys muchachitos llamados Frank O´ Hara, Kenneth Koch, James Schuyler y John Ashbery.
Aunque no lo eran, los académicos tuvieron la incómoda idea de apodarlos como los "representantes de la Escuela de Nueva York". En realidad, no se trataba más que un conjunto de buenos amigos decididos a hacer una poesía espontánea y democrática. Una poesía comprensible y de calle. Una poesía que, sin tener foco estricto en la ciudad, fuese una poesía ciudadana.
Frank O´Hara, el representante más demencial del grupo, combatía con dureza la poética confesional del por entonces afamado Robert Lowell. "Solo tiene trucos y manías para poemas débiles" –decía blandiendo su sable afilado. El 9 de febrero de 1962, tras leer la noticia de un desmayo de Lara Turner en una fiesta, escribió un poema mientras iba en colectivo a una lectura pública en el Wagner College. Llegó, se sentó a la mesa y pidió disculpas por haber hecho el poema cinco minutos antes. Lowell, con quien compartía la lectura, lo miró con desprecio.
En una ciudad apurada se podía escribir para salir del apuro o para moderarse en él. Lo sabían Koch y Schuyler, cuya escritura era diferente a la del compañero O´Hara. Lo que compartían todos era una marcada vocación: la de una poesía nacida de la vida y el pensamiento, de la ocasión y la reflexión. Que Kennedy invadiera lo que quisiese, que las guerras del mundo estallasen, que los ricos y los pobres se matasen entre ellos… ¿era la poesía la encargada de resolver aquello?
A diferencia de los beats, de los confesionales, y de los muchachos del grupo Black Mountain de Carolina del Norte, los poetas neoyorquinos se preocupaban más por la palabra que por la política. Ironizaban sobre el intelectualismo y la poesía oficial (presuntamente vanguardista) de la posguerra – la de Randal Jarrell, John Crowe Ramson, Allen Tate – pero no sucumbían a la tentación del grito absurdo. Hacían poesía y de la buena: la que se preocupa por la verdad y la belleza. Bebían de los surrealistas y del dadaísmo. Se llevaban a la boca los argumentos del arte de Pollock, hacían culto del jazz y de la nueva música de John Cage, pero no construían manifiestos poéticos. Eran distintos entre sí. Sus estilos eran personalísimos. Pero en algo coincidían: no estaban ahí para gritonear contra el establishment político. Estaban para hacer poesía: era la mejor manera de negarlo.
Entre todos esos muchachitos, estaba John Ashbery, un chico tan neoyorquino como el puente de Brooklyn y el Central Park. Tenía ojos de asesino serial y una cara que se perdía entre melancolías y tristezas varias. Era un hombre culto. Raymond Roussel, Max Jacob y Rimbaud tuvieron sus ediciones norteamericanas gracias a que él, el chico que nunca dejó de vivir en las proximidades del río Hudson, los tradujo palabra por palabra. Entusiasmado con el pensamiento y la voracidad de la vida, Ashbery hizo que sus poemas fueran mezclas exóticas y desconocidas hasta entonces. ¿Definir su poesía? Algo imposible. Él mismo lo dijo una vez: "Creo que mi poesía es como una música. No sabés bien qué es hasta que terminás de escucharla".
En nuestro país, esa podría ser una buena estrategia para vender libros absurdos y enrevesados. No lo era en el caso de Ashbery. El poema, como en el mejor W.H Auden (que comentó elogiosamente su primer libro titulado Some Trees) juntaba reflexión y vida. Sus poemas podían ser exageradamente narrativos (casi cuentos cortados en verso), delirios de éxtasis y vitalidad, o elucubraciones caóticas. Ashbery era uno de esos poetas que tenían algo que decir pero que no podía decirse: simplemente no había formas ni palabras que encajaran de manera exacta. La poesía, al final, era el espíritu de lo dicho. Pero también de lo no dicho.
Ashbery fue el representante de esa poesía renovadora a la vez que clásica a la que muchos etiquetadores profesionales llamaron "posmoderna". A menos que los Cuatro Cuartetos de T.S Eliot o que los Cantos de Pound sean mensurados de la misma forma, deberíamos omitir la calificación. En el fondo, en la poesía esas etiquetas solo sirven a los críticos literarios y no a los lectores.
Como los mejores, él sabía que la poesía no podía sucumbir ante la tentación de la denuncia social como premisa. "No me interesa demasiado la idea de poesía social. Prefiero la manifestación de una conciencia cívica, de una forma moral de mirar sin ser moralizante". La democracia no es el insulto al poder sino la negación de su mismo poder. Ashbery lo trasladaba a la calle, a las relaciones amorosas, a los bares y a las plazas. "Si se sabe escuchar, en lo popular y en la calle hay una enorme belleza. Ahí es donde está la forma de comunicación más directa. Eso es lo que yo entiendo por poesía social. O lo que me interesa entender" – decía.
Muchos lectores argentinos lo conocimos por la apuesta arriesgada de Mansalva, una editorial cuyo nombre ya implica una apuesta, al publicar Como un proyecto del que nadie habla. Pero también pululan por allí los libros de Visor y Lumen. Da igual cuál sea: Pasaje Techado, El doble sueño de la primavera, Un país mundano o Autorretrato en espejo convexo. Todos cuentan con esas ensaladas de poesía que pueden extenderse media página o construir poemas enteros de cuarenta.
En la vida de los poetas hay demasiados datos anecdóticos. Los había, también, en la de Ashbery. El Pulitzer, el Premio Nacional del Libro y el Premio de la Crítica, fueron exactamente eso. No lo fue, en cambio, su paso como rector de la Academy of American Poets. Los poetas, aunque se forman en la calle, también merecen su representación. Y, para ellos que no son más que aristócratas del corazón, el lenguaje y el espíritu, no debe haber mayor honor que ser representados por los mejores. Y Ashbery fue de esos.
John Ashbery murió esta semana. Tenía 90 años. Fue el último de aquellos poetas neoyorquinos democráticos, arriesgados y sentimentales, en decir adiós. Quizás haya sido el mejor de todos ellos. Sabía que la poesía no estaba reservada para los intelectuales sino para los ciudadanos. "Un pájaro, para cantar, no tiene necesidad de ser especialista en ornitología" – dijo una vez. Y tenía razón.
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