En septiembre de 1988, Gastón Bernardou dejó su puesto de cadete en Ediciones de la Urraca para dedicarse tiempo completo a su banda, Los Auténticos Decadentes. Su lugar lo ocupé yo, que entré de che-pibe en la editorial donde se hacía la revista Humor porque quería ser periodista. 29 años después, Gastón está celebrando tres décadas con Los Auténticos Decadentes y yo estoy escribiendo sobre la biografía de los Decadentes que acabo de publicar. Que Gastón sea músico y yo periodista puede haber quien lo discuta; lo que no admite polémica, en cambio, es que ambos hemos logrado, cada uno a su modo, cumplir al menos uno de nuestros sueños.
La vida me cruzó muy temprano con Los Auténticos Decadentes. También en 1988, un compañero de facultad me copió un casete que en el lado A tenía temas de Attaque 77, punk ramonero porteño irresistible para mis 19 años. Entre esas canciones, una repetía un estribillo que no podía ser más directo: "Yo te amo, yo te amo, yo quiero romperte el ano", gritaba el que cantaba, que no era Ciro Pertusi sino su hermano Federico. En su lado B, el casete tenía demos de Los Auténticos Decadentes, entre los que estaba el de un tema cuyo estribillo clamaba "Entregá el marrón, entregá el marrón, entregá el marrón, entregalo de una vez". Desde luego, tanta insistencia en cuestiones de culos, sea en ritmo de hardcore desmañado o de tarantela punk, no podía pasar inadvertida para las hormonas alteradas de un adolescente que hasta no hacía mucho sobornaba al acomodador del cine de Ciudadela para ver cinco segundos de senos desnudos en las trasnoches de sábado. Me hice fan de las dos bandas, pero de los Decadentes más porque las canciones eran increíbles.
Además de la del "marrón", había una especie de pasodoble que también reclamaba atención femenina, ahora al grito de "Vení Raquel, vení con los muchachos"; un ska narco-alcohólico que pedía "Pastas y vino para todo el pueblo argentino" en épocas en que con mis amigos de Morón empezábamos a descubrir el violento maridaje que podía existir entre las pastillas de la abuela y el tinto tibio en caja; y un bolero deshilachado de un romanticismo noblemente sensiblero capaz de conmoverme desde el primer pelo del flequillo stone hasta el último agujero de las botitas Topper rojas desteñidas.
Volví a toparme con el grupo cuando en la redacción de Humor y sex Humor me contaron que quien había ocupado mi puesto hasta la semana anterior era un pibe que tocaba en una banda llamada "Los Auténticos Decadentes". "Gastón es un cago de risa, se viste con camisas floreadas, usa pantalones Oxford; un personaje", lo definieron, y la descripción se ajustó perfectamente al sonido que manaba del walkman destartalado que gastaba en mis trayectos entre Ituzaingó y San Telmo. Aunque lo intenté, dudo haber sido capaz de honrar semejante legado.
Desde entonces, por cuestiones del oficio que desarrollé gracias a que Gastón dejó La Urraca, me crucé muchas veces con los Decadentes. Les hice muchas entrevistas que fueron publicadas en los distintos diarios y revistas en que trabajé. Algunas de ellas son parte de Titanes en el hit. Una vez, mientras hacíamos pis en los baños químicos de un camarín de festival de rock, Jorge Serrano me confesó que estaba seguro de que algunos de esos artículos resultaron clave para que la prensa rockera oficial comenzara a escucharlos y mirarlos con respeto; eso me pone orgulloso. Porque hoy, más allá de los gustos personales, nadie discute el cartel ganado por los Decadentes. Pero durante sus primeros 10 años no contaron con la bendición del rock oficial. De hecho, la radio más importante del género los ignoró con decisión casi militante. "La Rock&Pop es el Vaticano del rock", me dijo Serrano una vez. ¿Eran demasiado rockeros para el rock? Algo era evidente: con su desparpajo desafinado y su vocación por la belleza artesanal lograban desafiar al establishment que, desde su lugar de poder, definía la rebeldía. Le mojaban la oreja a la vanguardia que ya no lo era. A su modo seguían siendo tan punks como en sus inicios, cuando habían tomado la decisión de hacer música antes de aprender a hacerla.
El tiempo pasó, y el talento, el trabajo y la persistencia convirtieron a los Decadentes no sólo en una de las bandas argentinas más importantes del continente sino en la única orquesta de música popular capaz de garantizar una hora y media de fiesta non-stop a puro hit. ¿Cuánto vale el efecto que una canción puede tener en el ánimo de las personas? Si la alegría que generan sus canciones cotizara en la Bolsa de Valores, las acciones de los Decadentes deberían valer millones.
Como les ocurre a millones de personas de aquí y de todo el continente, sus letras y melodías han animado cada uno de los momentos más alegres de mi vida. Y como artistas siguen siendo motivo de mi más profunda admiración. Por su incomparable manera de interpretar y apropiarse de lo popular sin sacralizarlo y, a la vez, con respeto y amor profundos. Por su modo de trabajar, horizontal, que les permitió permanecer durante tres décadas en un ámbito en el que los egos suelen ser más determinantes que los proyectos colectivos. Y porque me emocionan hoy igual que hace 29 años.
Hay, además, algo de identificación generacional que me acerca a ellos. La infancia en dictadura, el destape y la adolescencia alfonsinista, el punk tardío, la anestesia de los 90… Crecimos juntos y juntos nos vamos poniendo grandes. Y cada vez que los escucho, recuerdo que siempre hay una razón para celebrar.
Algo de todo eso es lo que intenté reflejar en Titanes en el hit. Tratándose de Los Auténticos Decadentes, y evocando el título de su primer disco, alguien podría creer que la de ellos es la historia de un milagro argentino. Fiel a mis convicciones ateas, Titanes en el hit viene a confirmar que los milagros no existen.
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