Vuelvo a leer el cartón rectangular, azul, blanco y gris. Yard Entry – Groundling Gates – 5 pounds – Shakespeare´s Globe- New Globe Walk, London SE1 – Life of Henry The Fifth – Sunday Matinee 4.00 PM – 6TH July 1997.
Entro. Entramos con Mara, mi mujer, y Daniel, su hijo, y en más de un sentido también el mío, a ese teatro –ese templo– amasado con barro, piedra caliza triturada, paja y pelos de vacas y de cabras, y sostenido por maderos de roble. A ese redondel de cincuenta pasos largos de diámetro, quince metros de alto, tres pisos de galerías, un patio y un escenario.
Es verano en Londres. Pica el sol sobre las mil cuatrocientas almas que esperan. No ya a la reina Isabel, que una semana antes, de noche, en la proa de su barca iluminada por antorchas, ha navegado el Támesis para abrir las puertas de ese mundo que fue el imperio de Shakespeare desde 1598 hasta 1613, cuando el fuego lo devoró hasta convertirlo casi en un campo de cenizas.
El imperio por el que desfilaron sus reyes, sus traidores, sus asesinos, la ambición, la codicia, la crueldad, el amor, la gloria, la verdad, la mentira: toda la oscuridad y la luz del alma humana.
Pero ahora, de pronto, a despecho del sol (astro poco propicio al teatro) y de los jets que cada tanto cruzan el cielo, suenan tambores, y el hombre
envuelto en una túnica blanca dice "Atención… Pongan imaginación y buena voluntad. Hagan de cuenta que en este escenario caben Inglaterra, Francia, dos ejércitos, y una batalla. Hoy como ayer, esto es al aire libre, a pleno día, no se suspende por lluvia, y el autor y los actores esperan que –si lo merecen- el público los abuchee, los escupa y les arroje tomates o a lo que a mano tenga".
Así empieza Enrique V. No ha llovido, pero el patio, la zona popular, la más amada por Shakespeare, está mojado. Alguien lo ha regado como hace cuatrocientos años, cuando Londres era un lodazal sin cloacas y el público llegaba, a pie o a caballo, hasta The Globe, pisando barro y a, para oír a Ricardo III aullando "A horse, my kingdom for a horse!", o ver como Hamlet hundía su espada y mataba a Polonio a través de un cortinado ("¿Qué es eso? ¿Una rata? ¡Muera, muera la rata! ¡Un ducado a qué esta muerta!"), o como lady Macbeth quedaba para siempre con sus manos ensangrentadas…
Todo ha cambiado, es cierto. Londres resplandece. Nadie, en la siniestra Torre, espera el hacha que habrá de decapitarlo. El público no es la gleba del siglo XVI: es un muestrario del turismo universal; hindúes, japoneses, latinos…, que al final del primer acto esperan el segundo sentados en el suelo, ataviados con jeans y remeras de provocativas inscripciones (política, sexo, desafíos, blasfemias), y mordisqueando sandwiches, porque la jornada y su batalla serán largas. Sandwiches, hot dogs, fish and chips, frutillas, y no densos guisos, sopas o patas de cordero, como en aquellos tiempos. Y nada de vino agrio en jarros de peltre, como sus harapientos y bullangueros antecesores: finas aguas minerales, cerveza, gaseosas light, helados.
Pero el texto de Shakespeare puede –ayer, hoy, mañana– contra todo. Su magia, su fascinación, su genio en cada línea, son pura eternidad.
Y ahora, Act II, cuidado, porque las campanas anuncian que Inglaterra y Francia van a la batalla. Es tiempo de espadas, de sangre y de victoria. Y es hora, por mi lado, de recordar al casi anónimo héroe que urdió, con asombrosa perfección, el nuevo The Globe. Su nombre: Sam Wanamaker, norteamericano, actor segundón en cien películas que, cercado por el canalla senador Joseph McCarthy y su caza de brujas, huyó a Inglaterra en los años 50 y descubrió el último y único fósil de ese teatro en el que Shakespeare fue autor, actor y empresario: una placa ennegrecida y mohosa cerca del puente de Southwark, apenas a cuadra y media del punto en que hoy se alza en perfecta y obsesiva réplica.
Desde ese día, a lo largo de casi treinta interminables, fatigosos y tenaces años, y un costo de trece millones de dólares conquistados penique a penique, chelín a chelín entre cinco mil amigos del arte, rastreó archivos, planos apolillados, uno que otro dato arqueológico, y apoyado por arquitectos estelares y modestos albañiles y carpinteros, reconstruyó esa maravilla con fidelidad religiosa, sin más agregado que una invisible capa de material ignífugo para evitar que se repitiera el desastre de 1613, cuando la chispa de un cañonazo, también en una función de Enrique V, acabó con todo, y la piqueta, en 1644, le dio el tiro de gracia a los mínimos restos.
Amarga victoria: Sam Wanamaker murió en 1993 sin ver su obra: apenas la intuyó en una maqueta…
En cuanto a Shakeaspeare, sobrevivió a las cenizas de The Globe apenas tres años: su carne mortal dejó este mundo en 1616 (el mismo día y año en que murió Miguel de Cervantes Saavedra: una de esas simetrías que tanto ama el destino, según Borges), luego de un silencioso retiro en su Strafford on Avon natal que dedicó –se dice: gran parte de su vida es un enigma– a pequeños negocios apenas interrumpidos algunas noches para recitar sus poemas ante un grupo de amigos.
El más grande poeta y autor de la humanidad (La invención de lo humano, título del libro de Harold Bloom, el mayor y más duro de los críticos british); el hombre que en apenas dos décadas escribió una obra tan vasta como asombrosa y casi sobrehumana, dejó en sus últimas líneas el misterio final: su testamento. Una pieza helada en la que cede su mejor cama a Anne Hathaway, su mujer, y sin la menor referencia al arte. Acaso porque, seguro de la inmortalidad, lo creyó inútil…
Pero ahora, verano del 97 en Londres, Enrique V se acerca a su fin. Por apenas cinco libras (entonces, unos diez dólares) he sido testigo de la resurrección de The Globe.
De pronto, la sentencia de Hamlet (To be or not to be, that is the question) se ha verificado al caer la tarde luego de esas tres horas y media para mí irrepetibles, aunque alguna vez vuelva a The Globe. Porque si la esencial cuestión humana es ser o no ser, ese día he sido (o me he sentido) el más feliz de los hombres.
No fue para mí La Noche de Epifanía, pero sí la tarde de Epifanía. Porque Shakespeare, en su teatro, me ha concedido una cita. Y quizá he sido digno de él: la primera versión de esta nota mereció el premio Pléyade a la mejor publicada en revistas ese año…
Como homenaje final, por unas pocas libras, he comprado un simbólico ladrillo de The Globe para ayudar a su sostén. El pequeño diploma respira en mi bar como una medalla, y unas pajas del escenario son señaladores de mis libros más queridos.
Cada tanto me acomete la tentación de releer Everything and nothing, el tan breve como brillante texto de Borges publicado en El hacedor (Emecé, 1960). Borges, que en apenas setenta líneas logró un retrato de Shakespeare acaso más certero que los mil y un libros que críticos y analistas de todo el mundo le han dedicado.
Desde luego, no merezco el punto final de mi paso por The Globe. Con devoción, le cedo al ciego inmortal, "el viejo infalible" (definición de Edgardo Cozarinsky) el último tramo de Everything and nothing…
"(…) La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo, eres muchos y nadie".
(Post scriptum: a pesar de la asombrosa simetría, Shakespeare y Cervantes no dejaron este mundo el 23 de abril de 1616. Por entonces, España se regía por el calendario gregoriano, e Inglaterra por el juliano. Shakespeare murió el 23 de abril… pero en su calendario era el 3 de mayo. Y la muerte de Cervantes fue anotada el 23, pero sucedió el 22. En la nota respeté el error y la creencia… porque la verdad es demasiado opaca)
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