Que tienen en común sordos, enanos, autistas, personas trans, esquizofrénicos, niños con síndrome de Down, criminales, niños prodigio? Apenas un par de cosas, alguna más evidente que otra. La evidente es que todos ellos son diferentes. No solo diferentes entre sí, como es obvio, sino diferentes de los demás. Portan una diferencia que los aparta de alguna norma socialmente aceptable para la mayoría. Esa diferencia en algunos se parece a una identidad. En otros a una discapacidad o a un defecto. Lo otro que tienen en común es igual de obvio pero mucho menos evidente. Todos son hijos. Tienen, tuvieron, padres.
Ser hijo es como ser una tierra inhóspita inevitablemente destinada a ser descubierta y conquistada por otro. Los descubridores, los conquistadores de ese continente nuevo y en apariencia lleno de posibilidades suelen ser los padres. Pero la historia de esa conquista no siempre es la de una hazaña feliz y exitosa. A veces ese territorio nuevo que es el hijo es más hostil y pantanoso de lo que se esperaba. Nunca es lo que se esperaba, es cierto. Pero a veces se aleja tanto, sorprende tanto, desconcierta o asusta tanto que los padres nos preguntamos honestamente si podremos seguir adelante con la empresa.
De esos padres y de esos hijos se ocupa Andrew Solomon en Lejos del árbol (Debate, 2014). Su libro (cuyo título desmiente eso de que el fruto nunca cae lejos del árbol) fue ganador del National Book Award (2012) y de media docena de premios más. Es una pieza única de más de mil páginas, resultado de un trabajo de diez años, durante los cuales el autor se dedicó a entrevistar personalmente a decenas de familias estadounidenses que aprendieron, porque se vieron obligadas, a reinventarse a partir de la presencia de un hijo diferente, un hijo excepcional, que no entraba para nada en los moldes de lo esperable o a veces ni siquiera de lo imaginable. Las maneras en que lo hicieron no son replicables ni sirven como modelos a seguir. En algunos casos son simplemente crónicas de supervivencia, de un fracaso tras otro, una calamidad tras otra. En otros, en muchos, son testimonios de un amor sin límites, un amor desesperado, de una profundidad y una incondicionalidad a las que sería imposible acceder desde la cómoda superficie de la normalidad.
Lejos del árbol no es un libro de autoayuda ni uno que reconcilie con la condición humana. No se lee de un tirón ni es de los que uno regalaría a un amigo para su cumpleaños. Está muy lejos de ser un libro académico, lleno de referencias a aburridísimos papers o investigaciones científicas, aunque tiene la solidez y la consistencia que pocas veces esos papers consiguen. Es simplemente un libro inclasificable, descomunal, extraordinariamente escrito, de una honestidad brutal y una elegancia sorprendente, que no entrega ni una línea a la complacencia o al lugar común, que deshace todos los prejuicios, especialmente aquellos más difíciles de deshacer, los de lo políticamente correcto, que disfrazan con eufemismos el dolor más genuino, el de no ser parte, el de haberse quedado afuera del mundo.
Pero tampoco es un libro deprimente. Solomon es un ferviente defensor de la época en que vivimos, la mejor para ser distinto, aunque eso nunca vaya a ser gratis ni fácil. La mejor para padecer una enfermedad mental, una condición biológica discapacitante o un estigma. Quizás Solomon sea el Ervin Goffman de esta época, aquel sociólogo norteamericano que se adelantó a su tiempo y murió demasiado joven para ver cómo, muchas décadas más tarde, sus crónicas de los defectuosos y de los imperfectos, de los infames y estigmatizados, se ponían de moda en todo el mundo (aunque más entre antropólogos y psicólogos que entre sus propios colegas).
Solomon es apenas conocido en español, pero un intelectual neoyorquino muy influyente. Es escritor de ficción, periodista, crítico de arte y literatura, analista político, profesor de psicología en la Universidad de Columbia, columnista de The New Yorker, The Observer, The Guardian, filántropo y activista en derechos de minorías, referente ineludible de comunidades LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y trans). Su otro libro que llegó a la Argentina, hace quince años, El demonio de la depresión (que solo se consigue en ebook), fue finalista del Pulitzer y considerado uno de los mejores libros de la década por el New York Times, ganó más de 14 premios internacionales (entre ellos también el National Book Award 2001) y se tradujo a veinte idiomas. Es probablemente la historia más documentada, conmovedora y mejor escrita que existe sobre la enfermedad de nuestro siglo, que el autor mismo padeció y padece.
Es muy tentador describir a Solomon como un hombre del Renacimiento, pero no sería para nada justo. Es más bien como si Leonardo viviera en esta época, porque difícilmente alguien represente mejor que Solomon la época en que vivimos (si se pudiera decir que Leonardo representó a la suya). Quien no se anime de entrada con las mil páginas en tapa dura, puede buscarlo en Youtube o en Ted.com (ver un video en esta nota): allí hay dos conferencias magistrales, una sobre depresión y otra sobre parentalidad, que lo muestran de cuerpo entero: un caballero inglés (se educó y vive la mitad del año en Londres), afectado, gay, histriónico, encantador, elegante, culto, divertido, frívolo. Que no tiene problemas en mostrar a las revistas de decoración la lujosa residencia en la que vive en Manhattan junto a su pareja, el periodista John Habich, con quien se casó en Althorp (la mansión en la que creció y está enterrada Lady Di) y con quien forman una familia a la que el término "ensamblada" le queda demasiado chico.
Habich y Solomon tienen un hijo, George, que nació en abril de 2009 y vive con ellos. George es fruto de una inseminación artificial y un vientre subrogado. Pero además de criar juntos a George, Andrew y John ejercen diferentes formas de parentalidad para las que aún no existen palabras en el diccionario: Solomon tiene una hija biológica, Blaine, que vive en Texas junto a su madre (una amiga y colega) y es criada por ella y su actual pareja, Richard. Habich también es padre biológico de dos hijos, Oliver y Lucy, que viven en Minneápolis junto a sus dos madres, una pareja de lesbianas. Todos ellos se juntan seguido, aunque hace rato que renunciaron al intento de ponerle nombre a los lazos de parentesco que los unen. Son simplemente "familia", lo único que tal vez sobreviva de nuestra especie a lo largo de las generaciones. Eso que nos mantiene humanos.
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