Ketchum, Idaho, Estados Unidos, amanecer del dos de julio de 1961. Faltan apenas veinte días para sus 62 años, empezados en Oak Park, Illinois, en 1899, bajo el nombre de Ernest Miller Hemingway.
Mary Welsh, su última mujer, duerme.
Se desliza, en silencio, hasta la pequeña pieza de huéspedes, se quita las pantuflas, apoya el dedo gordo de su pie izquierdo en el gatillo de una escopeta de dos caños, y las oscuras bocas debajo del mentón. Sabe que no puede fallar: durante varios días, allí mismo, ha ensayado la operación.
Aprieta el gatillo y se vuela la cabeza con la misma precisión que lograba, luchando contra sí mismo, el párrafo perfecto, "aunque tuviera que rehacerlo hasta diecisiete veces", como confesó en muchos reportajes.
¿Por qué el tiro del final? Jamás se supo ni se sabrá. Algunos de sus amigos conjeturaron que "su potencia sexual estaba terminada". Otros, que "su cerebro estaba agotado (¿Alzheimer, demencia senil?) y comprendió que ya no era capaz de escribir".
Dejó una novela inconclusa (iIslas en el golfo/i), luego terminada por su hijo. Para entonces, en la literatura, había alcanzado dos cumbres: en 1953, el Pulitzer por iEl viejo y el mar/i, y un año después, el Nobel por toda su obra.
La fragua
Tiene apenas 13 años cuando Clarence Edmond, su padre, médico, cazador y pescador, a orillas del lago Wallon, Petoskey, Michigan, le pone una escopeta en las manos y le enseña a disparar. Antes, aun no cumplido su cuarto año, ya lo ha convertido en experto pescador. "Mi padre creía que un hombre sin armas, sin caña de pescar y sin puños bien adiestrados, no era un hombre", recordó Ernest, muchos años después, en las tertulias de sus tres bares amados: el Floridita y La Bodeguita del medio, en La Habana (Cuba fue su segunda patria), y la barra del hotel Ritz de París, que hoy lleva su nombre y luce, en un ángulo, un busto de bronce… que no bebe.
De gatos y alcohol
Cuba, para Ernest, era entonces cuanto un macho podía ambicionar. El inmenso mar azul pleno de bravíos peces-espada listos para dar batalla, los cócteles milagrosos (el Daikiri y el Mojito, hechos con ron del Paraíso), mujeres oscuras de carne firme, y amaneceres y puestas de sol únicas en el mundo.
Por todo eso compró, en una colina y cara al mar, la Finca Vigía, que aun guarda su biblioteca, sus escopetas, sus zapatones de explorador medida 46, sus chaquetas de cazador y pescador, sus dos máquinas de escribir Royal (escribía parado sobre altos pupitres), muchos de sus manuscritos, y decenas de gatos, choznos de los que crió y acarició cada noche.
De batallas y toros
Y después, España. Su España. En los sangrientos días de la Guerra Civil, arrojado corresponsal adicto al bando republicano (sus crónicas de entonces son lecciones de periodismo), y en los sombríos años de la posguerra, los fusilamientos y la hambruna, fanático de la fiesta brava (o la tragedia: uno de los dos debe morir).
Sangre y arena fueron, para él, como drogas. Se unió a ese rudo mundo de toreros, criadores, cronistas, y urdió un largo tratado de bellísmo nombre: Muerte en la tarde.
Los viejos y más expertos lo rechazaron: "Ese tío, de los toros sabe la letra, pero no la música". Pero poco le importó. Ese libro fue, para él, tan valioso como los leopardos que cazó en África, el continente que le inspiró iLas nieves del Kilimanjaro/i, llevada al cine de la peor manera: un bodrio pampa…
Entre dos mundos
Su madre, Grace Hall, mujer musical si las hubo, lo impulsó al estudio del violonchelo ("Casi llegué a dominarlo", dijo en una entrevista), pero la influencia de su padre y los firmes músculos de Ernest pudieron más: fue buen rugbier, hábil en waterpolo, y temible boxeador.
Pésimo alumno ("Las clases me aburrían: bostezaba, me dormía"), sólo vibraba en las horas de Letras. Empezó a escribir como Ring Lardner Jr. en el diario del colegio. Luego, antes de los 18, huyó a Kansas y luego a Toronto, Canadá, para escribir crónicas en el Kansas City Star y en el Star Weekly. Temas: todos. Desde paisajes hasta vacunas, pintores y barberos. Nada de la vida le era ajeno.
Burdeos, Italia, París
Quiso, como Dos Passos, Faulkner, Scott Fitzgerald, batirse en la primera gran guerra, y se alistó en el Cuerpo de Expedición Americano. Pero un defecto en su ojo izquierdo lo relegó de las trincheras a conductor de ambulancias en Burdeos, y luego en Italia.
Una bala le quebró la rodilla. Pero, rengo y sangrante, cargó al hombro a un soldado italiano moribundo, y le salvó la vida.
El médico ordenó amputarle la pierna, pero una enfermera, Agnes von Kurowsky, mucho mayor que él, lo impidió.
Se enamoró de ella, le propuso casamiento, pero los vientos de la guerra se la llevaron quién sabe a qué latitudes o a qué sepulcro. Nunca la olvidó. Habría rechazado la medalla al valor que le concedió el gobierno italiano con tal de encontrarla…
Y por fin, en 1920, el gran momento: París. La ciudad de los artistas bohemios, de los surrealistas, de los insaciables bebedores, del sexo irrefrenable, de la vida inimaginable… pero posible.
Allí, sin un dólar ni un franco, se casa con Elizabeth Hadley Richardson, que le lleva ocho años. Nace su primer hijo, John Hadley Nicanor. Viven en una buhardilla misérrima. Ernest se gana la vida como sparring de boxeadores a cambio de algo de queso y unas copas de vino. Pero empieza, en esos años lúgubres, a nacer el colosal escritor que sería, que es, que será siempre.
Toda la luz…
Entre 1925 y 1955, cuando su cerebro empieza a flaquear, escribe iFiesta /i(el mejor relato moderno de París), iAdiós a las armas, Las verdes colinas de África, Por quién doblan las campanas, Tener y no tener/i, cuentos memorables como iLos asesinos/i… En esos años, tres mujeres comparten su vida: Pauline Pfeiffer, Martha Gellhorn y Mary Welsh.
Mary, aquella que en ese amanecer de julio, súbitamente despierta, se preguntó qué era ese estruendo, tan parecido a un balazo. Casi igual…
FIN (inconcluso)
Inconcluso, sí, porque esta biografía, si algún valor tiene, valdría mucho menos si olvidara o soslayara un breve pero imprescindible artículo de Piglia: iHemingway – Vivir el código/i, publicado en el Libro Rojo del autor. Libro ajeno o toda connotación maoísta: se trata de un elegante volumen de ochenta páginas titulado iEscritores norteamericanos/i; especialidad (obsesión, mejor) de Piglia como lector y también profesor de Literatura en Princeton University: prestigio sin ateos…
Recuerda, al principio, al Hemingway de 19 años, camillero herido (grave) en una pierna, y héroe por añadidura, como se cuenta casi al principio de esta memoria, diciendo muchos años después:
–Esa noche descubrí que sólo se puede morir una vez, y el que muere este año está a salvo de morir el siguiente. Por eso hay que ser cuidadoso: lo mejor es un balazo en la boca. Un balazo en la boca es infalible…
En este punto, Piglia conjetura que Ernest "acababa de descubrir el código: un modo de vivir probándose, peleando contra el miedo, porque endurecerse es un oficio como cualquier otro: hay que ensayarlo y aprenderlo. Es arduo pero vale la pena: elegir un papel es quedar oculto, cobijarse en los gestos vacíos. Pero los hombres como Hemingway son lo que hacen: si consiguen disimular el miedo, ese mismo acto los definirá para siempre".
Epílogo
Y ese tipo de hombre fue Hemingway. Por eso se jugó la vida como corresponsal de guerra, bajo fuego en plena guerra civil española, o burlándose del patético fantoche Benito Mussolini en una crónica inolvidable, y desplegando un episodio insólito en París, agosto de 1944, últimos seis días de la ocupación nazi.
Llegó al hotel Ritz vestido como un white hunter en África, y acompañado por una pandilla similar: barbudos, ruidosos y mal entrazados.
Y no ya como el arrojado e implacable corresponsal de guerra, dispuesto a narrar la liberación de esa ciudad que tanto amó en los locos años 20.
Irrumpió con su banda en el histórico hall y enfrentó al conserje:
–Vengo a liberar el hotel.
Por supuesto, nadie se atrevió a detenerlo: estaba armado con revólver y escopeta.
Bajó al sóltano, se apropió de la bodega, incautó todas las botellas del celestial champagne Krüg Millesime, y no salió de allí hasta el último peldaño de la borrachera.
Se lo había ganado.
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