La figura de Hernán Casciari aparece pequeña al fondo de un pasillo. Se acerca, abre la puerta y esquiva los formalismos de saludar con la mano. Da un beso en la mejilla y pide seguirlo hacia el interior de su casa, en Villa Urquiza. Está vestido de negro, pero de un negro cómodo, de entrecasa y a la vez fachero. Nos recibe Julieta, su pareja, que está con Pipa de apenas dos meses; al parecer, Nina, su hija española, duerme la siesta. Hernán Casciari es, visto desde el interior de su casa, un tipo serio, un hombre de familia, un padre orgulloso, sin embargo le esquiva al estereotipo con la elegancia de un humorista. Sirve café, trae el último número de Orsai, el 17, pero que prefiere decir que es el número 1 de la segunda temporada, y nos perdemos en el fetichismo: la nueva Orsai es imponente, gorda, muy colorida y la chica exótica de cualquier biblioteca hogareña. Él, como director, junto a todos los que la hicieron, la presentaron hace unos días en el Auditorio Belgrano. Asistieron 1200 personas. Al mismo tiempo transmitieron por straeming en vivo para 45 bares de capitales argentinas donde, también, había mucha gente. ¿Cómo es posible que una revista cultural a todo color, con textos de altísima calidad narrativa, sin publicidad pero con un valor de $510, viva, persista y tenga tantos adeptos, fans, lectores en definitiva, en los tiempos de las relaciones líquidas y la inmediatez digital?
– ¿Cómo fue parir esta nueva edición de iOrsai/i?
– Más fácil, mucho más serena que la primera, que sí fue dificilísima. Explicarle tanto al público como a los autores qué íbamos a hacer cuando no había un precedente era complicadísimo. La gente ya sabe qué es, sabe que es caro pero sabe que es bueno, entonces no es tan complicado vender mucho. Esta vez no utilicé publicidad ni siquiera en mi blog, tiré tuits. No lo dije en la columna que tengo en iPerros de la calle/i, que es posiblemente el lugar más masivo de los que tengo, no hice mención sobre la preventa para que la gente lo supiera por los carriles por los que tiene que saberlo, que es el boca a boca, y funcionó muy bien. Y es mucho más fácil hacerla acá que en Barcelona. Esta es una revista mucho más argentina, la otra necesita ser hispanoamericanista. En ese sentido, esta me chupa un huevo.
– Pareciera que hay en vos una búsqueda de ir por circuitos que no sean los convencionales. Imagino que debe ser complicado…
– De verdad no pienso que sea tan complicado, pero creo que es por una cuestión de personalidad. A mí me resulta muy complicado conversar con gente careta. Muy complicado, pero es una cuestión patológica. No necesariamente la gente careta es mala, pero yo no puedo. Y para utilizar los carriles tradicionales tenés que pasar por ahí, necesariamente… ir a almorzar con uno, ir a una vernissage con otro, hacer el contacto, y de verdad nunca pude, no me salió, no tengo esa capacidad. No puedo soportar a la gente careta. Es muy contraproducente. Con gente que no puedo estar tomando mate no puedo estar. Y hay un montón de gente con la que no podría estar tomando mate. Entonces esta manera no me parece difícil, me parece la única que hay. La otra me da vergüenza ajena, no puedo entenderla. Y ésta se hace con amigos, siempre, no hay otra forma; las reuniones son en casa, no hay oficinas, y es con tanta pasión que no da la sensación de que fuera un laburo. La gente que diseña, que edita, los correctores, los autores… es casi casi como un juego, pero un juego real donde hay ciertas pautas que yo me pongo: pagar bien y antes de que la revista salga. Que nadie tenga que decir "che, ¿cuándo es el pago?", que todo ocurra bien, de una forma muy antinatural respecto a lo que estamos acostumbrados los autores o fotógrafos o ilustradores, que es que nunca pagan o pagan mal o pagan tarde. Hacer todo al revés, para que digan "¡guau!" Incluso el imprentero llora cuando le pagamos antes, porque está acostumbrado a que le bicicleteen el cheque. "No, antes. Tomá, todo tuyo". Y eso se puede conseguir solamente de esta manera. Es un disfrute, entonces es como un hobby que sale una vez cada tanto.
No puedo soportar a la gente careta
– ¿Pensás a iOrsai /ien oposición a otro tipo de productos?
– Si bien le tenemos que poner el nombre revista, no se parece en nada a lo que entendemos como revista, que es algo que vos la abrís y te muestran un auto, en página 3 te muestran un perfume, después un reloj y después una mina en bolas que no sabés bien qué te está vendiendo, y así hasta la página 30 que alguien le habla al lector. La nuestra no es así. En la página 2 tenemos el nombre de todas las personas que fueron al auditorio, y en la 211, que es la retiración de contratapa, más gente que fue al auditorio. Es lo único que hacemos por fuera del propio contenido. Hay artículos larguísimos de 30 o 40 páginas que realmente cuando los recibimos no pudimos dejar de leerlos, había algo bueno ahí. Estamos contentos por el producto más que por lo autogestivo.
– ¿Cómo te llevás con la popularidad que genera?
– Me parece que somos personas que estamos buscando desesperadamente que no se muera del todo algo que estaba bueno que teníamos en el tiempo analógico, y que la inmediatez y el vértigo de internet nos está haciendo perder, que es que las cosas valgan algo. En el momento en que nosotros nos podemos descargar la discografía completa de Miles Davis y tenerla un ratito ahí y después cuando se nos llena el escritorio la tiramos a la papelera de reciclaje completa le perdimos el valor a las cosas. No es culpa nuestra, es culpa de que todo está a disposición, entonces si esta revista fuera digital le chuparía un huevo a todo el mundo. Está lleno de revistas digitales, y todas esas son un esfuerzo, ¡no es bueno hacer ese esfuerzo! Está bueno para despuntar el vicio, para soltar la mano, pero no para pagarles a los autores. No le vas a pagar a nadie con revistas digitales. Hay que hacer algo en donde el fetichista empieza a sentir la adrenalina de tener que comprar a un precio alto, porque ¿cómo hacés para pagarles a todos? El valor de la cosa va a terminar siendo mínimo si seguimos haciendo tantas revistas digitales. Hay que ponerse los zapatos, hacerse adulto, dejar de ser adolescente y sacar revistas en serio, porque todavía hay fetichistas del papel. Va a llegar un día en que no va a haber más, realmente no va a haber más y ahí vamos a tener que redescubrir las formas de trabajo, pero mientras tanto yo creo que se puede seguir pagando bien.
– De todos modos, tanto iOrsai /icomo tu carrera literaria están muy marcadas por internet…
– Sí, sí, pero no en el sentido de "las cosas no valen nada", sino en el sentido de internet como enorme altavoz que informa que hicimos una cosa cara. Está buenísimo internet, sino cómo carajo lo digo. "Hicimos una cosa que sale $510, vengan acá a comprarla, porque de esa manera le vamos a pagar a todos los tipos que la hicieron y que por eso es cara". Ahora, ¿por dónde digo eso? Por internet. No voy a usar internet pura y exclusivamente para regalar algo. Ese algo se regala una vez que se le pagó a todo el mundo. Obviamente esto va a estar en PDF gratuito pasado mañana, pero no antes. Porque antes hay que engañar al fetichista, hay que seducirlo, decirle que es increíble, y después hay que hacer un número increíble para que vuelva, porque después el fetichista se convierte en coleccionista.
Hernán Casciari nació en Mercedes en 1971 y esa ciudad, donde la línea 57 es un boomerang que lanza la Ciudad de Buenos Aires, sirve para encuadrarlo, no sólo en el mundo, sino también en el panorama literario. Allí pergeñó, a los tropiezos, su identidad de escritor que comenzó cuando, a los 13 años, comenzó a escribir para el diario local de los sábados. Pero fue hacia el 2000 cuando su vida empezó a cambiar: viajó a Europa y se terminó enamorando de una española. Desde Barcelona tendió un puente con sus amigos a partir de los blogs, una de las extrañas caras que empezaba a tener la literatura y que prometía, como si se tratase de un profeta, horizontalidad. Allí surgió todo, el primer número de Orsai y muchos de sus libros, entre ellos, iMás respeto que soy tu madre/i, la obra que Antonio Gasalla adaptó al teatro y se transformó en un éxito de esos que sólo ocurren muy de vez en cuando.
– Viviste ambos lados de la bisagra de internet, ¿creés que cambió mucho la forma de narrar?
– Sí, claro que cambió. No necesariamente la forma de narrar sino el tiempo que tiene el otro para escucharte. Cuando vos estás en medio de una conversación con otra persona, ves la gestualidad corporal del otro. Hay una posición que es así [se acomoda contra el respaldo del sillón], relajadísima, que te va a escuchar, y hay otro chabón que está así [encorva el cuerpo y mira su reloj] y te dice "se… ah… se…" Bueno, a ese lo tenés que convencer de una manera más veloz, más sagaz. El espectador de hoy está así; no está relajado en el sofá, no es domingo a la tarde ni tiene un cognac en la mano como pasaba en el siglo XIX que vos podías comenzar una novela describiendo la casa durante cuatro páginas antes de empezar a hablar. ¡No podés con el chabón que está mirando el reloj, el porno al lado y el Barça del otro lado! Hoy hay muchas películas que empiezan no con el comienzo, sino con el momento más tremendo; empiezan así y después dicen "ocho meses antes…" Bueno, eso hace que te cambie el paradigma de la literatura absolutamente. Después podés quedarte con el pequeño grupo de gente que prefiere las cuatro páginas de la descripción de una casa. Hay muchos escritores que dicen "¡Me chupa un huevo el mundo y su vértigo!" Yo no soy de esos lectores. No me banco cuatro páginas de la descripción de la casa. Yo estoy contento con estos tiempos, entonces como autor funciono así. Pero no como estrategia, sino porque como lector soy así. Podés ser nostálgico pero al mismo tiempo tenés que pegar la piña cuando hay que pegarla.
– Es mantenerse en el medio, ¿no? Ni idealizar internet, ni ser pesimista…
– Es que esos dos cajones están muy llenos de gente. Está la gente que está en contra de todo y la gente que sube de una forma muy surfera a la ola de internet y cualquier meme le queda bien. Yo soy, no te digo que escéptico, pero posiblemente menos ocioso dentro de internet. Me gusta laburar más que pasar el rato ahí. No me encuentro en la máquina paveando generalmente, sino que estoy haciendo algo, inventando alguna cosa y viendo cómo pavean los demás y cómo te podés inmiscuir en ese paveo para dejar algo. Esa es como una obsesión, como un hobby, me interesa por dónde van los ojos de los demás, lo que hacen, cómo cambian. ¿Qué carajo es Snapchat? ¿Por qué ahora están ahí? Entonces voy, me meto. "Ah sí, es una pelotudez que va a durar dos minutos", y así hasta que vas encontrando cosas divertidas y también historias.
Podés ser nostálgico pero al mismo tiempo tenés que pegar la piña cuando hay que pegarla
– Realmente hay de todo. Entrás a Facebook y hay cosas interesantes, pero la mayoría son idioteces…
– Y también encontrás lenguajes que se van gestando, que se van haciendo carne en la sociedad, en los más jóvenes, y eso quiere decir algo en el futuro. Es como al que le gusta la guita que lee la bolsa de valores entonces sabe que si hay un terremoto en el Sudeste Asiático posiblemente los repuestos de moto van a ser más caros cuatro días después… ¡Hay gente que le gusta tanto la plata que entiende eso! A mí me interesa la antropología de la gente y a veces entro a Facebook, no por Facebook, sino para saber qué pasa con las viejas, porque ahora Facebook es de las viejas. ¿Cómo cogen las viejas? ¿Cómo arman su mundo las viudas? Es interesante saber todo eso, así como Instagram sirve para otra. Es como cuando vas a un país extranjero y la forma más rápida de saber cómo está funcionando esa sociedad es viendo un rato la tele en el hotel. Posiblemente el más bizarro, el más popular, lo que sería el Canal 13 de ellos. Cuando vos encontrás al Tinelli de los húngaros, te ponés a mirar ¡y entendés Hungría! Internet también juega ese papel, todo lo que hacemos masivamente nos conforma. Está bueno conocerlo, no darle la espalda.
La gente nunca va a dejar de querer que le cuenten una historia.
– Bueno, ahora tus cuentos están en Spotify…
– Claro, porque todo es eso. También te vas dando cuenta de que la gente lee menos pero eso no significa que ya no quieran que le cuenten una historia. Van en la cinta mientras corren escuchando podcasts. ¡Buenísimo! Otro lugar donde meterse… La gente nunca va a dejar de querer que le cuenten una historia, capaz que no quieren leer.
– Además de tus cuentos en Spotify, tenés una columna en iPerros de la calle/i y hacés presentaciones con Zambayonny donde leés cuentos. Hay en vos una cuestión performática, si se quiere, que va más allá del texto escrito en sí, ¿no?
– Sí, porque fue involuntaria. Tuvo que ver mucho Pergolini con eso. Un día leyó un libro mío y él pensó, sin conocerme ni nada, que la lectura de eso podía funcionar en radio. Yo no estuve de acuerdo. De hecho, cuando él me lo propuso a mí no me causaba ningún placer; ahora estoy encantado. Me encanta leer en voz alta, pero me rompió muchos las bolas. Le terminé mandando unas cositas, que no me parecieron demasiado bien, y le terminé tomando el gusto al Audacity, el editor de auto, y a mejorar la voz, no en el sentido de locutor, sino a hacer las cosas más coloquiales. Cuando vos leés algo te das cuenta de que son cosas que están escritas para ser leídas en voz baja. Hay unas diferencias que son muy sutiles, por ejemplo no se dice "aún", se dice "todavía". Hay palabras, hay cosas que cuando vos las contás en un asado no es la forma en que están escritas, son más divertidas. Y empecé a trabajar sobre mi propia obra anterior esos cambios. Tratar de que cuando lo decía sonara natural, y sin querer estaba editando literatura para hacerla más coloquial, y al mismo tiempo estaba aprendiendo de una forma medio autodidacta, pero también estaba, al mismo tiempo, aprendiendo yeites actorales. Y me empezó a gustar. Achicar un cuento que dura siete minutos y leerlo a tres y medio sacándole chistes y adjetivos es muy buen ejercicio literario. Tenés que tomar decisiones, es súper útil. Me empezó a fascinar y reinterpreté 240 cuentos para Vorterix. Aprendí un montón de cosas que después ejercité arriba del escenario, y arriba del escenario aprendí un montón de cosas más que tienen que ver con el cuerpo. Pero todo tiene el mismo objetivo: comunicar un cuento. La gente no está más serena un domingo con un libro y un cognac, está en otro lado. Bueno, ese lado hay que conquistarlo. Pero en realidad no hay una cosa de performance, hay un trabajo más parecido al del vendedor ambulante: vamos a donde esté la gente. Si la gente estuviera igual, yo no hubiera dejado de escribir libros. Pero ahora estoy en otro lado porque la gente está en otro lado.
– La idea de acercar la literatura a los lectores y no que los lectores vayan a donde está la literatura.
– ¡Es que no va más! ¡Con la cantidad de cosas que hay para hacer, mirá que vas a venir a vender un libro de 600 páginas! Está complicado…
La vida de Casciari merece ser contada. En diciembre del 2015 estaba con su pareja en Montevideo y sufrió un infarto. "Es horrible que te dé un infarto y te mueras al principio de una relación con una mujer más joven, porque en el velorio todo el mundo piensa que te moriste de esfuerzo sexual", escribió en un texto de aquel entonces. Lejos de una muerte estúpida y olvidada, Casciari empujó su vida hacia adelante. Finalmente, ese percance lo hizo instalarse definitivamente en Buenos Aires y dejar de viajar tanto hacia España donde estaba su hija, y hacia todos los lugares que visitaba. En algún punto, también le sirvió ese infarto para tomarse las cosas más en serio, lo cual implica relajarse en otros aspectos, entonces emprendió en la tarea de hacer de sus cuentos puestas en escena. Sus familiares eran actores mientras él leía en la oscuridad de un auditorio o un bar, y la gente -los adeptos, sus fans, sus fieles lectores- se entregaban a oír una buena historia bien contada. Así como los juglares de la Edad Media que, muchos siglos antes de la imprenta de Gutenberg, contaban historias en las calles con dramatismo y profundidad.
– ¿Te genera algún resquemor exponer tu vida privada?
– No, porque eso lo manejé siempre en el blog. Estos cuentos que leo o actúo son cuentos viejos, del 2004, 2005. Siempre el blog en internet tuvo esa exposición, lo que el otro piensa que es tu vida privada y vos sabés que es lo que querés mostrar. Nunca tuve muchos problemas con ese asunto. Me resulta divertida. Es perfecto para el escritor perezoso, las tenés ahí todas cerquita, tu familia, tus amigos. Soy muy autorreferencial justamente porque no soy un buen escritor. No puedo imaginarme cosas del siglo XVII y hacer una novela histórica o ir a investigar la hemeroteca durante un año y medio. Escribo cositas que están por acá.
– ¿Probaste con esa búsqueda?
– Es que no me gusta esa literatura, ni siquiera leerla. Me gusta esto que hago porque soy esta clase de lector: muy afecto a la verosimilitud, no a la veracidad. Que la cosa parezca verdadera. No me gusta mucho la ciencia ficción. No vi Games of Thrones todavía. Todo el mundo me dice "tenés que verla" y yo les digo: "¡No, mundos paralelos no quiero saber nada!"
– ¿Tuviste esa fantasía, a lo mejor de chico, de ser el gran escritor, tapa de un suplemento cultural, leído en las facultades, etcétera?
– De los 20 a los 30 quería ser ese escritor, y escribía para el orto, porque cuando querés ser inteligente hacés cosas pavas. Cuando dejé de querer ser escritor empecé a encontrar una voz que es esta que tengo ahora, que creo que no es gran cosa pero que es la mía. Pero de los 20 a los 30 yo era muy afecto a tener esa fantasía. A estar escribiendo y no estar disfrutando el momento de la escritura sino estar fantaseando el hecho consumado. No me gustaba escribir, me gustaba haber escrito. ¡Un asco! A los veintipico estás más pendiente de la cantidad de páginas que tiene tu novela que de lo que querés contar. A mí me dejó de pasar todo eso.
No me siento escritor, siento que comunico historias
– ¿Y sos consciente del momento en que te dejó de pasar?
– Si, cuando me fui a vivir a España, en el 2000. En realidad fui a recibir un premio a París, conocí a una chica y me quedé. Y ahí hubo que laburar porque yo no podía ser escritor en un lugar donde no conocía la jerga ni la forma de hacer reír. Entonces me tuve que conseguir otro trabajo y dije "acá no soy escritor ni a garcha". Y mientras tenía un laburo de otra cosa, empecé a escribir Más respeto que soy tu madre. Esa era la primera vez que empezaba a escribir pavadas. Antes de eso era un escritor que te escribía como mínimo realismo mágico. Tenía que hacer el escritor. Empecé a escribir pavadas para hacer reír a mis amigos de Mercedes, sin saber que eso se podía expandir por otro lado. Pavadas chiquititas, chistes mercedinos. Y eso fue lo que triunfó, por eso me hice conocido inicialmente. Yo no podía entender que la gente de Honduras recibiera de una manera alegre un chiste mercedino. Pero ahí, cuando dejé de querer cagar más alto que el culo, cuando dejé de querer ser escritor, apareció una voz… Obviamente yo no me siento escritor, siento que comunico historias. A veces las escribo, otras veces las digo, pero no tiene mucha importancia.
– Es una forma también de desidealizar la literatura, sacarla de la vitrina, porque después uno se choca contra la pared.
– Y también tiene que ver con las lecturas que tenés, o con lo que creés que es la vida en el futuro. Hay un montón de cosas. No voy a bajarme de ese caballo: a mí me resultó maravillosa la literatura. Desde los 15, que empecé a leer literatura que no era juvenil, hasta los treinta y pico, toda esa literatura del boom latinoamericano, Varga Llosa, García Márquez, Cortázar y todo eso que leemos cuando somos chicos es lindísimo, te forma, te marca, te hace ser una determinada persona. El problema es cuando querés ser ese escritor, cuando estás convencido de que en ese gremio tuyo sos inteligentísimo, que la gente debería escucharte, esa parte me parece más pava. Pero claro, te parece pava después. Al principio es como el sueño del pibe.
– De alguna forma cambió esa idea de escritor, ¿no?
-Nos ponemos muy siglo XX si el escritor es el que trae el original y después todo el mundo se encarga de lo demás. Nos ponemos muy industriales. El escritor ahora, el real, tiene que saber un poco de todo. Pero para seguir siendo él. La obra no es solamente lo que escribiste, es cómo es la tapa, es la tipografía que usa el lector para leerte aunque no conozca. Hay que ser medio un directorcito de orquesta para que eso que vos hiciste llegue de la mejor manera a donde vos quieras que llegue. Yo siempre pregunto cuando me invitan a algún lugar cuánta gente hay, de qué edad es, si está parada o está sentada.. ¡Es re importante todo eso! Es distinto si están parados o están sentados. Entonces si no sabés todo eso, ¿quién sos? ¿El tipo que dice cosas para arriba y no le importa quién es el otro? ¿Ese sos? Sos un tarado si sos ese. Bueno, entonces la obra es todo. No es solamente la cosa, son los alrededores de la cosa lo que van a hacer que el otro cuente qué es lo que hiciste. Y todo eso es la literatura.
La literatura es una porción pequeña de lo que verdaderamente importa. La literatura ya no es nada. Somos un grupo de gente comunicándonos
– Ahí entra un poco el modelo de negocio…
– Bueno, es que yo hablo con amigos que publican libros y les digo: "¿En serio te dan un 9% de las ventas? ¡Dejate de joder, boludo! ¡Andate de ahí!" Y otro viene y me dice que ahora le están dando el 11%, pero es el 11% del tiraje que ellos te dicen. "¿Y vos fuiste a la imprenta y viste que imprimen esos tres mil ejemplares y no es que imprimen seis mil? ¿por qué razón pensás -le digo yo a mis amigos- que te dicen tres y es tres?" No se puede. El modelo de negocios lo tenés que inventar vos. Hay uno que está buenísimo pero es para ellos, no para nosotros. Esa es otra cosa: yo edito mis libros y me quedo con el 71% de cada libro. O sea, de cada libro que vendo yo, otros tienen que vender siete. Esa es la cuenta. Y después está esa sensación hippona que tienen algunos colegas que dicen: "Yo quiero estar acá sentado escribiendo, no me importa tener mucha plata ni me importa la tipografía. Mientras estoy acá, yo escribo y después que pase lo que sea". Eso me parece muy bien, pero yo no podría. Ser hippie está bueno.
– Por último, ¿cuál creés que es la función de la literatura, al menos en esta época?
– No sé si llamarla literatura a esta altura, porque es como si preguntaras cuál es la función del teléfono en vez de decir "cuál es la función de la comunicación". La literatura es como el teléfono a disco, negro y del Estado. Ese teléfono. La literatura es una porción pequeña de lo que verdaderamente importa. La literatura ya no es nada. Hoy somos un grupo de gente comunicándonos, y a veces algunos de nosotros generamos que se callen 200 mientras hablamos. A veces habla uno y nadie se entera porque esa persona no encontró las herramientas, ni el arte, ni el talento, ni el lugar exacto para que lo escuchen. Y a veces uno se pone en el lugar que es el correcto, usa unas palabras que son las correctas ese día y 200 se callan durante ese rato. Lo importante es qué carajo vas a decir en ese momento. La función es preguntarse qué pasa cuando 200 se callan y uno habla. Lo único que pido es que, por favor, no hagas autoayuda. Que no sea Ari Paluch. Contá un cuento. Si contás un cuento yo me quedo tranquilo. Ahora si hay 200 o dos mil escuchando a uno que dice cómo ser feliz, ahí tenés un problema. Pero si hay alguien diciendo "Había una vez un chabón…" y hay silencio, ahí funciona. Me parece que va por ahí. Tipos que te dicen cómo hay que hacer las cosas… eso da un poco de vértigo. Lo demás está bien.
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