Tomás Abraham: "El relato nacional y popular odia la democracia"

En su nuevo libro "El deseo de revolución", el reconocido filósofo analiza los cambios históricos a través de las discusiones intelectuales y debates sociales en torno a ellos. Infobae publica un adelanto exclusivo

En estas tres décadas los acontecimientos que marcaron rupturas en la Argentina fueron la guerra de Malvinas, el retiro de la dictadura militar, el advenimiento de la democracia con Alfonsín, el gobierno de Menem durante diez años, un breve ciclo con De la Rúa y la crisis de 2001, y el gobierno de los Kirchner durante tres períodos.

Hubo juicio a los jerarcas de la Junta Militar, leyes de amnistía, indultos y reapertura de los juicios a los acusados de crímenes de Estado.

En los finales de 2004 el filósofo Oscar del Barco escribe una carta a una revista de la ciudad de Córdoba, dirigida a Sergio Schmucler, hijo de un dilecto amigo quien tiene otro hijo desaparecido. Tiene por título "No matarás". Del Barco se decide a escribirla luego de leer una entrevista que se le hizo a quien fuera miembro del Ejército Guerrillero del Pueblo, Héctor Jouvé, el primer grupo guerrillero que se formó en el norte argentino a principios de la década del sesenta del siglo pasado. Su jefe era Jorge Masetti, alias el Comandante Segundo.

Dos miembros del grupo fueron fusilados por sus compañeros por no estar en condiciones de proseguir la lucha. Uno por débil y enfermo, el otro por ya no creer en la eficacia de la misión.

Del Barco dice: "Tuve la sensación de que habían matado a mi hijo". Se siente responsable de esa tragedia porque desde su revista Pasado y presente apoyaba la lucha armada y probablemente a ese grupo en particular. El "no matarás" de los mandamientos se convierte para él en un mandato absoluto. El prójimo es Otro absoluto. Sostiene que la convivencia humana debe sostenerse en el precepto de jamás atentar contra la vida de un ser humano Es un imperativo categórico.

Dice que todos quienes apoyaron al ERP, a Montoneros o las FAR, son responsables de sus acciones. No tenían que haber participado ni formado parte de esas organizaciones, basta con haber dado el apoyo intelectual.

Nombra a [Emmanuel] Lévinas quien dice: "la maldad consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos". Por eso afirma que quien simpatiza con acciones que producen muertes es también un asesino.

Cree que el fracaso de los movimientos revolucionarios que produjeron millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debe principalmente al crimen.

Señala que si bien es cierto que el capitalismo chorrea sangre por sus poros, lo mismo sucede con el comunismo. Aclara que el asesinato es siempre el mismo y lo mismo; pero lo que no es lo mismo es la tortura, la sevicia, la crueldad, a las que califica de formas de la maldad suprema e incomparable.

Dice que corresponde hacer un acto de constricción y de pedido de perdón. Hace acreedor de la misma falta al poeta Juan Gelman, porque tanto uno como el otro, "fuimos partidarios del comunismo ruso, después del chino, después del cubano y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado "socialismo real". Asegura que ellos sabían lo que sucedía en esos regímenes ya que no faltaban testimonios, cita a Gide, Koestler y Trotsky, entre otros.

Esta carta provocó un gran revuelo. Las respuestas eran contundentes. Los intelectuales de izquierda la consideraron una muestra de idealismo ingenuo. Hasta hubo quienes se burlaban de una postura lacrimosa que ignoraba las mínimas lecciones que cualquier adolescente sabe de haber leído un manual de historia.

La lucha de clases, la política misma, el ejercicio del poder, el funcionamiento de la sociedad, están atravesados, declaraban, por distintos niveles de violencia. Del Barco hace referencia a una especie de pacifismo basado en mandamientos bíblicos que hablan de un prójimo sin sexo, sin deseo, sin nombre, sin codicia. Un mundo de ángeles. Ignora que los explotados y los oprimidos de la tierra tienen derecho a la justicia, y que no se las regalarán por sus buenas costumbres.

Yo mismo intervine en la disputa aprovechando mis columnas en el diario La Capital de Rosario, y mandé a la mismísima mierda a un grupo de lacanianos que le tomaban el pelo a Del Barco, reforzando el escarnio con referencias al trabalenguas de su amo. Los comparé a los ideólogos del nazismo que buceaban en Nietzsche, en ontologías solemnes, en mitos arcaicos, para ofrecer un relato de altura para legitimar crímenes. Prometieron enjuiciarme.

Nadie me había invitado a esa fiesta entre compadres ideológicos, pero me metí igual, porque la reminiscencia de lo acontecido en la década del setenta, volvía a florecer como política de gobierno y relato oficial en el tercer milenio.

Desde la apertura de la ESMA como Museo de la Memoria, se instaló la reivindicación de la "maravillosa juventud de los setenta", y un
par de políticos de la derecha peronista y otros acompañantes oportunistas, vieron que podían lucrar con una gesta cuya heroicidad diagramaban.

Tuvieron el apoyo de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo, las guras máximas de la resistencia a la dictadura, y víctimas absolutas del terrorismo de Estado.

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Con esa legitimidad toda crítica a una política vil que ocultaba los negocios del poder con un relato prefabricado que hacía de la memoria un buscador de conveniencias, quedó sellada y silenciada. El país nuevamente quedaba dividido en dos, entre enemigos irreconciliables, y en un contexto histórico totalmente distinto, con otros protagonistas, se reprodujo el escenario que había llevado al país a un baño de sangre.

Y este gesto ampuloso y emancipatorio se muestra solidario de las luchas de califatos, de teocracias, de bolivarianismos recientes, de todo lo que desafíe a la civilización occidental y que la derrumbe —que no haya Torres Gemelas es justicia— no en nombre de algo que será —no hay más utopías— sino de lo que fue, aunque lo que haya sido provocara muerte y más muerte

Por eso festejaron el ninguneo de Kirchner en el acto de la ESMA al juicio a las Juntas durante el gobierno de Raúl Alfonsín, porque el dirigente radical era burgués, y además, traidor, porque promulgó leyes de obediencia debida y punto final frente a los tanques de un ejército sublevado y con la única resistencia de un par de plazas con ciudadanos de clase media.

La clase obrera de Ubaldini, ausente, los feligreses que marchan a Luján… en Luján, los peronistas no afines a los reformadores cafieristas —los futuros menemistas— cortejando a los nacionalistas Rico y Seineldín.

Estos apuntes de nuestra historia nacional no son del pasado, sino de una eternidad, porque el relato nacional y popular tiene una sola partitura: el odio a la democracia

Decirlo fuerte no está de más. Todo el dulce de leche que se le agrega, ya sea en nombre de la justicia social, de los descamisados, de los desaparecidos, de la soberanía nacional, todo esto no hace más que empastar ese odio.

Este texto es una versión condensada del capítulo "Sartre entre nosotros I: El revolucionario", incluido en el nuevo libro de Tomás Abraham, "El deseo de revolución" (Tusquets).