"Las invitadas" (cuento de Silvina Ocampo)

Un cumpleaños de 6, unos padres que no están, y la visita de varias nenas y sus mamás, en una celebración extraña e inquietante. ***

Para las vacaciones de invierno, los padres de Lucio habían planea­do un viaje al Brasil. Querían mostrar a Lucio el Corcovado, el Pan de Azúcar, Tiyuca y admirar de nuevo los paisajes a través de los ojos del niño.

Lucio enfermó de rubéola: esto no era grave, pero "con esa cara y brazos de sémola", como decía su madre, no podía viajar.

Resolvieron dejarlo a cargo de una antigua criada, muy buena. Antes de partir recomendaron a la mujer que para el cumpleaños del niño, que era en esos días, comprara una torta con velas, aun­que no fueran a compartirla sus amiguitos, que no asistirían a la fiesta por el inevitable miedo al contagio.

Con alegría, Lucio se despidió de sus padres: pensaba que esa despedida lo acercaba al día del cumpleaños, tan importante para él. Prometieron los padres traerle del Brasil, para consolarlo, aun­que no tuvieran de qué consolarlo, un cuadro con el Corcovado, he­cho con alas de mariposas, un cortaplumas de madera con un pai­saje del Pan de Azúcar, pintado en el mango,y un anteojito de lar­ga vista , donde podría ver los paisajes más importantes de Río de Janeiro, con sus palmeras, o de Brasilia, con su tierra roja.

El día consagrado, en la esperanza de Lucio, a la felicidad tardó en llegar. Vastas zonas de tristeza empañaron su advenimiento, pe­ro una mañana, para él tan diferente de otras mañanas, sobre la mesa del dormitorio de Lucio brilló por fin la torta con seis velas, que había comprado la criada, cumpliendo con las instrucciones de la dueña de casa. También brilló, en la puerta de entrada, una bici­cleta nueva, pintada de amarillo, regalo dejado por los padres.

Esperar cuando no es necesario es indignante; por eso la criada quiso celebrar el cumpleaños, encender las velas y saborear la tor­ta a la hora del almuerzo, pero Lucio protestó, diciendo que ven­drían sus invitados por la tarde.

—Por la tarde la torta cae pesada al estómago, como la naranja que por la mañana es de oro, por la tarde de plata y por la noche mata. No vendrán los invitados —dijo la criada—. Las madres no los dejarán venir, de miedo al contagio. Ya se lo dijeron a tu mamá.

Lucio no quiso entender razones. Después de la riña, la criada y el niño no se hablaron hasta la hora del té. Ella durmió la siesta y él miró por la ventana, esperando.

A las cinco de la tarde golpearon a la puerta. La criada fue a abrir, creyendo que era un repartidor o un mensajero. Pero Lucio sabía quién golpeaba. No podían ser sino ellas, las invitadas. Se ali­só el pelo en el espejo, se mudó los zapatos, se lavó las manos. Un grupo de niñas impacientes, con sus respectivas madres, estaba es­perando.

—Ningún varón entre estos invitados. ¡Qué extraño! —exclamó la criada—. ¿Cómo te llamas? —preguntó a una de las niñas que se le antojó más simpática que las otras.

—Me llamo Livia.

Simultáneamente las otras dijeron sus nombres y entraron.

—Señoras, hagan el favor de pasar y de sentarse —la criada di­jo a las señoras, que obedecieron en el acto.

Lucio se detuvo en la puerta del cuarto. ¡Ya parecía más gran­de! Una por una, mirándolas en los ojos, mirándoles las manos y los pies, dando un paso hacia atrás para verlas de arriba abajo, saludó a las niñas.

Alicia llevaba un vestido de lana, muy ceñido, y un gorro tejido con punto de arroz, de esos antiguos, que están a la moda. Era una suerte de viejita, que olía a alcanfor. De sus bolsillos caían, cuando sacaba su pañuelo, bolitas de naftalina, que recogía y que volvía a guardar. Era precoz, sin duda, pues la expresión de su cara demos­traba una honda preocupación por cuanto hacían alrededor de ella. Su preocupación provenía de las cintas del pelo que las otras niñas tironeaban y de un paquete que traía apretado entre sus brazos y del cual no quería desprenderse. Este paquete contenía un regalo de cumpleaños. Un regalo que el pobre Lucio jamás recibiría.

Esperar cuando no es necesario es indignante

Livia era exuberante. Su mirada parecía encenderse y apagarse como la de esas muñecas que se manejan con pilas eléctricas. Tan exuberante como cariñosa, abrazó a Lucio y lo llevó a un rincón, pa­ra decirle un secreto: el regalo que le traía. No necesitaba de ningu­na palabra para hablar; este detalle desagradable para cualquiera que no fuera Lucio, en ese momento, parecía una burla para los de­más. En un diminuto paquete, que ella misma desenvolvió, pues no podía soportar la lentitud con que Lucio lo desen- volvería, había dos muñecos toscos imantados que se besaban irresistiblemente en la boca, estirando los cuellos, cuando estaban a determinada distancia el uno del otro. Durante un largo rato, la niña mostró a Lucio cómo había que manejar los muñecos, para que las posturas fueran más perfectas o más raras. Dentro del mismo paquetito había también una perdiz que silbaba y un cocodrilo verde. Los regalos o el encan­to de la niña cautivaron totalmente la atención de Lucio, que desa­tendió al resto de la comitiva, para esconderse en un rincón de la ca­sa con ellos.

Irma, que tenía los puños, los labios apretados, la falda rota y las rodillas arañadas, enfurecida por el recibimiento de Lucio, por su deferencia por los regalos y por la niña exuberante que susurra­ba en los rincones, golpeó a Lucio en la cara con una energía digna de un varón, y no contenta con eso rompió a puntapiés la perdiz y el cocodrilo, que quedaron en el suelo, mientras las madres de las niñas, unas hipócritas, según lo afirmó la criada, lamentaban el de­sastre ocurrido en un día tan importante.

La criada encendió las velas de la torta y corrió las cortinas pa­ra que relucieran las luces misteriosas de las llamas. Un breve si­lencio animó el rito. Pero Lucio no cortó la torta ni apagó las velas como lo exige la costumbre. Ocurrió un escándalo: Milona clavó el cuchillo y Elvira sopló las velas.

Ángela, que estaba vestida con un traje de organdí lleno de entre­doses y de puntillas, era distante y fría; no quiso probar ni un confi­te de la torta, ni siquiera mirarla, porque en su casa, según su testi­monio, para los cumpleaños, las tortas contenían sorpresas. No quiso beber la taza de chocolate porque tenía nata y cuando le trajeron el colador, se ofendió y, diciendo que no era una bebita, tiró todo al sue­lo. No se enteró, o fingió no enterarse, de la riña que hubo entre Lu­cio y las dos niñas apasionadas (ella era más fuerte que Irma, así lo afirmó), tampoco se enteró del escándalo provocado por Milona y El­vira, porque, según sus declaraciones, sólo los estúpidos asisten a fiestas cursis, y ella prefería pensar en otros cumpleaños más felices.

—¿Para qué vienen a estas fiestas las niñas que no quieren ha­blar con nadie, que se sientan aparte, que desprecian los manjares preparados con amor? Desde chiquitas son aguafiestas —rezongó la criada ofendida, dirigiéndose a la madre de Alicia.

—No se aflija —contestó la señora—, todas se parecen.

—¡Cómo no voy a afligirme! Son unas atrevidas: soplan sobre las velas, cortan la torta sin ser el niño del cumpleaños.

Milona era muy rosada.

—No me da ningún trabajo para hacerla comer —decía la ma­dre, relamiéndose los labios—. No le regale muñecas, ni libros, por­que no los mirará. Ella reclama bombones, masas. Hasta el dulce de membrillo ordinario le gusta con locura. Su juego favorito es el de las comiditas.

Elvira era muy fea. Aceitoso pelo negro le cubría los ojos. Nun­ca miraba de frente. Un color verde, de aceituna, se extendía sobre sus mejillas; padecía del hígado, sin duda. Al ver el único regalo, que había quedado sobre una mesa, lanzó una carcajada estridente.

—Hay que poner en penitencia a las chicas que regalan cosas feas. ¿No es cierto, mamá? —dijo a su madre.

Al pasar frente a la mesa, consiguió barrer con su pelo largo, en­marañado, los dos muñecos, que se besaron en el suelo.

—Teresa, Teresa —llamaban las invitadas.

Teresa no contestaba. Tan indiferente como Ángela, pero menos erguida, apenas abría los ojos. Su madre dijo que tenía sueño: la en­fermedad del sueño. Se hace la dormida.

—Duerme hasta cuando se divierte. Es una felicidad, porque me deja tranquila —agregó.

Teresa no era del todo fea; parecía, a veces, hasta simpática, pe­ro era monstruosa si uno la comparaba con las otras niñas. Tenía párpados pesados y papada, que no correspondían a su edad. Por momentos parecía muy buena, pero hay que desengañarse: cuando una de las niñas cayó al suelo por su culpa, no acudió en su ayuda y quedó repantingada en la silla, dando gruñidos, mirando el cielo raso, diciendo que estaba cansada.

"Qué cumpleaños", pensó la criada, después de la fiesta. "Una sola invitada trajo un regalo. No hablemos del resto. Una se comió toda la torta; otra rompió los juguetes y lastimó a Lucio; otra se lle­vó el regalo que trajo; otra dijo cosas desagradables, que sólo dicen. las personas mayores, y con su cara de pan crudo ni me saludó al ir­se; otra se quedó sentada en un rincón como una cataplasma, sin sangre en las venas; y otra, ¡Dios me libre!, me parece que se llama­ba Elvira, tenía cara de víbora, de mal agüero; pero creo que Lucio se enamoró de una, ¡la del regalo!, sólo por interés. Ella supo conquistarlo sin ser bonita. Las mujeres son peores que los varones. Es inútil."

Cuando volvieron de su viaje los padres de Lucio, no supieron quiénes fueron las niñas que lo habían visitado para el día de su cumpleaños y pensaron que su hijo tenía relaciones clandestinas, lo que era, y probablemente seguiría siendo, cierto.

Pero Lucio ya era un hombrecito.

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***GENTILEZA EDITORIAL EMECÉ.
"Las invitadas" pertenece al libro del mismo título, publicado en 1961

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