El mundo, según Abelardo Castillo: "A pesar de todo, el hombre tiene una gran capacidad de reconstrucción"

Esta semana murió uno de los más grandes narradores argentinos. En esta entrevista de 1999, es posible rastrear sus gustos, sus obsesiones, su modo de encarar la literatura y también aquello que lo preocupaba entonces de la realidad social y política.

Ilustración de Jaime Clara

Nota para el lector: Esta entrevista fue realizada en el año 1999.

Shakespeare cuidó caballos en la puerta de un teatro. O´Neill hombreó bolsas en el puerto de Buenos Aires. Camus fue arquero de fútbol. Twain buscó oro en las orillas del Mississipi. Borges y Bioy Casares escribieron un folleto acerca de las virtudes del yogur. Nabokov cazaba y coleccionaba mariposas. Entonces, ¿por qué razón Abelardo Castillo no fue cura ni boxeador, como parecía estar escrito?

Se lo pregunto a las cuatro de la tarde, en una casa antigua de dos plantas, cerca de un tablero de ajedrez, mientras la bullanga de un acto político quiere atravesar las paredes.
Me contesta con voz ronca y humosa: "Me gustaba boxear. Me encantaba. Pero no me gustaba entrenarme. Es durísimo: rigor sexual, rigor en la dieta…".

–Usted es jugador de ajedrez de primera categoría y ha vencido a más de un notorio maestro. ¿Prefirió el sosiego del tablero a la violencia del boxeo?

–No crea: el ajedrez es más violento que el boxeo. Si un boxeador mata a otro sobre el ring, llora, se desespera. Pero si un ajedrecista muere poco después de terminar una partida, al rival no le importa nada.

–En cuanto a ser cura…

–Tuve una intensa etapa mística. Hasta los catorce años pensé muy seriamente en ser sacerdote. Pero la fe se retiró de mí. Dejé de creer. ¿Por qué? Leyendo a Descartes, me dije que si Dios necesitaba ser demostrado, no era el Dios en el que yo creía. Pero sigo siendo un espíritu religioso.

–¿Se puede?

–Sí. Se puede ser cristiano sin creer en Dios. El cristianismo es una ética y una manera de concebir el mundo. Por ejemplo, exige la caridad: un precepto que nadie cumple (yo tampoco…). San Mateo dice: "Si lo das todo menos la vida, has de saber que no diste nada". Ser un buen cristiano es muy difícil…

–Bolilla dos: literatura. En estos días hay una sacralización del escritor. Lo pasean como un toro campeón. Quieren saber cómo escribe (no qué: eso parece importar menos), cómo duerme, qué ropa prefiere, etcétera. El escritor como tótem más allá de su obra… Vamos a contrario sensu: ¿qué detesta que le pregunten?

–"¿Qué está escribiendo ahora?" Porque si uno no está escribiendo, siente un gran complejo de culpa, de modo que esa
pregunta lo obliga a mentir.

–¿Otra?

–"¿Cuál es el último libro que leyó?" No hace mucho, yo estaba leyendo los diálogos de Platón. Pero me dio vergüenza confesarlo: sonaba enfático, soberbio…

–Bolilla tres: vida privada. Usted fumó más cigarrillos que Mailer (si eso fuera posible), y tomó casi tanto alcohol como Hemingway, Poe o Lowry. ¿Cómo escapó?

–Del cigarrillo, con la pipa. Del alcohol no escapé. No tomo una gota desde hace veinte años, pero soy un alcóholico. No se necesita beber para serlo.

–Algunos lectores le agradecerán esa etapa: le dictó su novela El que tiene sed.

–Sí. Es casi autobiográfica. Aunque tuve que quitar, mitigar, amainar mucho, porque ciertas escenas hubieran parecido, de tan espantosas, inventadas. Sin embargo, fueron experiencias reales.

–En sus consejos a los jóvenes escritores, dice: "Podrás beber, fumar o drogarte. Podrás ser loco, homosexual, manco o epiléptico. Lo único que se necesita para escribir buenos libros es ser un buen escritor. Eso sí: te aconsejo no escribir drogado, ni borracho, ni haciendo el amor, ni con la mano que te falta, ni en la mitad de un ataque de epilepsia o de locura". ¿Lo sostiene?

–Sí, claro. Escribir haciendo el amor o comiendo sería muy divertido, pero imposible.

–De paso, y aunque forme parte de las preguntas detestables, ¿qué más les aconsejaría a los jóvenes escritores?

–No adjetivar en orden decreciente: "Era una montaña titánica, enorme, alta". No describir sino lo esencial: la posición de un pie, en casi todos los casos, es más importante que el color de los zapatos. La gente, en general, tiene cara, no rostro. No asciende las escaleras, sube por ellas. No penetra en las recámaras: entra en los dormitorios. Hay que ahorrar: si lo que viene al galope es un jinete, no hace falta el caballo. La inversa no se cumple: la palabra caballo viene misteriosamente sin jinete. Tolstoi escribió siete veces Guerra y paz; Stendhal terminó Rojo y negro en cincuenta días. El único problema es cómo se las arregla uno para ser Tolstoi o Stendhal. Etcétera…

–Cierta pasión nativa por el escalafón asegura que, muertos Borges y Bioy Casares, usted ascendió a la categoría de mejor escritor argentino. ¿Qué opina?

–En este país, si uno vive lo suficiente, llega casi a cualquier cosa. Rozenmacher era un cuentista notable. Pero se murió prematuramente, y hoy casi nadie lo recuerda. Recuperar a Arlt costó mucho trabajo. Borges fue durante mucho tiempo un escritor secreto, lo mismo que Bioy. Además, Borges fue muy discutido por el nacionalismo, que en general, en la Argentina… viene con zeta.

–Los lectores no me perdonarán omitir esta pregunta: ¿su mejor anécdota con Borges? Queda hecha.

–Yo tenía veinticuatro años. Fui a verlo a la Biblioteca Nacional. Cerró todo: me puso en su mundo de tinieblas. Le pregunté qué pensaba de Sartre. Me dio una respuesta brillante: "Bueno, no suelo pensar en Sartre". Claro: no le pregunté qué opina, sino qué piensa…

–Usted acaba de publicar una novela: El Evangelio según Van Hutten. La editorial es Seix Barral, que lo contrató en lo que –dicen– fue el pase literario del año. ¿Qué es El Evangelio…?

–Un arqueólogo uruguayo encuentra un Evangelio que contradice el canon de la Iglesia: es de Juan, está escrito en arameo –la lengua de la Biblia–, y muestra a un hijo de Dios subversivo y muy humano. Punto: no me haga revelar más.

Castillo fue maestro de generaciones de escritores

–Hábleme de su padre, Castillo. Sé que le importa.

–Mucho. Mi padre y mi madre se separaron cuando yo tenía ocho años. Me quedé con él. Se murió en el noventa y tres. Había sido boxeador y entrenador de boxeadores. No tomaba, no fumaba, no escribía –algo bastante saludable–, volvió a casarse a los ochenta y tres años (yo fui el padrino), no fui a su velatorio, y ni siquiera sé dónde está enterrado. Tenía un gran sentido estético: era un poeta hasta en el modo de cuidar su jardín. Y me dio una gran libertad. Frente a un dilema, me decía algo muy sabio: "Vos sabrás lo que tenés que hacer". Lo quise mucho. Perderlo fue un gran golpe.

–Hace un rato hablábamos de cierto frenesí por interrogar a los escritores sobre cuanto sucede en el cielo y en la tierra…

–Sí. Pero lo peor es que la mayoría de las preguntas son frívolas, triviales: nos preguntan qué opinamos de la minifalda, o cosas peores.

–Le propongo un contraveneno: hable en serio de lo que más le preocupa.

–Después de la caída del Muro de Berlín, que para mí no fue importante: era artificial desde antes de caerse, y del derrumbe de los países del Este, quedó una sola manera de concebir el mundo. Una manera imperial. No hay equilibrio ni correlación de fuerzas: todo lo dice un solo poder. Antes, las dos potencias se miraban con desconfianza. En cambio hoy…

–Alguien podría sospecharlo un nostálgico del comunismo…

–Soy enemigo del comunismo autoritario. Pero creo que el socialismo, el anarquismo y el cristianismo son la misma cosa.

–¿Qué ve en el futuro?

–Que la extensión de la crisis de los Balcanes puede llevar a una verdadera guerra mundial. Digo verdadera, porque las otras no lo fueron. Que hay una nueva era, pero sólo para los países privilegiados. Que la amenaza nuclear sigue: no hay arma que no haya sido usada… Que habrá crisis de alimentos. Que el agujero de ozono es una tragedia. Y que todo está agravado por la idea del fin del milenio, que siempre es sombría.

–Pesimismo absoluto.

–No. A pesar de todo, el hombre tiene una gran capacidad de reconstrucción. Si mi casa se incendia, ese vecino con el que nunca nos saludamos me ayuda a apagar el fuego. Y si se quema su casa, yo hago lo mismo. Al fin y al cabo, lo que nos permitió sobrevivir es una esencial idea comunitaria. Hoy, salvar a un delfín, a un pingüino, a una planta, no es una anécdota poética. El hombre comprendió que es parte de la naturaleza. Que no está fuera de ella. Y en ese cambio tienen mucho que ver las mujeres. Ellas tienen una relación más fuerte y más íntima con lo natural, lo vital, lo esencial.

–Entonces, ¿las mujeres pueden salvarnos?

–Sí. ¡Las mujeres son extraordinarias!

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