Los ojos de las ratitas y una novela de McEwan

Por Luciano Olivera

La buena literatura también puede dispararnos hacia el pasado y la memoria más emotiva. Hay recuerdos que se creían perdidos y regresan a partir de una frase o una historia, como en esta nota

El narrador de “Cáscara de nuez” es un feto.

Son las seis de la mañana acá en el campo. Un arquero se estira mil veces y mil veces rechaza los mil corners que le dispara el equipo contrario, desesperado por hacer un gol que lo clasifique a la próxima fase de la Copa Libertadores. El árbitro se lleva el silbato a la boca, parece que va a pitar el fin pero no, señala la esquina, autoriza una ejecución más. Última bola de la noche. Miro fijo hacia el área. Algo pasa con los atacantes, se transforman en ratas. Algo pasa con el arquero, ahora es gato. Cuando la cabecita de uno de los roedores impacta la pelota y el michifuz alza las garras desesperado por mantener la valla invicta, me despierto. Son las seis de la mañana, anoche vi fútbol -nos dieron mil corners y no metimos ni uno-. Ayer fui hasta el monte a buscar leña. No tardé en encontrar unos troncos que me servían y cuando moví el primero, asusté sin querer a una una familia de cuises que corrió entre mis pies en busca de otro refugio. Son las seis de la mañana y no sé si me despertó la angustia del sueño que se puso asqueroso o mi gato Pancho rascando la puerta del cuarto. Tampoco sé si ser tan obvio con lo que pasó ayer y mi inconsciente.

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Todavía no amanece en Cañuelas. Me levanto sin hacer ruido, lavo un poco mi cara de insomne y pongo a calentar el agua para el primer mate. En la ciudad me da acidez, acá no. Voy al living, atizo el rescoldo en la chimenea, agrego un poco de leña -más por facha que por frío- y vuelvo al libro que me tiene atrapado: Cáscara de Nuez. McEwan despliega un juego extraño. La madre y el tío de un bebé son amantes recientes y planean la muerte por envenamiento de John, el padre de la criatura. Trudy lo quiere muerto pero duda, Claude le dice "ratita" y la seduce. El hermano intruso propone el método, la esposa adúltera lo acepta. Van a liquidarlo, a sacarlo de sus vidas y -de paso- a quedarse con la mansión.

La trama podría ser la de cualquier novela negra si no fuese porque el relator, el narrador que nos cuenta todo, es un feto. Ya colocado en el ducto final, cabeza abajo y listo para el desacople, escucha a través de la piel de la madre como ella se transforma en una posible asesina, como su tío sólo piensa en libras esterlinas y como su padre se asoma a la cicuta. Teme quedar a la merced de una pareja de asesinos estafadores, se imagina mamando entre barrotes y no quiere. Por ahí es más o menos donde me dormí anoche y por donde voy a retomar ahora, pero todavía no porque me acuerdo de algo.

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Vamos en el Expreso Cañuelas, el 51, de vuelta para Lomas de Zamora. Rojo como mi club, arranca en Constitución y termina allá en el lejano sur de la provincia, muy cerca del campo donde ahora recuerdo. Pasé todo el día en lo de mis tíos, los que viven en San Telmo. Comí, jugué, corrí palomas en el parque Lezama. A la tardecita fui a tomar el "té alto" a esa confitería de Rivadavia que tanto le gusta mi tía y que tanto desprecia su marido. Ahora es de noche, el Cañuelas se acuna sobre el empedrado de Pavón y yo, sentado sobre la falda de mi madre, apoyo mi oído en su pecho. Amo escuchar la voz que le sale profunda de la caja torácica y va derecho a mi cabeza. No hay nada en el medio que nos separe, pienso en quedarme así para siempre. Escucho retazos de la charla. Mamá susurra, suena escandalizada, se las agarra con ese hombre que hoy a la tarde cruzó medio salón de "Las Violetas" para saludar a la mesa en general y a mi tía en particular. Papá asiente, dice que el tipo lo asusta y mamá devuelve la pared con un "obvio, cómo no te va a dar miedo con esa cara de ratita. No entiendo qué le vio tu hermana. Para mí que sólo quiere quedarse con la plata. Saludarla así adelante de Ernesto, qué desvergonzado…". Mejor me duermo porque no entiendo de qué hablan. Mañana jugamos con la Unión Española y papá juró que me va a llevar por primera vez a la Doble Visera.

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Ya clarea en el campo. Me cebo un mate y abro a McEwan. Vuelvo unas páginas para atrás porque no encuentro hasta adonde leí anoche. Ahora tampoco sé bien qué fue lo que soñé hace apenas un rato. Es curioso. Unos párrafos más arriba me lo acordaba perfecto.

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