El sábado trascendió la muerte del poeta que llevaba como nadie la poesía creada en la ex Unión Soviética al resto del mundo. El poeta y periodista Jorge Aulicino lo recuerda así.
Evgueni Evtushenko era para muchos de los poetas argentinos de los años setenta el poeta for-export de la Unión Soviética, el poeta de la política de deshielo de Krushev. Un equivalente de Pablo Neruda en Chile. De Armando Tejada Gómez en la modesta escala argentina. Esto es, el poeta del Partido, si no en la forma, en la intención: una poesía de masas, de "calidad", claro, pero ideológicamente binaria. Realismo socialista reelaborado, adaptado a condiciones cambiantes del propio socialismo, pero esto sí, multicolor, llamativo.
Sin embargo, cuando mirábamos el librito que José Luis Mangieri había traducido para su sello editorial La Rosa Blindada, la poesía de Evtushenko nos parecía, me parecía, más adusta, más sincera. Las tapas eran naranjas y negras, con la silueta de un toro. Buscábamos las razones del título en los propios poemas. Y las encontrábamos. Se trataba de la biografía de un hombre que era muy chico durante la Revolución de Octubre, que había crecido durante el estalinismo, que se había perdido la edad heroica y se había formado durante la guerra caliente y la guerra fría. Un hombre que quería decir que a pesar de eso en la Unión Soviética tenía algo que hacer, algo que debatir, algo que construir. Eso decía esa voz que, en el reflejo lejano de una traducción, evocaba cierto intimismo, al estilo Pasternak.
En los 50, antes de ser el poeta de la nueva URSS, había sido expulsado del Instituto Gorki de Moscú por su defensa pública del escritor disidente Vladímir Dudíntsev. Ese fue su pasaporte hacia el deshielo.
En los sesenta y setenta, hacía poesía para leer en los estadios. Convergía así con un poeta beatnik, con Allen Ginsberg, sólo que uno era un desesperado de la destrucción y el otro traslucía la transparente comodidad de una especie de clase media revolucionaria moscovita.
Lo conocí en los años ochenta en un recital que dio en la Sociedad Argentina de Relaciones Culturales con la Unión Soviética (SARCU). Era un tipo muy alto y corpulento, un eslavo verdadero, que se vestía con la tradicional camisa bordada rusa y una gorra colorida. A su voz le quedaba chico ese salón del SARCU. Me acordé de versos de Maiacovski, de quien se lo señalaba como "continuador". Una sorda angustia le faltaba, como aquella que le dictó al poeta futurista "el Partido es lo único que jamás me traicionará". Se pegó un tiro, no por el partido, sino por su enorme desolación. Pero, como Evtushenko, era "una fábrica de versos".
Me acerqué al siberiano y le dije que era periodista de un diario y quería solo hacerle dos o tres preguntas sencillas. Me miró, debo decirlo, con una mirada honesta. Era igual a lo que decía. Pero era, como los rusos, latino: un colega dijo a mi lado que yo también era poeta, y el coloso me abrazó, me besó… y me levantó unos treinta centímetros del piso.
Un poema de Evtushenko
La abuela
Meditando en los años
recuerdo
cómo los hogares vivieron esperando,
cómo las tormentas del cuarenta y uno
se abatieron sobre la pequeña estación Zimá.
No me cayó, por cierto,
el maná del cielo.
Por aquel tiempo
me congelaba
aguardando en las colas.
Mamá estaba en el frente
y yo vivía solo con mi abuela
que era una autoridad del soviet local.
Cubierta la cabeza con su viejo pañuelo,
botas de hombre,
capote militar
y un viejo portafolios bajo el brazo.
Abarcando toda la maldad del mundo
me hablaba con odio
de un desertor capturado
y de los que robaban
el cereal.
Su palabra asustaba
cuando la saludaban,
y por algo le huía
el borracho contable.
Pero a veces,
a la hora de la breve pausa,
comenzaba de pronto a cantar
mientras avivaba el fuego.
Junto con mi banda de la estación Zimá
me sentaba con mis compañeros.
Ella contaba con voz alegre y doliente,
con una ansiosa lejanía en los ojos,
de huelgas,
de victorias,
de luchas clandestinas,
de cárceles
y amigos fusilados.
Furiosa la tormenta golpeaba la ventana,
pero,
quitándose los lentes
montados en carey,
nos cantaba suavemente
sobre la gran batalla final.
Le hacían eco
y brillaban asombrados
los ojos de la impaciente compañía.
En Siberia los chicos cantaban la "Varsoviana"
y los alemanes
se retiraban de Moscú.
Evgeni Evtushenko, No he nacido tarde, Ediciones La Rosa Blindada, Buenos Aires, 1967
Traducción de José Luis Mangieri
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