Pequeñas historias de la Historia argentina

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Anticipo de la reedición del clásico libro de Daniel Balmaceda Oro y espadas, un viaje a la Buenos Aires de los siglos XVI, XVII y XVIII adonde el lector llega de la mano del historiador a través de anécdotas narradas con gracia y soltura

Nueva tapa del libro clásico de Daniel Balmaceda
Nueva tapa del libro clásico de Daniel Balmaceda

EL TRÁNSITO PORTEÑO Y LA PRIMERA MULTA

Las huellas de las pesadas carretas dañaban las calles, convirtiéndolas en pantanos si llovía. Y cuando en 1620 un paisano y su caballo se ahogaron en la actual Rivadavia entre San Martín y Florida, el gobernador Diego de Góngora decretó la prohibición de circular por el "microcentro" aldeano. Lo hizo ordenando colocar troncos atravesados en todas las esquinas situadas en un radio de tres cuadras de la Plaza Mayor.

También se preocupó por el estacionamiento de los caballos. Prohibió que se los dejara en las puertas de las pulperías porque a veces eran tantos, que terminaban taponando la calle y generando lo que en aquel tiempo sería un caos de tránsito. Pero además los animales llenaban de bosta esas esquinas —sitio habitual de las pulperías—, que se transformaban en un chiquero inmundo, punto de reunión de moscas, y ocasionando más y más olores nauseabundos.

Una tarde, el propio gobernador circulaba por la ciudad y vio un caballo mal estacionado y haciendo sus necesidades. De inmediato ordenó secuestrar al animal y multar al propietario. Es decir que Jenario Romero, dueño del caballo en infracción, fue el primer multado por mal estacionamiento.

Y, además, el primero que vio cómo a su pingo se lo llevaba la grúa, que en esa época era otro caballo.

El pobre Jenario Romero había llegado desde las cercanías de Luján, donde vivía con su mujer y sus doce hijas. El hombre cometió el pecado de parar a tomar algo, luego de hacer setenta kilómetros a caballo. Además, la pulpería era un ámbito donde él podía estar con hombres, si tenemos en cuenta que convivía con trece mujeres. De todas maneras, no quedó de a pie en Buenos Aires, ya que se dirigió al Fuerte y pagó para recuperar su animal y regresar a Luján. La multa estipulada por el Gobierno no era en dinero, sino en especie: Jenario pagó con una gallina —que obtuvo mediante trueque con un vecino— la infracción cometida.

 

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EL VIRREY ARREDONDO Y SU BATALLA CONTRA LOS PERROS

 

Luego de cinco años de rabiar tanto contra los corruptos como contra los que le rogaban que empedrara al menos una cuadra, el "Bicho colorado" Loreto se preparaba para dejar el cargo. La llegada del nuevo virrey se anunciaba para diciembre y por ese motivo fue necesario organizar todos los aspectos protocolares en cada escala que hiciera, entre ellas, Luján.

En medio de los preparativos, una noticia proveniente de dicha ciudad sacudió a los porteños. Esta vez no se trataba de otro megaterio, sino del nacimiento de los primeros trillizos del Plata. Trillizos del Plata, y no de oro, más bien de cobre, ya que la madre era la parda Paula, una criada de considerable tamaño. Ocurrió el 31 de octubre de 1789 a las tres de la tarde. Vinieron al mundo una niña y dos varones, y provocaron que Loreto enviara un emisario para que, además de concretar con las autoridades de Luján los temas protocolares, se pegara una vueltita por la casa del maestre de campo Manuel de Pinazo, donde servía la parda Paula, viera el fenómeno con sus propios ojos y regresara con los detalles del suceso.

Fue lo último que ocurrió durante el mandato del "Bicho colorado" y entonces llegó a Buenos Aires —en una carroza tirada por seis mulas y precedida por dos negros que tocaban cornetas— don Nicolás Antonio de Arredondo Pelegrin Haedo Zorrilla de San Martín y Venero. El virrey Arredondo, claro.

Arribó desde Córdoba, con escalas en Cañada de la Cruz, Luján, Morón y Chacarita. Venía acompañado de sus dos hijos y de su mujer, la virreina Josefa Mioño, cuyo humor demostraba que mucho no le apetecía la idea de vivir en este rinconcito del planeta. No bien llegaron, mientras Arredondo recibía los saludos de los VIP locales —ceremonia conocida con el nombre de besamanos, ya que todos desfilaban para besarle la mano al virrey—, la señora "se retiró a sus aposentos, pues expresó que no le gustaba el trato con los señores de la corte". Las porteñas, que le habían preparado una bienvenida a la Primera Dama, debieron volver a sus casas, desilusionadas. Por el contrario, don Nicolás era muy sociable. Le gustaba celebrar reuniones. Todos los miércoles y domingos por la noche, lo más destacado del vecindario concurría al Fuerte, donde tomaban unos copetines y escuchaban música, a pesar del fastidio de doña Josefa. Conciertos en vivo a cargo del maestro Antonio Beliz y sus catorce músicos. También era fanático de las corridas de toros y jamás se perdía una.

Nicolás Arredondo otorgó el primer indulto: fue concedido a contrabandistas, en 1791. Por otra parte, debido a la escasez de producción de tabaco en Paraguay, importó por medio de un testaferro doce toneladas del Brasil, además de mil criados, lo que le valió un reto de Carlos IV, el Cazador, porque por más que haya querido remediar problemas de abastecimiento, era un caso claro de contrabando.

Gobernó seis años y le tocó enfrentar una curiosa plaga de loros que invadió la ciudad. Arredondo gravó los vicios —alcohol, yerba y dulces— y la emprendió contra una nueva plaga, que no era la de loros sino la de perros. Ordenó que se mataran los "cimarrones" y que "los falderos" —el documento los menciona de esa manera— debían ser guardados en las casas, para evitar confusiones. El Cabildo de Soriano (Uruguay), donde el padre del general Belgrano tenía una pulpería, fue más allá y ordenó que cada hacendado llevase diez rabos de perro por mes al Ayuntamiento. Quien no cumplía, pagaba una multa. A los hacendados pequeños se les exigía la mitad: cinco colas por mes.

Buenos Aires sintió una brisa de prosperidad con Arredondo, pero no mucha. Por otra parte, el aseo de la ciudad no pasaba por su mejor momento. Adentro de la cárcel, al lado del Cabildo, se criaban cerdos y carneros, cuyo instinto animal era por demás atendible. No así el de algunos porteños que rondaban por la noche: hubo que decretar que el mayordomo del Cabildo se mudara y viviera en el edificio, debido a que todas las mañanas las paredes del Ayuntamiento presentaban señales de haber sido usadas como baño público.

 

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