En las últimas décadas, Javier Daulte se convirtió en una de las voces centrales en el teatro. Tanto sus obras como las adaptaciones de textos de otros autores que dirigió lo instalaron como una referencia ineludible en el panorama hispanoamericano. En Buenos Aires y en España se montaron con reconocimiento y éxito piezas a las que Daulte les imprimió un estilo propio. Obras como Criminal, La escala humana, Proyecto Vestuarios, Personitas o sus adaptaciones de William Shakespeare dejaron una marca en los espectadores.
Autor también de ficción para televisión, Daulte muestra una nueva cara: publica su primera novela. El circuito escalera es el título del libro que Alfaguara distribuye por estos días y que se presentó el jueves pasado en la Biblioteca Nacional.
Se trata de una novela coral donde los personajes ingresan capítulo a capítulo con una voz narradora que le cuenta al lector mucho más de lo que ellos mismos conocen. Walter es un director de teatro y televisión al que las cosas le han ido bien, pero que a sus 44 años se hace un replanteo de la vida. Está en pareja pero divorciado de Marina, que, junto con el hijo de ambos (Martín, un joven que ingresa a la adolescencia), encara unos días de vacaciones en Brasil. En dos planos paralelos, a padre e hijo les sucederán cosas que darán comienzo a una historia que indaga en las relaciones humanas, en los secretos familiares y en las dudas existenciales, al tiempo que se edifica en un mundo que Daulte conoce a la perfección: el del teatro y el arte en Buenos Aires.
—La novela se abre con un agradecimiento a su madre, que "sin darse cuenta me enseñó a contar historias". ¿Le gusta definirse así, como un contador de historias?
—Sí, esto es algo que pude definirlo y pensarlo no hace tanto tiempo, con esta cosa que me decían: "¿Qué sos? ¿Dramaturgo, guionista, director?". Son distintos accesos, distintos soportes y lenguajes para contar una historia y una historia en un lenguaje no es la misma que en otro. Indagar los lenguajes narrativos es algo que me define.
—Su teatro se ha caracterizado por ser muy literario y si uno se detiene en eso, puede pensar que el camino natural era que en algún momento publique narrativa. ¿Está de acuerdo?
—No, nunca sentí que fuera literario mi teatro. Acepto la apreciación pero cuando escribo teatro —y habría que definir qué es para uno literatura—, escribo palabras para ser dichas, es muy diferente de cuando uno escribe palabras que van a ser sólo leídas. Te diría que en el teatro más que literato soy músico, hay una cuestión de la música de las palabras que me importa, quizás casi igual que los contenidos de esas palabras. Hay veces que estoy trabajando con una obra y digo: "Vos acá tenés una conversación, después veremos qué es lo que decís, pero vos tenés que hablar en este volumen de voz". Hay una cuestión de musicalidad que también la narrativa la tiene.
—La novela tiene una reflexión que la atraviesa vinculada con esa edad entre los 40 y los 50 que creo que estaba también presente en su obra Personitas, donde había personajes que tenían esa edad y también pensaban sobre eso. ¿Ve un diálogo entre ambos textos?
—Siempre las preguntas del autor están en relación con la edad en la que está escribiendo. Ahora que me dijiste Personitas no lo pensaba, nunca lo relacioné, pero cuando me hablas del período de la vida del protagonista, también pensaba que en espejo está ese otro período de los 13 a los 19 que tiene su hijo. Son dos momentos de la vida donde todo puede cambiar. En Personitas, están estos adultos contrastados con esta niña, Elenita, que tiene que ver con el fin de las ilusiones para los adultos y, sin embargo, en la niña esto no tiene fin. El hecho de creer y tener una ilusión, que algo absolutamente mágico es capaz de conmovernos.
—¿Por qué eligió contar esta historia en una novela?
—Ponerme a escribir una novela me abrió un camino indagatorio, la novela es un viaje interior muy particular, uno está atravesado por esa historia durante mucho tiempo que es la redacción de una novela que se equivale bastante al viaje que hace el lector cuando se deja acompañar por una novela durante un período de tiempo. Al comienzo de la novela, dice Walter, no se resignaba a que la vida no fuese una permanente aventura y creo que esa es la llave de contacto del motor de la novela: alguien que tiene 44 años, que más o menos le ha ido bien, está con el trabajo que le gusta, está con la mujer que cree amar, su hijo está bien, puede irse de vacaciones con una cierta tranquilidad económica y ahí se hace la pregunta: "¿Y ahora qué? ¿Qué tiene la vida para mí cuando ya está todo más o menos hecho?". Que es la pregunta que aparece en la sociedad de bienestar después de los 40, cuando hay un momento para pensar en el problema de la felicidad. A veces cuando estamos más atorados por lo económico y porque no nos sale lo que queremos y por las frustraciones o por los grandes objetivos que necesitamos que se cumplan, no estamos en condiciones de hacernos esa pregunta porque creemos que la solución a esos problemas es la felicidad. Pero cuando se resuelven, uno se da cuenta de que la pregunta sobre la felicidad es existencial.
—Es el momento bisagra, esa etapa que está en la mitad de la vida, donde uno mira para atrás y se replantea cómo seguir.
—Sí, en la novela la relación de este personaje protagónico con su hijo que es un adolescente y no por nada la novela ocupa un período de años que van de esa adolescencia hasta que este hijo se hace mayor de edad, lo que ocurre en ese vínculo es lo que le da el título a la novela, el circuito escalera, que es una manera muy particular de vincularse. Mientras al hijo le están pasando cosas muy terribles al comienzo de la novela, el padre no sabe nada pero sin embargo a él le está pasando algo casi similar. Pero en el caso del padre él lo provoca y en el caso del hijo es víctima de esos hechos tan traumáticos.
—Es cierto que al hijo le pasan cosas tremendas. Sin embargo, él parece ser el sostén de equilibrio entre sus padres y es quien mejor percibe las cosas que ocurren.
—Sí, Martín está muy preocupado por sus padres y que estén bien o que por lo menos no sufran por él, que no se preocupen en exceso, quizás yo era así también en mi adolescencia. Martín oculta, no cuenta nada de lo que le pasa, nunca lo cuenta a sus padres y ellos no sabrán nunca lo que le pasó. Esto puede sonar extraño, pero todos guardamos secretos, a todos nos pasa que no sabemos cuál es el sentido de contar tal o cual cosa y, a pesar de eso, nos vinculamos con gente que creemos conocer muchísimo y nunca vamos a terminar de conocerlas. Hay algo ahí que es justamente lo que vuelve misteriosas a las relaciones humanas, apasionantes y vale escribir a partir de ellas.
—En particular los secretos familiares, que están presente en todas…
—Una familia sin secretos no es una familia, nos guste o no. Hay casos más perversos, más patológicos y después está lo que a todos nos pasa, a veces creemos que no vale la pena decirlo. Hay un momento de la novela en el que Walter cree entender lo que pasó en Brasil en aquel entonces, pero ya pasaron varios años y Marina le dice: "¿Ahora te vas a preocupar? Si hubo un problema, ya lo resolví, ¿por qué no me lo dijiste en su momento?". Creo que cuando los grandes secretos emergen a la luz, ya no tienen demasiada importancia.
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—Es uno de los planos, el principal, de la novela, pero creo que existe otra capa que es el escenario de la novela, que es el mundo del teatro y la televisión que usted conoce muy bien. ¿Por qué lo planteó así?
—El hecho de que el protagonista tenga una profesión como la mía, que se mueva en un universo que yo conozco muy bien, esa autorreferencia tiene que ver más como una suerte de paisaje de fondo, lo que les pasa a los personajes le podría pasar a cualquiera. Que Walter trabaje en televisión y en teatro y que sea amigo de famosos y eso no es una novedad, está instalado desde el minuto cero y termina siendo un mundo como cualquier otro.
—Es cierto, pero usted desarrolla un personaje muy atractivo y que expresa mucho de lo que en ese mundo ocurre y que no está vinculado con el éxito sino, por el contrario, con el deseo de ser, trascender y de poder encontrar alguna vez un rumbo, como es el caso de Mofe.
—Es como una especie de antítesis, el negativo del protagonista, el que tenía los mismos sueños y todo lo hizo realmente muy mal. A mí me resulta muy curioso porque, al ser todos personajes inventados, los pienso y mucha gente me habla de ellos como si realmente existiesen. Es muy lindo eso, de hecho cuento toda su historia y hablo de dónde nació y creció, que son lugares que escasamente sé dónde quedan en el mapa, pero que forma parte de nuestra idiosincrasia de todo lo que constituye nuestro mundo burgués de hoy en día en Buenos Aires; donde todos conocemos un Mofe: viene de un pueblito perdido de Córdoba, cómo se las ingenió y sobrevivió a todas las frustraciones de llegar a Buenos Aires y que le vaya mal. Con Mofe pasa algo, es justamente con quien el protagonista reflexiona sobre esto de: "¿Será posible que todos vivamos engañados?", porque cuando la madre de Mofe viene por las circunstancias trágicas que lo envuelven, él dice que ella va a pensar que Mofe es lo que todos dicen que es y yo sé que no es verdad. "¿No seré yo también víctima de un engaño y que todo lo que yo creo, en realidad, alguien sabe la verdad, la verdadera versión?". De eso también habla mucho la novela: de nosotros desconocer por completo la realidad que nos circunda. En El circuito escalera el que sabe la verdad es el lector.
—Ese es un buen punto. ¿Por qué tomó esa decisión formal de darle al lector mucha más información que a los personajes y que estos vayan enterándose de a poco?
—Y muchas veces no se enteran de nada y la novela reflexiona sobre eso, es decir, hay un momento en que Walter se despierta en el medio de la noche en el mismo momento en que su hijo está otra vez en Brasil y le está ocurriendo equis cosa. La novela dice: "Esto no es por casualidad, esta conexión existe, pero ninguno va a saber de esa simultaneidad y si lo supieran, no van a saber de eso", el único que puede encontrarle una gracia a esas conexiones es el lector.
—Como en los planos diferentes del cine.
—Claro, sí, la posibilidad que nos da la narrativa con el relato paralelo, que es algo que pude explorar en la novela más que en otros formatos, es que aparezca con mucha claridad el efecto metonímico del relato. Es decir, que no solamente lo que un capítulo me cuenta tiene ese significado, contenido y desarrollo sino que también el hecho de estar antes o después de otro capítulo le da otro significado. En toda la novela, en cada capítulo cada personaje se vuelve protagónico y el resto se vuelve secundario. En un momento lo dice un personaje: "Todos somos personajes secundarios en la vida de los demás". Creo que cuando nosotros vivimos, somos protagonistas de una vida donde los demás son personajes secundarios, en la novela el lector que se puede ir identificando con cada uno puede ser todas esas personas que son protagonistas en un capítulo y son personajes secundarios en otro.
—Le agrego algo más para que me diga si está de acuerdo: usted va presentando a los personajes como en la escena teatral, van subiendo al escenario de a uno, toman su papel y se hacen a un lado para que suba el otro.
—Puede ser, es cierto eso, ahora que lo decís lo pienso… Llega un momento en que, y esto pasa en el teatro y en las ficciones, uno va presentando los personajes, los va poniendo en situación y el lector o el espectador los va conociendo y llega un momento en que el lector tiene que saber cómo piensan los personajes sin que te lo diga el autor. Si eso no pasa, es que no estaban vivos los personajes, no eran verosímiles.
—¿El teatro El auténtico, que aparece en la novela, tiene algo de su propia experiencia en El Payró?
—Yo pasé por muchos lugares en mi formación y sin duda tiene un poco de todos, hay algo de esos lugares de formación, de otros lugares en San Telmo donde empecé muy de adolescente. Tomé un poco de todo.
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