Cuentos crueles sobre el mito de la felicidad

En su debut literario, “Fiestas sísmicas” (Textos intrusos, 2016), Rocío Cortina crea siete historias que llevan al lector a las febriles costas de lo cotidiano donde los personajes -narrados en un tono realista y sólido- se tropiezan con la intesidad de sus vidas monótonas

Fue María Moreno quien dijo que las nuevas generaciones, al no vivir una época estrictamente conflictiva –como fue en otros tiempos la lucha armada, las guerras, la liberación sexual– tienden a leer todo literalmente, como caníbales de intensidad. Podría agregarse que, en este nuevo mundo de las redes sociales donde se potencian mutuamente el narcisismo y la exhibición, existe una tendencia a vivir la vida como si fuese extraordinaria. Pero, ¿realmente lo es? Pensando desde el individualismo más frondoso, quizás efectivamente lo sea, sin embargo también existe la cuestión valorativa que decanta, mediante la exacerbación del yo, en una suerte de optimismo elastizado. Hay una literatura populosa que sirve de corpus para argumentarlo: nuevos géneros como la autoayuda y la neurociencia tienden a poner en la voluntad del sujeto desclasado y ahistórico la única vía posible de ser feliz. En El juego de las definiciones (Ed. Teseo, 2007), Alejandro Rozitchner señala a la alegría como la "verdad de la existencia", una piel "capaz de habitar el presente sin extensiones temporales descaminadoras hacia el pasado o el futuro".

Es entonces cuando aparece un nuevo problema que repercute en las construcciones narrativas. ¿Qué es la felicidad? ¿Realmente existe? Cuando Michel Houellebecq, en su famoso poema en prosa Sobrevivir, asegura "no temáis a la felicidad: no existe", lo hace desde un lugar liberador, como si la búsqueda constante de la felicidad fuera el verdadero problema que sólo diera como resultado una insatisfacción amarga o, en su defecto, una visión acrítica de la realidad. ¿Se puede escribir contra la felicidad? Quisiera sostener aquí que Rocío Cortina con su libro debut, Fiestas sísmicas (Textos intrusos, 2016), lo hace y lo logra. Siete cuentos bien diferenciados entre sí pintan un mundo hostil gobernado por un sistema sólido de costumbres que, pese a deteriorarlo y ennegrecerlo, lo mantiene en pleno funcionamiento. Pero, ¿qué significa escribir contra la felicidad? En principio, señalar la imposibilidad de un punto de fuga, un escape del conflicto permanente. Es decir, puede funcionar como la zanahoria delante del burro, una estimulación ficticia pero motivadora, mas nunca un fin concreto.

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"Los negocios ya cerraron. Está oscuro. Hay olor a podrido y muy poca gente. En la puerta de un edificio alguien se acomoda para dormir" dice uno de los personajes, un niño que empieza a entrar en el camino de la temprana adolescencia, cuando camina por la capital argentina en pleno siglo XXI, ese lugar donde la novedad se escribe con luces led; y agrega sobre las huellas de la época: "Pasamos por un cyber abierto. En provincia ya no quedan de esos: todo el mundo tiene Internet en su casa y wifi". El nombre del cuento en cuestión es Charleston y relata una escena cotidiana: un cumpleaños familiar donde los grandes bailan y los chicos sienten vergüenza. Esa relación etaria que no parece a priori conflictiva se transforma en un problema que tensiona las formas de aquella mencionada búsqueda de la felicidad. Los sujetos, ubicados en un tiempo y en un lugar en el que no pidieron nacer, viven como pueden; y en la mayoría de los casos, viven mal. "La gente elige ser aburrida", se lee en Cimientos, otro de los cuentos, como una sentencia irrevocable, en sintonía con la crueldad de Sergio Fitte en Deshaogo (Prosa Editores, 2016).

En otro, Hablaré de esto en la próxima sesión, la amistad es apuntada por veinte láseres; cuando dos ex compañeros de escuela vuelven a juntarse, uno "mira un punto fijo que podría ser el culo de una adolescente o una mancha de humedad en la pared" sin prestar demasiada atención, continuando así con el circo de las buenas formas. En Forajidos, una estudiante universitaria que trabaja precarizada en un salón de juegos para chicos, aturdida por el peso diario de su condición de explotada, le dice a un nene que está a su cuidado y se golpeó jugando: "El dolor tiene su parte linda y ya estás en edad de aprenderlo". Cuando esta chica camina por Acassuso, lugar donde queda este salón, percibe entonces –y este quizá sea el pasaje que mejor condense al libro– el malestar de una época agrietada, de una sociedad profundamente fragmentada: "Lo malo es su silencio. Un silencio que hace pensar que la gente de estas cuadras no enciende la tele, no escucha música, no corre muebles, no habla por teléfono, no se pelea a los gritos. O tienen paredes el doble de gruesas de lo normal que aíslan los sonidos o están todos muertos en sus mansiones".

Las historias que narra este debut literario de Cortina no son extraordinarias –no intenta crear un mundo con ecuaciones y paisajes nuevos– pero sí intensas, como la gran mayoría de las vidas que pasan por este planeta sintiéndose magníficas, buscando incansablemente el bienestar anímico y material pero que, en definitiva, sólo encuentran un combo de problemas punzantes. "Los viajes siempre son un poco así: sufrir, para dejar algo atrás y que renazca otra cosa mejor, más viva y fuerte, fuertísima", se lee en el cuento Dónde está el amor apareciendo la cuestión del optimismo, un detalle prolijo, estratégicamente ubicado, en el fondo del pajar. Pero aquí el optimismo no tiene la forma de una salvación, de un camino luminoso hacia las playas de la felicidad, sino más bien adquiere el rol de un motor motivante: la lucha diaria con las adversidades. "Fabiana se preguntó a sí misma cómo se hace cuando los cimientos que sostienen a una persona se desmoronan uno a uno", dice en Cimientos volviendo a aparecer la interrogación inicial: ¿Existe la felicidad? ¿Cómo se logra? ¿Qué sucede cuando los problemas no dan lugar a la fe y el optimismo somnoliento?

Con una crueldad que sobresale (el cuento Las barbies nunca pesan merecería un párrafo aparte; pero mejor evitar el spoiler), no sólo por los escenarios que pinta, sino también por la fuerza en que sus personajes lo pisan y la intensidad con que logran expresar un cúmulo de ideas poco leídas en una época tan compleja e incierta como la nuestra, Rocío Cortina logra desarticular el mito de la felicidad –sin un solo gramo de ingenuidad– y poner en evidencia el carácter dañino de su idealización, ofreciendo, ante las adversidades cotidianas, una sola salida, seguramente la más difícil: salir a lucharla.